El Segundo Acto, Quentin Dupieux

El Otro Quentin

Miguel Ángel Cadavid

 

Hace un tiempo, los gringos tenían una tendencia en redes sociales que llevaba por nombre: Never let them know your next move. Instagram y TikTok estaban repletos de videos en los que personas se filmaban así mismas haciendo lo contrario a lo que asumiría el pensamiento deductivo. El acto comienza con una mini-narrativa que se distorsiona de manera inesperada a medida que avanza para mantener la atención del que mira. Uno de los primeros videos que se viralizó fue el de un conductor que se disponía a retroceder en su carro mirando con cuidado hacia atrás, cuando de repente, este acelera bruscamente hacia adelante mientras su cabeza continúa girada hacia la luneta del vehículo.

Con el paso del tiempo, la tendencia evolucionó a conceptos más elaborados y extensos, hasta el punto de sobrepasar los límites lyncheanos del surrealismo y caer en el conocido absurdismo del humor generacional o “Brainrot”, en el que la narrativa corriente de un policía impartiendo una multa, por poner un ejemplo, podía terminar con la perturbadora modificación con IA de un bulldog en pasamontañas comiendo mazamorra con un sacerdote.

Asumo, según su edad, que el cineasta francés muy probablemente desconoce esta tendencia, pero su obra hace que el espectador, genuinamente, no sepa cuál será su próximo movimiento. En Rubber (2010), una llanta asesina llamada “Roberto” lucha por el amor de una mujer; en Le Daim (2019), una chaqueta con tendencias narcisistas convence a su portador de eliminar a todas las chaquetas del mundo; en Mandibules (2020), una mosca gigante parodia el Jaws de Spielberg con dos protagonistas que luchan por escapar de una estafa piramidal. No hace falta describir muchas de sus obras para captar el delirio.

Es irónico que, a partir de ese humor absurdista, tan similar al actualmente generado artificialmente por las nuevas generaciones, el cineasta decida crear una sátira hacia la misma herramienta que lo propicia; es por esto que El Segundo Acto (2024), no es ni de lejos la más creativa de sus obras, pero sí la más importante. La confusión de no saber cuál es la narrativa real de la película que estamos viendo, ignorantes al hecho de estar riéndonos con gags que muy probablemente hayan sido escritos por una máquina, es donde radica el terror en la comedia de Dupieux. La premisa de su meta-sátira implica que la primera película escrita y dirigida por una inteligencia artificial habla, a su vez, sobre lo absurdo que sería una película escrita y dirigida por una inteligencia artificial. No hay que tomarse esto a la ligera, la percepción de las IA sobre lo que la mente humana podría considerar repelente o divertido es la base para que esta haga mofa de sí misma, lo cual es sumamente aterrador; porque no hay nada más útil para consolidar la existencia de algo, que invalidar las opiniones de aquellos que tienen miedo a través de la trivialización humorística.

Quentin Dupieux no solo parece ser una especie de Dalí profético, sino un cineasta con un profundo sentido introspectivo frente al oficio mismo. En Yannick (2023), los actores de una obra de teatro son secuestrados por un espectador inconforme que decide reescribir el guion y obligarlos a representar lo que él considera entretenido. Esta premisa abona el terreno para análisis divertidísimos respecto a cómo influye el ego de los creadores en sus obras y cuál es el verdadero rol de los espectadores casuales en la validez de una obra independiente.

Esas dinámicas que inciden en el porqué del cine, presentes también en El Segundo Acto (2024), son más necesarias que nunca. Los cinéfilos más veteranos atraviesan una etapa de saturación en la que lo inesperado ya no existe, y el trabajo de Dupieux llega como un soplo de aire fresco. Sus obras se esfuerzan por diluir el significado de conceptos como “Coherencia”, “Humor” o “Narrativa”, con el objetivo transfigurar los parámetros de un arte que comienza a verse amenazado por la automatización y el hartazgo, incluso en los rangos esnobistas del cine experimental; que, por cierto, se ufana erróneamente de contrariar las narrativas establecidas. Porque, después de Apichatpong, Camila Rodriguez Triana o el pelmazo de David Aguilera Cogollo ¿no es el cine experimental ya una narrativa establecida?

El cine del Quentin francés expresa un amor al arte proporcional al de su homónimo gringo, la diferencia es que el primero, en vez de cruzarse de brazos mientras atestigua el declive de su amado arte, decide revertir las reglas rescatando la novedad de la mano del absurdo, para que, como sus personajes, no nos terminemos metiendo un tiro en la cabeza… dos veces.

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