Con la devoción propia de un ritual, sin importar la lluvia y la espera, la ciudad se engalanó ayer para ver desfilar de nuevo a sus silleteros. Luego de dos años de ausencia debido a la pandemia, la tradición volvió este año con todas las de la ley: familias completas no pegaron el ojo en Santa Elena, esperando su día del año. La Feria cerró, luego de 12 días, con la consagración de quienes mantienen viva esta herencia.
Con el sol todavía oculto y el frío alborotado, a las 4:00 de la mañana comenzó la peregrinación por las vías del corregimiento. Las coordenadas eran claras: bajar, bajar y bajar, hasta rozar las planicies del casco urbano de la ciudad y llegar, con la silleta intacta y el reloj a favor, a las inmediaciones de Bancolombia, a la altura del puente de Guayaquil.
Esta vez el descenso no fue en volquetas de obras públicas ni en camiones de ganado curtidos de estiércol, como les tocaba otrora a los silleteros. Hubo carro para todos, desde muy temprano, cuando Santa Elena aún lucía como un campamento de cocuyos: ¿en qué finca silletera iban a apagar la luz, en la última noche disponible para pulir detalles y hacerles mimos a las flores?
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Aunque los silleteros comenzaron a llegar desde las 6:00 de la mañana, el arribo completo tomó cuatro horas. Hasta las 10:00 de la mañana llegaron las camionetas con silleteros, mientras se escuchaban directrices de un lado a otro: “Bueno, llegamos. Cuidadito, pues, que no se vayan a dañar las flores. Vea: ubiquémosla allí. Eso. Por aquel ladito. Ahí fue. ¡Ya quedó!”.
La zona se llenó muy rápido: en orden, por categorías, ubicaron a los 520 silleteros que luego desfilaron. De norte a sur, se vieron las silletas de niños, jóvenes, tradicionales, emblemáticas, monumentales artísticas, comerciales. Mientras unos desayunaban, otros les echaban ojo a las silletas. Unos cuantos tuvieron tiempo para hacerse una siesta y así apaciguar la espera. Y otros actualizaron cuaderno porque llevaban dos años sin verse.
La previa del desfile tuvo espacio para todo tipo de anécdotas. Las familiares, que reseñan cómo se ha mantenido viva esta herencia, aparecieron con mayor frecuencia. Analía Hincapié, de 63 años, contó que convertirse en silletera fue el legado de su mamá. “Ella se enfermó. Estuvo así como 15 años, hasta que nos dejó. De esa forma me volví silletera. Ya llevo 28 años”.
Su hija, Ana Lizeth Hincapié, de 29 años, asumió como silletera de forma similar. Su abuelo le cedió el contrato, porque ya no aguantaba pasar más sol ni tanta carga. “Eso fue una felicidad muy bonita. Todos los nietos anhelan tener este legado: un contrato de silleta. Yo fui la afortunada, entre siete nietos. ¡Imagínese!”.
En medio de tanta alegría, del regreso del desfile que puso a la gente a madrugar para no perdérselo, una paradoja salió a flote: la permanencia de la tradición silletera, de esa peregrinación que viste de flores a la ciudad, depende del dolor y la pérdida. O del cansancio por el paso de los años, en el mejor de los casos.
Con una sonrisa de oreja a oreja, reconociendo que hay mucho de cierto en las historias de Ana Lía y su heredera, Luis Alfonso Zapata contó que sus 52 años de vida han estado rodeados por flores. Su hijo, Miguel Ángel Zapata, desde ya sigue sus pasos. “Esto es una elegancia. Un honor tremendo. Hay muchas emociones de por medio, en especial nervios por el juzgamiento”, dijo el menor de los Zapata.
Al medio día de ayer esta era la emoción que reinaba entre los silleteros. Antes de que cuajara el agua, que implicó que muchos se preocuparan por posibles daños en las flores y el aumento del peso de las silletas, más de uno recibió vítores del público. La gente estaba contenta: hasta paisas que se fueron del departamento viajaron desde otra ciudades para ver el desfile por vez primera.
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Los amagues de lluvia retrasaron la premiación, que arrancó pasada la 1:00 de la tarde. John Jairo Grajales, de la vereda El Porvenir, se quedó con el primer escalafón en la categoría Tradicional; Rodrigo Alonso Sánchez, de la vereda San Ignacio, se quedó con la Emblemática; Henry de Jesús Londoño, de la vereda Barro Blanco, con la Monumental; Fabián Atehortúa Hincapié, de la vereda El Cerro, con la Artística; Carlos José Atehortúa, de la vereda La Palma, con la Comercial; Alejandro Grajales Guiral, de la vereda Piedra Gorda, con la Infantil; y María Clara Benítez, de la vereda La Palma, con la Junior.
Pero como en todo, rey solo hay uno: el relevo de Luis Felipe Londoño, el ganador absoluto del año pasado, fue Henry de Jesús, quien no ocultó la alegría de asumir el trono. “Gracias a Dios se cumplió lo que tanto anhelaba: ser ganador absoluto del desfile. Ha sido un trabajo de mucho tiempo con mi familia. Estoy feliz con este triunfo”, dijo.
Con los ganadores resueltos, el desfile arrancó finalmente sobre las 3:00 de la tarde. Quienes se escabulleron para escamparse se organizaron de nuevo y alistaron baterías para cargar sus silletas en un recorrido de dos kilómetros.
Cerca de 800.000 espectadores aguantaron bajo el agua con paciencia, desde graderías, calles y puentes. Todo por ver a los silleteros, a quienes les hicieron la venia, en medio de la edición 65 de esta fiesta. La ruta tomó la avenida Regional, luego de seis años de no pasar por allí, en búsqueda del Palacio de Exposiciones, cerca de Plaza Mayor.
Allí, justamente, llegaron luego los silleteros. Tras bailar con la silleta al hombro y tener más que cumplida la tarea, descargaron peso y repartieron flores. Con la devoción propia de un ritual, entre aplausos y ovaciones, fueron despedidos como unos reyes. ¡No merecían menos!