Dice la historia que el corregimiento Palmitas nació en la vereda La Aldea en los tiempos de la arriería (por los años 1740), cuando los agricultores bajaban con sus cargas de cacao o plátano hacia Medellín y regresaban con textiles y licores, que era lo que se conseguía en la capital, pero con el inicio de la construcción de la vieja carretera al mar en 1929, los pobladores se volcaron 500 metros hacia la montaña para aprovechar las oportunidades que traía esta obra, ansiada por los paisas para conectar a Medellín con Urabá, a casi 400 km.
Sin embargo, no todos emprendieron la aventura de cambiar sus parcelas agrícolas para apostarle al comercio, y el sitio quedó fragmentado, al punto que en cada “localidad” los curas alimentaron la división.
“Las primeras familias se fueron asentando al lado de la carretera: los Muñoz, los Montoya, los Pérez y los Arroyo, y fueron construyendo el ‘pueblo’ casi como se ve hoy. Entonces, el cura de La Aldea les echó la maldición, dijo que los que estaban allá habían subido como palmas, pero que iban a caer como cocos”, relata Rodrigo Arboleda, quien nació allí hace 67 años y fue testigo de muchos acontecimientos del siglo pasado.
Afirma que la “maldición” se cumplió, porque en 2006 llegó el túnel de Occidente con la nueva carretera y el periplo se invirtió: muchos de la parte central volvieron a bajar para aprovechar los nuevos proyectos.
El hecho más curioso de esta dinámica social quedó plasmado en una historia que cada cual cuenta a su manera, pero que se resume así: con la construcción del nuevo poblado por la vieja vía al mar también llegó un nuevo templo, el cual se consagró a San Sebastián, el santo que le daba nombre a la capilla de La Aldea y cuya escultura, cuentan, la había dejado un viajero debajo de un árbol de guayabo.
“Los de arriba quisieron trasladarlo, pero el santo no se dejó. Se puso tan pesado que nadie pudo sacarlo y les tocó mandar a hacer una réplica”, narra Ómar Muñoz Correa, campesino de 71 años quien aún siembra banano para vender en los estaderos.
Eso sí, insisten, nada de esto exacerbó los ánimos, porque al fin de cuentas los que emigraron a la parte alta eran familiares de los que se quedaron, por lo cual nunca hubo guerra: “Hemos sido tan pacíficos que no le ganamos ni a un santo”, repite Ómar, orgullo de habitar en uno de los lugares más verdes y pacíficos de Medellín, próximo a cumplir dos años sin asesinatos en su territorio.
Parecería ficción, pero es real. Según las cuentas de Carlos Álvarez, el sepulturero, el último muerto por asesinato enterrado en el cementerio se llamaba Juan Carlos Betancur, inhumado el 26 de julio de 2019. Cuentan que era un joven de 24 años, que vivía con unas tías y a quien asesinaron en su propia casa.
“Solo sabemos que trabajaba en Medellín, pero nada más, nunca se le veía por ahí. A veces la familia viene y lo visita, le traen flores”, dice Carlos, quien tiene las llaves de cementerio hace 30 años y a quien le pagan las funerarias por cada muerto que entierra. Claro, si fuera por los asesinados, la plata ganada en los últimos años no le alcanzaría ni para un mercado, dice un vecino de este palmiteño que vive a tres cuadras del camposanto.
Sobre la lápida en mármol negro que adorna la bóveda de Juan Carlos solo están su nombre, la fecha de muerte y un ramillete de rosas artificiales de color morado. El cementerio está recién pintado y en sus espacios imperan el orden y el aseo. Hay jardines y el piso es en vitrificado. Carlos lleva un cuaderno con los registros de cada fallecido y no necesita buscar en sus notas la historia de los difuntos. Se sabe cada una. Por eso, cuando le preguntamos por Emilio Muñoz, sepultado el 19 de diciembre de 2019, de inmediato nos despeja las dudas: “Ese señor era un campesino de 101 años, murió de muerte natural”.
Según las cifras del Sisc -Sistema de Información para la Seguridad y la Convivencia de la alcaldía de Medellín-, en San Sebastián de Palmitas (comuna 50), ni en 2020 ni en lo que va de 2021 (con corte al pasado viernes 9 de abril) se habían presentado homicidios. El antirrécord de la misma estadística lo tiene la comuna 10 (Candelaria), que en el mismo tiempo registra 71 asesinatos.
Palmitas está a dos tiempos de la zona urbana de Medellín: por la vieja vía al mar el trayecto puede tardar hasta 40 minutos, “porque la carretera la abandonaron cuando hicieron la nueva y yo sufro las consecuencias, porque vivo en la vereda Urquitá y son puros huecos”, denuncia Patricia Ortiz, trabajadora de la sede de la casa de Gobierno local; pero por la vía a Santa Fe de Antioquia se puede llegar en veinte minutos.
La poca distancia a la dinámica de la ciudad urbana no ha permeado la convivencia de Palmitas, donde aún predominan las casas viejas y las estampas del campo. La mejor muestra de ello la ofrece Marta Lucía Henao (53 años, con esposo y dos hijos), quien a orilla de la vía principal que atraviesa el corregimiento carga una mula con mercado. Al preguntarle hacia dónde va cuenta que vive en la vereda La Volcana, a mucha distancia de allí: “El problema es el camino, porque no hay carretera y toca ir por trocha, me demoro una hora larga para venir y lo mismo para regresar”, afirma. Pese a esto, sonríe y dice que toca esperar a que la acción comunal construya la carretera.
Esta idiosincrasia campesina no ha sido tocada por el progreso. Lo admite Joannis Edison Acevedo, comisario de Familia, quien señala que los casos de violencia allí son escasos y con pedagogía los campesinos han entendido que la violencia no es vía de solución a los problemas.
“Hay días en los que no llega ningún caso y en los que más hay son si mucho cinco. Prima la conciliación”, indica.
La ambición de dinero tampoco ha dañado las mentes de la gente, dice William Muñoz, de 67 años y palmiteño de nacimiento: “Acá todos somos los mismos de siempre”, dice. Añade que no hay cantinas, que el billar lo cerraron hace como dos años y que las casas construidas en los últimos cuarenta años se pueden contar en la mano: “Están las de los Rivera, las de Cristina, la de Nicolás, la de Hilda, la de William y la de Álvaro, no suben a más de 30”, asegura.
Una razón para ello es que en los lotes familiares cada hijo construyó su casa, entonces no ha habido espacio para pobladores extraños.
Hugo Armando Cano, de la Corporación Penca Sábila, que desarrolla proyectos de agroecología con los campesinos y los apoya en la compra y comercialización para eliminar intermediarios, dice que entre los proyectos que trabaja la corporación hay uno llamado Red Intercorregimental de Mujeres, que promueve sus derechos, autoestima y emprendimientos; y la Red Intercorregimental Juvenil, “que trabaja temas transversales como ambientalismo y pacifismo, buscando que se queden y aporten a la construcción de su territorio”. Así fortalecen la convivencia y el tejido social.
Palmitas, como Santa Elena, San Cristóbal, Altavista y San Antonio de Prado, constituyen el territorio rural de Medellín, donde se produce el 3 % de la comida que consume la ciudad. San Sebastián de Palmitas es el más rural.
Y siempre ha sido pacífico. Según los registros del Sisc, en 2013 tampoco hubo homicidios; en 2014 y 2015 hubo de a uno; en 2016 fueron tres y en 2017 solo mataron a una persona. Es un remanso en una ciudad que hasta el pasado viernes ajustaba 94 muertos por homicidio, 7 menos que a la misma fecha de 2020