Este artículo es una conversación. Diez mujeres, todas de orígenes diferentes, se sientan frente a la mesa, mirándose de frente. Algunas están nerviosas; esquivan la mirada, pasan los dedos presurosos sobre la mesa. Llevan un pantalón verde oscuro, botas, una correa bien ajustada y camisa de manga larga. Hay un silencio incómodo, pero con el tiempo se irán tomando confianza hasta contar historias sobre problemas familiares, accidentes, malos empleos. Reirán y llorarán.
Liliana Álvarez es la mayor de las diez. Va a cumplir 57 años en cuatro meses. Tiene las manos tersas y las uñas puntiagudas, pintadas de azul, bien cuidadas. Es la líder, la precursora de las demás. Por eso, rompiendo el silencio incómodo, toma la palabra.
—Estoy orgullosa de ver a todas estas mujeres. Antes era yo sola, entre todos los hombres —dice, dando un pasón por sus nueve compañeras —. Al comienzo me dijeron que no iba a ser capaz, que esto no era para mujeres. Pero, vean, acá estoy.
La conversación tiene lugar en las oficinas del Sistema Alimentador Oriental —SAO—, la empresa que conecta a toda la comuna nororiental con el metro. Los buses de SAO se meten por todos los recovecos imaginables, por pendientes que hacen perder el oxígeno hasta al mejor deportista
Muchos hombres ya no se le miden a manejar bus, y menos en las rutas de SAO. Subir a Guadalupe, por ejemplo, implica ir dando tumbos por calles intestinales, esquivando motociclistas y carros mal parqueados.
—Yo lloré el primer día en que salí en el bus —cuenta Dora Yepes, la segunda mujer del grupo —. Como Liliana, lleva las uñas pintadas, pero de rosado. Comenzó en enero de 2016 como la segunda operaria y hoy es la madrina de las más jóvenes—. Además del choque, retrasé la ruta. Una señora me decía que era una bruta, que iba a llegar tarde por mi culpa. Iba llorando mientras manejaba.
Las demás ríen, recordando situaciones similares que alguna vez causaron dolor. Pero ahora son anécdotas que revelan las dificultades de la profesión. Después de las risas, que van desapareciendo, toma la palabra Yorledy Vélez, una mujer que llegó a Medellín de Urrao, donde “voleaba azadón”. Vino a la ciudad buscando un empleo, siendo madre soltera. No sabía manejar, pero se le midió.
—El primer día —recuerda Yorledy— me pusieron una prueba: arrancar el carro en una loma. Un señor, por ver a una muchacha en falda, me pegó el carro. Como no era capaz de arrancar, me decían “burra”, que tenía que ser mujer.
Yorledy continúa con la historia de su vida. Antes de entrar a SAO pasó malos ratos, con sus dos hijos, yendo y viniendo en busca de un trabajo. Las lágrimas le afloran, sus compañeras la consuelan, le dan agua.
—Cuando me hicieron la primera prueba de conducción —dice Carolina— tumbé todos los conos, era como para ponerme a llorar. Mi abuela, que fue la que me sacó de los internados, me apoyó en el proceso. Luego le descubrieron un cáncer y le dieron tres meses de vida. Me alcanzó a ver con este uniforme.
El proceso para conducir los buses de SAO comienza con un semillero. Tarda tanto como la persona requiera. Es decir, concluye cuando ya domina el bus, los espacios, el clutch, y está lista para salir a las calles de la comuna nororiental. Superada esa fase, puede salir, pero acompañada de una “madrina”, es decir, un mentor que guía y corrige los errores.
Es enfrentarse con el mundo real: los motociclistas, las groserías de algunos usuarios, los insultos de otros conductores.
—Yo atendía un restaurante en Exposiciones y atendía a las muchachas. Las admiraba por manejar carros tan grandes —cuenta Lina María Miranda, la más joven de todas. Comenzó el semillero a los 19 años y tardó cuatro meses para dominar el carro—. Pensé en renunciar, en que definitivamente no iba a ser capaz con el carro.
Todas, sin excepción, estuvieron a punto de tirar la toalla. Eso habla de cuán duro es el trabajo y por qué muchos no se le miden. En Medellín hay déficit de unos 600 conductores de transporte público, un trabajo que ha sido dominado por el género masculino.
—A mí me decían que era cosa de hombres, pero yo veía pasar a doña Liliana y pensaba que también podía hacerlo —relata Jennifer Ramírez, madre soltera de dos hijos —. Yo había trabajado en una estación de gasolina en la costa y no tenía experiencia en esto. Al principio, los usuarios me insultaron y me hicieron llorar. Nadie creyó en mí y acá estoy, después de todo.
Jennifer interrumpe la historia, bloqueada por el llanto. Sus compañeras se conmueven, entienden la razón de las lágrimas. Kelly Lozano, Daniela Ríos y Ana María Higuita completan el grupo de las diez conductoras. Las tres, una más que otras, tuvieron experiencia antes de llegar a SAO. Kelly, por ejemplo, manejó bus en Castilla durante 12 años, pero nunca se imaginó que en la nororiental el oficio fuera tan difícil. Le costó, como a la más novata, cogerle el pulso a las calles estrechas y empinadas.
Después de las lágrimas volvieron los chistes. Ya entradas en confianza, pidieron el almuerzo. La conversación continuó