Orlando Velásquez, un cincuentón con pinta de maratonista, explica entre jadeos, mientras trepa el cerro de las Tres Cruces, que la gente se equivoca cuando dice que los siete cerros ofrecen siete miradas de Medellín solamente por su posición y miradores privilegiados. No es por las panorámicas contemplativas que regalan —insiste— sino porque al penetrar en ellos es más fácil entender la ciudad.
Los cerros tutelares: Volador, Nutibara, Pan de Azúcar, Asomadera, Picacho, Tres Cruces y Santo Domingo gozan de un buen momento. Eso es lo que asegura Luis Humberto Ossa, subsecretario de Recursos Naturales Renovables de la Secretaría de Medio Ambiente, quien resalta que en 2021 se invirtieron $19.350 millones en gestión ambiental, conservación y protección. Y se nota. En 2021, por ejemplo, se redujeron los incendios forestales en un 75%, gracias al involucramiento activo de las comunidades y la coordinación entre organismos de atención.
Ese año, además, fueron avistadas 42 nuevas especies, 14 más que en 2020. Según el biólogo Andrés García, los cambios positivos en ecosistemas estratégicos como estos tienden a ser imperceptibles para el ojo humano, requieren una extensa cadena de acciones y situaciones y son frágiles ante cualquier perturbación. Sobre el terreno ganado hay que seguir “construyendo” con agroecología, planes de conservación de especies y restauración ecológica de especies nativas, tal como ocurre hoy en Pan de Azúcar, Tres Cruces, Volador Nutibara y Asomadera.
Pero el idilio total en los cerros no es posible. El conflicto y la fealdad que agregan los barrios, las gentes y el entorno que los rodea son indisolubles para entender su importancia en la dinámica de ciudad. En el Volador, por ejemplo, cuyos senderos y jardines lucen renovados, los amores furtivos siguen hallando amparo en la oscuridad, también aliada de ladrones que se escabullen por las trochas ante la mirada impotente de la seguridad privada que hace lo que puede en las 107 hectáreas que lo conforman.
Y es que en la noche, mientras unos corretean ladrones, otros le hacen frente a las sombras que murmuran rezos cerca al cementerio indígena y que tras huir dejan fotos, recipientes con sangre, orina y otras vainas aterradoras. “Ni los perros con los que hacemos guardia, que son tan bravos, se quieren acercar. Reculan”, cuenta un guardia.
Y así, cada cerro es un micromundo. El Nutibara sigue atrayendo romería de varias partes del país con un Pueblito Paisa que parece un pesebre pulido en medio de una sala descuidada. Su mirador luce abandonado y a pesar de ser el cerro más visitado carece de rampas y facilidades de acceso para personas con discapacidad, un lamento de muchos visitantes.
En las Tres Cruces los caminantes van, como parte de la experiencia, convencidos de que es muy posible ser víctimas de robos. No hay garantías de seguridad reales; cada tanto un par de patrulleros sube y baja para hacer mera presencia. Aun así, más de 10.000 personas lo trepan cada mes, gran parte por el camino más largo y atraviesa sus 1,1 kilómetros de trocha desde Los Bernal, sin más incentivo que el fervor de superar un reto físico ni más protección ante los ladrones que una compañía física o espiritual.
En cuanto a El Picacho, la transformación actual avanza ante la mirada de vecinos y visitantes. El turismo crece a grandes saltos y lleva consigo el comercio no regulado y un problema de movilidad en zonas aledañas que, según vecinos, no ha recibido atención de las autoridades de tránsito. Pero hay una vibra positiva que, desde el cerro, contagia a los barrios que lo rodean: El Triunfo, El Progreso No.2 Picacho y Picachito. Hoy es quizás el cerro con mayor y más rica vida nocturna, con tramos por los que familias enteras, propias y ajenas al sector, transitan sin mayores prevenciones, un ambiente tranquilo que concuerda con en afán de cambio que desde hace más de una década emana desde organizaciones sociales en la comuna 6.
El antropólogo David Alzate resalta que aunque las comunidades en los barrios y la ciudadanía en general han logrado tejer relaciones con los cerros, cargadas de significados y de codependencia, la gran ausente históricamente ha sido la institucionalidad, algo que debe cambiar para garantizar planeación, usos y relaciones sostenibles alrededor de estos siete lugares desde donde Medellín se mira a sí misma