Las caritas de casi un centenar de niños indígenas se ven más rojas de lo común, pero no es su piel canela la que resplandece ni es un bronceado, es la huella del calor intenso que soportan cada día en su jornada de clases, que reciben a la intemperie, al sol y al agua, en una escuela veredal de Andes.
Es 2023 y hace más de tres lustros entramos a la era de los megacolegios y los colegios de calidad, un tema en el que Antioquia y Medellín han sido pioneros, pero semejante desarrollo no obvia las paradojas. Y la de esta escuela evidencia que aún la equidad y la justicia no llegan a todos los rincones. Allí el tiempo se detuvo y el olvido es la cara inversa del progreso, la que muestra las tristezas.
Ocurre en la Institución Educativa San Peruchito, de la vereda La Piedra, en la zona rural del corregimiento La Chaparrala, donde 87 niños indígenas de la etnia embera katío comparten espacio con 20 infantes de la vereda. Para todos hay solo dos aulas con cupo si acaso para quince alumnos cada una. La escuela fue construida hace más de 30 años por la comunidad “y antes era suficiente para nuestros niños, pero luego llegaron los indígenas y se complicó, y ya les toca estudiar en estas condiciones tan indignas”, dice un padre de familia que tiene dos hijos no indígenas matriculados.
La sede cuenta además con una sala de profesores y un segundo piso que debía funcionar como biblioteca, pero que está sellado por agrietamientos, desgaste y fisuras en puertas y muros. El sitio es peligroso y ni los niños ni los maestros acceden a él. El restaurante escolar, con cupo para los mismos 20 niños de la vereda, hoy funciona a la vez como salón de clase para los embera.
“Esta situación es muy complicada, porque todas las mañanas, media hora antes del refrigerio escolar, los niños deben salir para poder hacer la desinfección y luego repartirles el desayuno”, cuenta Ruth Marcela Marín, la profesora de los niños mestizos. Pero la incomodidad no acaba ahí. Luego del refrigerio se debe hacer de nuevo el aseo, lo que implica otra media hora de espera para retomar las clases.
Esa lucha cotidiana implica retrasos en el aprendizaje, lo que el profesor indígena Gilberto Tascón Yagarí califica de antipedagógico. “Este no es un lugar apto para recibir clases; por ejemplo, los niños que están más al fondo no alcanzan a leer el tablero y tienen que venirse adelante, y les tapan a los otros, eso daña la concentración”, comenta el maestro, que todo el tiempo se dirige a los niños en su lengua nativa y en español, una mezcla que ellos le entienden a la perfección y por eso le responden alternando las dos lenguas.
Tocando puertas cerradas
Ante todas estas vicisitudes, el rector, Heriberto Chaverra, no se ha cruzado de brazos. Al contrario, ha tocado todas las puertas posibles para que se resuelva la situación, que no debe ser la búsqueda de otro espacio para los indígenas sino incluir a los 107 niños.
Este problema, dice, data de 1985, cuando llegaron a Andes las primeras familias indígenas procedentes de Mina Dabaibe (Chocó), en el Alto Andágueda, de donde empezaron a ser expulsados por el conflicto armado. “Inicialmente, los llevaron a la vereda Santa Isabel en la zona de Dojuro, luego a Pueblo Rico (Chocó), de donde se salieron a los 15 días, y después emigraron acá, donde se quedaron”.
Dice que la anormalidad académica es total, porque se afectan tanto los niños andinos como los embera y las autoridades deben darle solución pronta a la situación, que viola el derecho a una educación de calidad. La queja ya llegó a la Alcaldía de Andes, la Gobernación y a Adida. La solución consiste en construir dos aulas o una nueva sede.
“Yo no vendría a estudiar”
Mientras él y los profesores describen este sombrío panorama, dos niños indígenas se entretienen en el único de dos juegos infantiles que tiene el patio de recreo: un columpio. Mientras ellos mecen su tragedia sonrientes, otros corren a mojarse la cabeza en una canilla en la que se lavan las traperas. Allí se van turnando, porque el calor es sofocante en las mañanas de Andes.
Entre tanto, Marysol Cértiga Tascón, profesora indígena, dicta su clase sentada en una mesa a la leve sombra de un árbol de mediana altura y de poco ramaje y junto a los tanques de agua. La rodean 15 o 20 niños, no siempre todos al tiempo, porque unos se van parando a buscar sombra cuando los hostiga el calor.
“Me parece triste que los niños lleguen a recibir una clase digna y se encuentren con esta situación”, afirma.
Tiene un cuaderno abierto, igual que los niños, pero la concentración es de períodos muy cortos, pues el sol desespera y tortura. “Cuando llueve toca salir corriendo para no mojarse, y todos los niños quedan arrumados en el restaurante”, cuenta la profe.
Milbia Vitucay, alumna de primer grado, se queja de la situación: “es difícil la clase acá”, se le alcanza a entender, pues aún no domina con toda propiedad el español.
A 20 metros de distancia pasa una quebrada, lo que ha servido de excusa a las autoridades para no ampliar la escuela. “Dicen que estamos en zona de riesgo, pero llevamos más de 30 años acá y el agua nunca ha llegado a la escuela”, asegura la maestra Ruth. El rector sostiene lo mismo. Y a lo largo del trayecto se ven muchas construcciones a orillas del afluente, incluida una planta de beneficio de café.
Las montañas sembradas del grano enmarcan el paisaje de esta escuela rural, donde los baños y sanitarios están malos, el agua escasea, faltan sillas, pupitres y hasta la vajilla para repartir los refrigerios es insuficiente.
Otra amenaza grave es la pipeta de gas del restaurante escolar, que por estar habilitada como aula corre el riesgo de ser manipulada por los niños y ocasionar un estallido, “lo que representa un peligro mortal para ellos y todos nosotros”, dice una señora que elabora los alimentos, pero que ni siquiera tiene contrato.
En suma, todo va mal en esta escuela donde —considera la maestra Marysol— “se violan todos los derechos humanos”. Su desazón es tal, que lanza una frase que resume todo: “si yo fuera una niña no vendría a estudiar acá, porque esto no es digno para la educación”