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La épica historia de los hermanos Saldarriaga Quintero

Una tremenda coincidencia se produjo esta semana en los premios de periodismo Simón Bolívar: dos hermanos, Manuel y Santiago, que trabajan en distintos medios, EL COLOMBIANO y El Tiempo, ganaron el premio. Pero lo interesante es la historia de sobrevivencia que hay detrás.

  • Jaime, Manuel y Santiago Saldarriaga, arriba en compañía de su hermana Diana. foTOS Cortesía familiar
    Jaime, Manuel y Santiago Saldarriaga, arriba en compañía de su hermana Diana. foTOS Cortesía familiar
  • Esta es una de las fotos de migrantes en el Tapón del Darién con las que Manuel Saldarriaga ganó el Premio Simón Bolívar en la categoría Reportaje Gráfico.
    Esta es una de las fotos de migrantes en el Tapón del Darién con las que Manuel Saldarriaga ganó el Premio Simón Bolívar en la categoría Reportaje
    Gráfico.
  • Imagen del paro en Cali, tomada por Santiago y con la que ganó el Simón Bolívar en la categoría Fotografía Individual.
    Imagen del paro en Cali, tomada por Santiago y con la que ganó el Simón Bolívar en la categoría Fotografía Individual.
  • Santiago y Manuel, este miércoles, durante la ceremonia del premio Simón Bolívar, en el que los dos ganaron premios. FOTO colprensa
    Santiago y Manuel, este miércoles, durante la ceremonia del premio Simón Bolívar, en el que los dos ganaron premios. FOTO colprensa
20 de noviembre de 2022
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Ese domingo, Jairo Alberto Saldarriaga le pidió a su hijo Manuel que lo bajara a saludar a Santiago, que para ese entonces tenía 6 años y no lo dejaban entrar a la clínica León XIII. A Jairo le había dado un derrame que le inmovilizó medio cuerpo.

“Lo bajamos en silla de ruedas —recuerda Manuel—, él no podía salir pero a través de la puerta de la entrada le mandó la bendición con la mano y le dijo de lejos ¡Dios me lo bendiga!”. El papá estaba delicado, pero pensaban que era cuestión de tiempo para su recuperación. Ninguno se imaginó que esa sería la última vez que lo verían con vida.

Jairo trabajaba como vigilante de un parqueadero en el centro de Medellín, y con gran dedicación sostenía a sus ocho hijos y a su esposa en una casa de tres cuartos en Santa Cruz, uno de esos barrios que desde el otro lado del río se ven como un tapete de casitas en adobe que se descuelgan cubriendo toda la ladera de la zona nororiental.

Terminando los años 80 hasta los años 2000, Santa Cruz era uno de los referentes de la guerra sin cuartel que se desató en los barrios de Medellín. En el Popular, que les quedaba al lado, las milicias de la guerrilla no dejaban transitar. En Aranjuez, que les quedaba al otro lado, se imponía la ley de Los Priscos, el brazo armado del cartel de Medellín. En ese territorio, donde las guerras entre bandas y bandolas no paraban, los sueños de toda una generación fueron puestos en pausa o borrados por completo por las balas.

A la casa de los Saldarriaga Quintero llegaron lamentablemente noticias desgarradoras, dos de los ocho hermanos, Jorge y Gonzalo, murieron en la trampa infame de las ‘fronteras invisibles’. Pero algún milagro obró. Porque los otros tres hermanos hombres no solo sobrevivieron, sino que justamente hoy, 28 años después, Manuel y Santiago están celebrando algo que tal vez no ha ocurrido en ninguna parte del mundo: se ganó cada uno por su lado, y en representación de dos periódicos distintos, el premio nacional del periodismo más prestigioso del país.

Manuel ganó en la categoría reportaje gráfico, por su serie de fotografías de los migrantes que cruzan en condiciones extremas el Tapón del Darién. Santiago ganó en la categoría de fotografía por la oportuna imagen de un civil disparando mientras los policías miraban sin hacer nada durante las protestas de abril de 2021. El uno trabaja en EL COLOMBIANO, el otro es el corresponsal de El Tiempo en Cali.

No es el primer premio que se ganan pero tal vez el que más los ha hecho felices por la extraña coincidencia de ganarlo juntos: “Fue un momento mágico”, dicen.

Manuel es el único colombiano que se ha ganado tres premios Rey de España: el galardón más codiciado para los periodistas de hispanoamérica. Su hermano Santiago también ganó el rey de España por una conmovedora fotografía de la avalancha de Mocoa. Y a ellos se suma Jaime, el otro de los tres hermanos que sobrevivieron, a quien también lo salvó la fotografía

Los premios tal vez son la parte menos interesante de la historia de los Saldarriaga Quintero. La verdadera historia comienza en 1987. Manuel termina su bachillerato en el Gilberto Alzate Avendaño. Su sueño era pilotear un avión y por eso el único plan que tenía era prestar el servicio militar. El barrio estaba muy caliente, Pablo Escobar hacía de las suyas en la ciudad y muchos pelados de los barrios enredaban sus vidas en el ruido de las motos y de los disparos.

El Ejército prefirió no arriesgarse, no escogieron a ninguno del colegio y Manuel, medio frustrado, se convirtió entonces en el ayudante de su papá: lavaba carros de 7 de la mañana a 6 de la tarde.

Una tía de Manuel, la tía Maruja, que hacía el oficio en la casa de Adriana Mejía, una periodista del diario El Mundo, le dijo que tenía un sobrino que había terminado el bachillerato. Adriana se enteró de que en el periódico iba a salir un laboratorista, el personaje que se dedicaba a revelar los rollos de los fotógrafos en el cuarto oscuro, y le dijo a Manuel que le mandara su hoja de vida.

“Y me llamaron para una entrevista. Yo dije ¡uy que bacano!, voy a vender colombianos en el barrio”, recuerda Manuel, quien no tenía idea alguna del trabajo que le iba a tocar hacer. Se acuerda bien que llegó en mayo de 1989, porque fue una semana antes de que Nacional quedara campeón de la Copa Libertadores, y por novato no le dejaron tocar uno solo de los rollos para revelar.

En 1992 tocó con sus manos el cielo. Hubo un desalojo en la Iguaná y no había fotógrafo disponible. De manera que el jefe de redacción le pidió a Manuel que cogiera una cámara y fuera a ver qué podía hacer.

Hasta ese momento, solo tenía en su cabeza los encuadres y la iluminación que veía al revelar las fotos. “Yo cogí la cámara y me fui. Empecé a tomar fotos de cómo les tumbaban las casitas. Me encontré a una señora en la calle con sus cositas y sus hijos. Y esa fue”.

Cuando Manuel volvió con sus fotos, ya habían mandado también a la Iguaná a Henry Agudelo, que era la estrella del periódico en ese momento. Y cuando Henry llegó, y vio las fotos que Manuel le hizo a la señora, le dijo al jefe de redacción: la foto de esta historia es la de Manuel.

“¡Yo más contento! Me llevé una cantidad de periódicos. Le llevé a mis amigos al barrio. Les entregaba un periódico y les preguntaba ¿Qué ven distinto? Lean más abajito. Y al final cuando alguno leyó el crédito ‘Foto Manuel Saldarriaga’, yo saqué pecho y les dije: ese soy yo”.

La titularon ‘Solos en la calle’, alguien la mandó al premio CPB, y Manuel, siendo todavía un laboratorista, se ganó el premio que tenía una enorme reputación en el país en ese entonces.

Pero también, en ese 1992, Manuel supo lo que era el infierno: mataron a su hermano Jorge Alberto, que era el segundo de la camada. Manuel tenía 22 años y Jorge 21. “Un muchacho le tenía envidia porque Cone podía pasar por todas las cuadras y a todos los barrios. Lo que no podían otros. Un amigo de ese muchacho le dijo ‘yo se lo regalo’ y lo asesinó. Así decían: ‘Yo se lo regalo’ y el regalo era que lo mataban”. Ocurrió un domingo y Manuel después de salir del trabajo llegó a recoger a su hermano abaleado en la calle.

Su asesinato era apenas uno más de los 522 que se dieron cada mes en promedio entre enero y agosto de ese año en una Medellín encendida y con un Pablo Escobar que hizo quemar en la ‘cárcel’ de la Catedral, apenas un día antes de la muerte de Jorge, a sus socios Galeano y Moncada.

Manuel desde el periódico registraba la noticia gruesa. Y en su casa vivía la tragedia. En medio del dolor y la gloria le llegaron nuevas ofertas de trabajo. Se fue a Bogotá, convocado por el legendario editor de El Tiempo, Enrique Santos Castillo. Pero duró poco porque la muerte de su papá, en 1994, lo llenó de nostalgia. Manuel sentía que tenía que volver a apoyar a su mamá para sacar adelante a sus hermanos. Mandó una hoja de vida a EL COLOMBIANO en 1995 y de eso hace ya 27 años.

Ella lo llamaba y le ponía quejas de sus hermanos y él los regañaba que porque se iban a jugar maquinitas en vez de estudiar. Y hasta correa, recuerda Santiago, les daba. Pero ellos tenían la precaución de ponerse doble pantalón y gritar para que Manuel creyera que el castigo estaba siendo efectivo.

“En la actualidad yo lo hubiera demandando. ¡Nos pegaba durísimo!”, recuerda con una enorme risa Santiago en medio de varias anécdotas de lo drástico que era Manuel con ellos. “Pero menos mal fue así. Uno esas cosas las agradece”.

En 1999 otra tragedia sacudió a la familia. Juan Gonzalo, el tercero en fila de los hombres, cruzó una “frontera invisible” en el mismo barrio Santa Cruz. Un día le perdonaron la vida. Pero al otro día, cuando se antojó de ir a la tienda a jugar billar, uno de los muchachos que controlaban la cuadra le pidió que le ayudara a sacar un mercado y lo cosió a bala. A Jaime, el cuarto hermano, que lo había acompañado a jugar billar, también le dispararon pero él corrió. Y cuando los malandros se fueron corrió a recoger a su hermano y lo llevó en brazos para ver si lograban salvarle la vida pero falleció diciendo “Jaime, Jaime” preocupado por la suerte de su hermano.

Manuel sacó entonces a Jaime del barrio. Y le consiguió trabajo en el laboratorio del periódico El Mundo. Tal vez con la esperanza de que se agarrara al tronco en el océano que él mismo había encontrado. Y luego hizo lo mismo con Santiago. Se trataba de evitar que corrieran la misma suerte de los otros dos hermanos. “Quería proteger la familia. Santiago no dimensionaba los peligros”. Y así fue. La fotografía también los salvó.

Jaime de El Mundo pasó al País de Cali, luego a la agencia Reuters en Cali, luego fue fotógrafo jefe de la agencia en Bogotá y después se fue un año a Croacia como fotógrafo de un equipo de fútbol. Ahora hace trabajo independiente y colabora con la agencia AP.

Cuando Santiago llegó ya no había rollos para revelar. Todo era digital. Hizo la práctica como fotógrafo hasta que se abrió un cupo y estuvo tres años y medio de planta en El Mundo y en el 2010 se fue de corresponsal de El Tiempo en Cali. Hasta el sol de hoy.

¿Qué creen ustedes que los salvó de correr la misma suerte de tantos jóvenes de las barriadas populares que no la lograron?, les pregunto. “A nosotros, la espiritualidad”, responde Manuel. “Mi mamá nos obligaba a que fuéramos a misa. Ir a misa, escuchar a un padre, creer en dios. Todo eso ayuda para no dar un paso malo”.

Santiago explica: “Uno jugaba fútbol y escuchaba balaceras. Y entonces usted ya sabía ‘si paso por allá es peligroso’. A mí me tocó ver gente a la que mataban a mi lado. Por eso si yo estoy cubriendo un enfrentamiento en el Cauca, yo soy como la vecina chismosa tranquilo tomando las fotos mientras veo a la gente asustada corriendo”.

Y así pasó en la foto con la que ganó este miércoles el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. “En las protestas comenzó una balacera de lado y lado. Los fotógrafos nos tiramos al piso y tratábamos de protegernos. Yo dije, tengo que salir de aquí, y me crucé por toda la mitad, me puse como carne de cañón, hasta que llegué a un punto neutro entre el Esmad y los manifestantes. Veo que los civiles eran los que estaban disparando y empiezo a tomar las fotografías. Los policías me gritaban y me decían que tomará las fotos del otro lado”.

Manuel concluye: “La fotografía nos dio vida”

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