Aglomeraciones en el metro, terminales de transporte, la Plaza Minorista, la Alpujarra y el Centro, dan a entender que para miles de residentes de Medellín las palabras aislamiento y contagio no parecen significar algo trascendente.
En un recorrido de la mañana de ayer, EL COLOMBIANO pudo constatar que, a pesar de las advertencias de los científicos y del Gobierno por la emergencia de la covid-19, para muchos pobladores son más fuertes la necesidad de viajar y el rebusque diario.
Los tumultos comenzaron al alba en las terminales de transporte, adonde acudieron las multitudes sin saber que las empresas transportadoras no estaban despachando. El gerente de Terminales Medellín, Carlos Mario Mejía, dijo que “a partir del 25 de marzo a las 00:00 horas hasta el 13 de abril, las terminales Norte y Sur suspenden el transporte comercial de pasajeros”.
Añadió que “vamos a buscar, en los casos excepcionales, rutas de salida a los territorios de manera gradual, para no exponer a conductores ni pasajeros y limitar esas posibilidades a la mitad del bus que enviemos. Muchos alcaldes han cerrado fronteras en sus municipios y no podemos enviar a nadie sin que tengamos un destino coordinado”.
En el metro continuaron las congestiones. Según la empresa, 38.258 usuarios emplearon los trenes en la mañana y, aunque apenas representaron el 20 % de los que habitualmente circulan, se agolparon en los primeros dos coches, en vez de repartirse por toda la plataforma de acceso.
En nuestro periplo por vías principales, como la avenida 33, San Juan, la Regional y la Autopista Sur, observamos buses repletos, como si se tratara de un martes cualquiera.
Rumores peligrosos
La situación llegó a su pico de irracionalidad a las 8:00 a.m., en las afueras del centro administrativo La Alpujarra.
Una masa de aproximadamente mil personas llegó reclamando $60.000 en efectivo y comida que, según mensajes que recibieron por redes sociales, les iban a dar en la Alcaldía. Se trató de un engaño, que arrancó lágrimas de impotencia entre los asistentes.
El rumor llegó a los inquilinatos del Centro, por lo que los primeros en arribar fueron los migrantes venezolanos, como Cádiz Marquez, de 43 años, quien está en Colombia esperando que la operen de un tumor.
“Cuando venía con un grupo, vi que la Policía mandaba a la gente a sus casas y golpearon a un venezolano. De la impresión me desmayé. Al despertar regresé a la residencia, pero una vecina me dijo ‘ándate que van a repartir las bolsas’. Yo me vine en el nombre de Dios”, señaló sollozando.
El chisme se esparció cual epidemia, y al lugar también llegaron chocoanos, vallunos, y medellinenses, que no buscaban comida, sino respuestas del gobierno local a la angustia que los agobia, pues todos tenían algo en común: sobrevivir del rebusque diario.
El taxista Luis Correa protestó porque los guardas de tránsito estaban “partiendo mucho” a los de su gremio; José Asprilla pidió soluciones porque él y 80 coteros estaban sin trabajo hace un mes, porque los camiones cargados de madera dejaron de llegar a la ciudad, “primero por el pico y placa ambiental, y ahora por esto del virus”; la vendedora ambulante Ana Mostacilla, relató que ya no tiene cómo alimentar a su hijo de 18 años, quien consiguió su primer trabajo como aseador la semana pasada, pero no alcanzó a ganar un peso antes de la crisis.
Uno de los dramas que quedó expuesto en gran parte de los presentes, fue la aparente indolencia de los arrendadores, que están amenazando a sus inquilinos para que paguen a tiempo las rentas, so pena de echarlos a la calle.
Gilberto Tazama, desplazado por la violencia de Urabá, paga $35.000 diarios por un cuarto de hotel, donde vive con su esposa y tres niños, y asegura que ya no tiene cómo responder con esa cuota.
Lo mismo dijo el venezolano Alexánder Rodríguez, quien sobrevive con 20 connacionales más en una casa de Prado Centro: “Somos siete familias que podemos quedar en la calle. Sé que el Gobierno tiene muchas peticiones, pero esto de los arriendos es urgente, ojalá hagan algo al respecto”.
Con tantas necesidades, el ambiente se fue tensionando, y a veces la gente sin tapabocas gritaba, esparciendo las gotas de saliva en el aire, aumentando así el riesgo de contagio entre niños, abuelos, enfermos y desempleados.
Aunque la convocatoria no fue más que una farsa de mal gusto, las autoridades reaccionaron. El secretario de Gobierno de Medellín, Esteban Restrepo, acudió al sitio y dio instrucciones: a todos los enviaron al centro de espectáculos La Macarena. Allí les dieron almuerzos a algunos, censaron a los ancianos y a varios adultos los anotaron en una lista, con la promesa de enviarles mercados en los próximos días. “Tenemos 100.000 mercados familiares disponibles”, precisó el funcionario.
Fiebre de compras
El recorrido siguió en el Parque Berrío y sus alrededores, donde imperaron las filas en bancos y sucursales de encomiendas. Vendedores de tintos y DVD contaron que desafiaron el aislamiento por necesidad. “Ya pasé cuatro días encerrado, comiendo agua con pan, y eso no justifica”, narró Alexánder, mientras ofrecía tapabocas a $2.000.
En la Plaza Minorista la muchedumbre colmó los pabellones. A pesar de que las autoridades han dicho hasta la saciedad que un individuo por familia puede salir a mercar cuando lo requiera, muchos compraban como si el Apocalipsis comenzara hoy, con la entrada en rigor de la cuarentena nacional.
La alta demanda disparó los precios de algunos productos. Los visitantes indicaron que una canastilla de huevos de $11.000, la están vendiendo en $18.000; y que un bulto de papas de $80.000, lo ofrecen a $130.000. “El gobierno disque iba a mandar una comisión para regular los precios, ¿pero ya para qué? ¡Ya atracaron a la gente!”, criticó el comerciante de frutas, Bernardo Gutiérrez.
En las afueras de la plaza, los bulteadores y transportadores informales se agolpaban buscando clientela. Los transeúntes más sensatos sentían el peligro latente por el gentío, y pedían al cielo que cayera una tempestad que encerrara a la población. Pero al mirar hacia arriba, no se sabía si eran nubes de lluvia las que oscurecían a Medellín, o la sombra de esa polución que también nos acecha.