En una casa de dos pisos ubicada a un costado de la iglesia de Buriticá, Eduardo Varela terminó convirtiéndose sin proponérselo en el guardián de la historia de ese municipio. Conservados en por lo menos cinco cajas, miles de fotografías e incontables negativos de hasta 70 años de antigüedad son testigos no solo de las transformaciones de ese pueblo del Occidente antioqueño, sino de gran parte de sus habitantes.
Primeras comuniones, arrieros acomodando en mulas robustas cargas de café, matrimonios, partidos de fútbol y las cambiantes calles del pueblo, hacen parte de las escenas de la vida cotidiana que regresan a la vida cuando Varela desempolva su archivo y que toman desprevenidos a decenas de habitantes de Buriticá, quienes ya en la vejez se sorprenden al descubrir imágenes en las que aún eran niños.
A sus 87 años, por lo menos 70 de ellos dedicados a la fotografía, Varela todavía recuerda cómo fue que empezó su pasión por ese arte oficio, al que ha dedicado sus horas libres en medio de una vida en la que se forjó como comerciante.
Varela señala que los recuerdos más remotos que tiene de la llegada de la fotografía a Buriticá se remontan a su infancia, cuando durante las fiestas de San Antonio el pueblo se llenaba de foráneos, entre ellos fotógrafos cargados con las antiguas cámaras de cajón que desplegaban en plena calle para sacarle y venderle fotos a los transeúntes.
En medio de esa novedad, los primeros en afiebrarse con la fotografía fueron sus hermanos, quienes lograron conseguirse una cámara con la que cacharreaban por el pueblo y cuyos rollos revelaban en un cuarto oscuro improvisado en la casa.
A falta de condiciones técnicas estrictas, sus hermanos esperaban a que se hiciera de noche y armados de trapos sellaban las ventanas y rendijas de las puertas para manipular el material en pequeños platos llenos de químicos y revelador.
A mediados de la década de 1950, ya el año exacto no lo recuerda, Varela señala que fue durante un viaje a Medellín que se compró su primera cámara, en un local ubicado en el Centro.
“La primera camarita la compré en Junín con Maracaibo, en donde estaba ubicado Solofoto, atendido por Humberto Di Marco. Él era un italiano, que cuando uno iba le daba instrucciones de cómo se tomaban las fotos. Recuerdo que comprábamos paquetes de cien hojas, eso era baratísimo”, apunta.
Engomado con ese primer aparato, Eduardo empezó a salir a las calles del pueblo a tomarle foto a todo lo que se le cruzara y en Buriticá se empezó a regar la bola de que él era el fotógrafo del pueblo. Así fue invitado a los primeros bautizos, grados, matrimonios y todo tipo de eventos que captó con su lente y cuyas imágenes todavía conserva.
Dentro de las escenas que Varela fotografió, y que hoy tiene colgadas en la sala de su casa, alcanza a verse por ejemplo la imagen de un arriero con alpargatas amarrando en una mula un costal repleto de café, una imagen hace décadas común en un pueblo lleno de cafetales, pero que hoy parece improbable tras la fiebre minera desatada hace más de 15 años.
También logra apreciarse una panorámica del pueblo tomada desde el Alto del Chocho, en donde logra observarse todavía el trazado de un pueblo apacible, que ahora ha duplicado su población y se ha llenado de gente en el valle de Higabra y más allá del cementerio, por muchos años el límite del casco urbano.
Dentro de los múltiples rostros que hay en las paredes, también hay otros que guardan historias que le dieron la vuelta a Antioquia, como el de la viejita Elvira, una mujer que muchos años antes de las construcción de la carretera de acceso a Buriticá se ganaba la vida cargando en silleta a niños, gente enferma o que no podía caminar desde el corregimiento de Manglar hasta el parque principal.
Como anécdota, Varela apunta que la foto de Elvira fue un acontecimiento en el pueblo porque salió publicada en EL COLOMBIANO cuando su edición impresa llegaba a todos los rincones del departamento. El 15 de febrero de 2006, también de su lente salió la foto que acompañó una crónica escrita en homenaje a doña Ana Felisa David García, quien con 109 años fue celebrada no sólo como una de las mujeres más longevas de Antioquia sino la matrona de Buriticá.
Otras imágenes son más íntimas, como por ejemplo una en la que se observa una tienda que manejó su mamá por muchos años y en la que él se empezó a forjar como comerciante con tan solo 10 años, ya sabiendo leer y escribir.
Dentro de los muchos negocios con los que se ganó la vida, Fernardina Londoño, su esposa, apunta que por ejemplo estuvo la compra de oro, cuando este todavía se sacaba en batea de las quebradas y del agua del río Cauca, mucho antes de que siquiera se hablara de canadienses o gringos excavando gigantescos túneles en las profundidades de las montañas.
“En aquella época el oro era barato. Yo se lo compraba en ese tiempo a 40.000 pesos castellano de oro (equivalente a 4,6 gramos de hoy). Ahora un gramo vale más de un millón de pesos”, apunta Varela, señalando que todos los que comercializaban los pedacitos de oro corrido (o de aluvión) que bajaban por las quebradas o que sacaban escarbando en los antiguos socavones de María Centeno, hoy repletos de murciélagos, no se hicieron ricos, ni siquiera cuando ese tipo de minería se acabó por cuenta de la represa de Hidroituango.
Otro dato clave que aporta su esposa Fernandina, quien lo conoce mejor que nadie luego de 66 años de matrimonio, es que a Eduardo siempre le ha hecho el quite es a fotografiar tragedias o escenas de crímenes, pese a que muchas veces lo buscaban agentes de la Sijín venidos desde Medellín urgidos por conseguirse un fotógrafo en Buriticá.
“Yo fotos de cosas macabras y feas no tomo”, completa Eduardo con firmeza.
Ante la pregunta de si alguna vez ha contado sus fotos, Varela señala que son tantas que es imposible, pero que el dato aproximado lo ha calculado con base en los rollos que acostumbra comprar.
“Yo tomaba semanalmente cerca de 4 rollos, que son unas 144 fotos. Esas pueden ser unas 500 fotos al mes”, señala, calculando que, sin exagerar, sosteniendo ese ritmo durante 70 años los negativos se pueden contar en cientos de miles.
Precisamente en ese vasto archivo, Varela confiesa que dedica sus días. Armado solamente con su celular, un vidrio esmerilado con una luz de fondo y una aplicación que le permite procesar los negativos, Eduardo montó un sistema con el que digitaliza los cientos de miles de imágenes que tiene guardadas.
Cuando reconoce a un vecino, un familiar o un amigo en una imagen haciendo la primera comunión, graduándose o en una fiesta –durante todos estos procuró apuntar los nombres completos en las fotos–, Eduardo los invita a su casa para sorprenderlos con la imagen o se las manda por WhatsApp.
Aunque el tiempo sigue andando, y muchos de los niños sonrientes en blanco y negro ya están viejos, las cinco cajas de Varela son una máquina en la que el tiempo sigue suspendido.