La programación habitual de Radio Guatapurí se interrumpió de manera abrupta en la mañana del 10 de marzo de 2003. Un guerrillero se apoderó del micrófono y lo que dijo al aire atemorizó a los residentes del departamento de Cesar: “recojan el cadáver de Javier Araújo en Becerril. Y a su hermano Edier le decimos que no se va a salvar, así se esconda bajo la tierra. Esa familia es objetivo militar de las Farc”.
La muerte y la amenaza era un nuevo capítulo en la historia de terror que la insurgencia estaba infundiendo en los Araújo Ramírez, un clan dedicado a la ganadería y venta de quesos en el norte de la región.
Delsy Valera Manjarrés, sobreviviente de aquellos días aciagos, recuerda que a principios del siglo XXI la prosperidad le sonreía a la familia. Sus integrantes poseían fincas ganaderas en la zona rural de Becerril, que sumaban más de 3.000 hectáreas, y un prometedor negocio de derivados lácteos para distribuir al por mayor.
Ella estudió Diseño Textil en Bogotá y se casó con Edier José Araújo Ramírez, con quien tuvo dos hijos, Valeria y Moisés.
La pesadilla inició cuando el Ejército instaló una base temporal en uno de sus predios, llamado Estados Unidos, en el marco del Plan Colombia, una ofensiva de las Fuerzas Armadas para expulsar a la subversión de sus áreas de control.
Las Farc, que delinquían en esa zona, vieron con malos ojos la presencia de los uniformados y comenzaron a intimidar a los Araújo, tildándolos de informantes y hasta de paramilitares. La situación empeoró cuando José Javier Araújo Ramírez decidió lanzar su campaña política por el Concejo.
El 28 de febrero de 2002, cuando Delsy estaba de cumpleaños, la celebración fue opacada por una nefasta noticia: secuestraron a José Javier.
Un trabajador de la finca, al parecer amangualado con los delincuentes, lo convenció de ir a buscar un toro perdido en el monte, y en la maleza lo esperaban los secuestradores. La guerrilla le mandó a decir a Edier José que si quería volver a ver a su hermano, que se intercambiara por él.
“Tú no vas para allá, porque te van a matar”, le advirtió su esposa Delsy.
La zozobra duró hasta el día en que los asesinos se tomaron la emisora y revelaron que José Javier estaba muerto. Sus seres queridos tuvieron que hacer la penosa tarea de ir a recoger el cuerpo, abandonado en una carretera cercana a la finca Estados Unidos.
Durante los nueve días del velorio, los insurgentes saquearon las haciendas, robaron más de mil reses y caballos, destruyeron la fábrica de quesos y dañaron las casas. Arrasaron con el patrimonio familiar, la ruina fue total.
Sus miembros tuvieron que desplazarse, albergándose en diferentes municipios de Cesar, en viviendas de amigos y parientes. Delsy, su marido e hijos rodaron por Valledupar y La Paz. En esta última localidad, la mujer consiguió un empleo como profesora en el colegio La Candelaria, mas hasta allá los persiguió el conflicto armado.
El sector era dominado por huestes paramilitares, que al enterarse de que Edier José era víctima de la guerrilla, quisieron reclutarlo. Él los rechazó y así cargó con el lastre de su enemistad.
Un día estaba en una gallera, actividad que solía practicar desde joven, y entre el bullicio de los apostadores y el cacareo de las aves, un amigo le contó que por ahí corría el rumor de que los “paracos” lo iban a matar.
Ante la alerta, Delsy y una hermana juntaron dinero y le compraron un pasaje en el primer vuelo a Panamá.
- “Me van a mandar como un paquete”, lamentó Edier.
- “Pero al menos tienes la vida”, replicó la cónyuge.
Delsy se quedó con los dos infantes, mientras el marido se instalaba en el otro país y buscaba los medios para trasladar rápido a la familia.
Las intimidaciones no pararon. Los paramilitares entraban con frecuencia al colegio, como si estuvieran de recreo, y una tarde amenazaron al rector y a varios maestros. “Demás que después sigo yo”, presintió Delsy, y renunció en 2003 para dedicarse a la venta de manualidades y artesanías.
Del otro lado, la guerrilla no cesaba las presiones. Llamaban por teléfono y amedrentaban con robarse a los niños si Edier no aparecía. Incluso había seguimientos en la calle. La mujer estaba a punto de enloquecer.
Al tiempo que Delsy y sus hijos trataban de esquivar la violencia, Edier, el otrora próspero ganadero, contaba los centavos para sobrevivir. Se hospedó en un hotel de Ciudad de Panamá, sin conocer a nadie, y cuando se acabó el dinero pidió que lo dejaran trabajar en la cocina lavando platos.
Un judío se enteró que sabía de gallos y le ofreció empleo, cuidando sus aves de corral en un sector conocido como Alcalde Díaz. Con la plata adquirida le alcanzaba para alquilar un cuarto.
A los seis meses presentó la documentación ante la Acnur y la Oficina Nacional para la Atención de los Refugiados (Onpar). Delsy le envió las pruebas de que era un desterrado por el conflicto interno, incluyendo la grabación con las funestas proclamas de las Farc en Radio Guatapurí. En apenas un mes consiguió su estatus de refugiado.
A finales de 2003 llegó su esposa, quien consiguió trabajo cosiendo ropa en un taller de modistería. Edier, después de cuidar los gallos del judío, fue guardia de seguridad, chofer y vendedor de arepas, ningún oficio le quedó pequeño, con tal de asegurar el sustento de sus seres amados.
Valeria y Moisés, que tenían 4 y 2 años de edad, respectivamente, arribaron en 2004.
“Nos caímos y nos levantamos varias veces”, relata Delsy, enumerando los negocios que han tratado de emprender en la última década. Tuvieron un parqueadero donde lavaban carros, pero el dueño vendió el lote para construir un edificio; también una pequeña compañía de reciclaje de chatarra, que se quebró con la crisis económica de Estados Unidos en 2008; y un local de legumbres y frutas llamado “Súper 100”, que las autoridades locales les hicieron cerrar porque no eran panameños.
Delsy, quien hoy tiene 49 años, afirma que, en general, a la sociedad panameña le hace falta más sensibilidad con los refugiados. “A mi esposo a cada rato lo para la Policía en la calle y le dicen que el carné es falso”, acota.
Desde su perspectiva, las condiciones que tienen los inmigrantes en 2017 son mucho más complejas que las que le tocaron a ella. “Una colombiana, Lucila Galán, logró que el Gobierno aprobara la Ley 74, por la que nos daban la cédula de ciudadanía a los refugiados que lleváramos más de tres años aquí. Ya es diferente, por la masiva llegada de venezolanos desde 2011, el sistema migratorio de Panamá colapsó”.
Y expone el caso de una amiga venezolana a quien le dieron cita en la Onpar para mayo de 2019. Los oriundos de aquella nación atestan las oficinas de migración con sus solicitudes y Delsy los ve dormir en las aceras, a la intemperie, y agradece que aquel no haya sido su destino.
Le duele que en Colombia los trámites para lograr el asilo tarden hasta dos años, porque sabe lo que se siente esperar auxilio, mientras la esperanza se desvanece de a poco, como un charco en el desierto. “Eso es gravísimo, las personas están desesperadas y necesitan ayuda”.
Edier tiene 47 años y hoy vende muebles de puerta en puerta; Moisés ajustó 19 y Valeria 21. No son millonarios, pero están tranquilos, lejos de los recuerdos ponzoñosos.
Delsy, tras obtener la residencia permanente, volvió a Cesar en diciembre de 2016. Estuvo en su tierra natal, el corregimiento Los Venados de Valledupar, y lo encontró descuidado, “más pueblo de lo que yo lo dejé”. En cambio, se perdió deambulando por los recodos del casco urbano de Valledupar, ahora convertido en una ciudad más tecnificada.
La pareja ha discutido si vuelve o no a Colombia, para envejecer y ver el último atardecer de la vida. A veces dicen que “no” y otras que “solo Dios sabe”. Las Farc y los paramilitares se desmovilizaron, pero nadie ha querido volver a asomarse por las fincas de Becerril. Los predios están invadidos y hasta una escuela construyeron allí.
El futuro parece estar en suelo vecino. La joven Valeria ya dice públicamente que “es colombiana, pero panameña de full corazón”.
No es ajena a la crisis de los refugiados y como contribución a ese proceso de sensibilización que reclama su madre, participó en una campaña de Acnur. Compuso la letra de una canción, titulada “Vuelve a soñar”, en cuya interpretación se unieron varios artistas de ese país. El video fue lanzado hace poco en las redes sociales y busca llevar un mensaje de aliento a quienes las circunstancias los obligaron a huir de la patria que los vio nacer.
Para Delsy, encender la radio evocaba inevitablemente la tragedia del cuñado, las amenazas y el desplazamiento forzado; ahora sonríe porque a quien escucha es a su hija dando entrevistas. Las voces de muerte le han dado paso a las voces de vida. “El peligro ha pasado, debes continuar”, reza la canción de su amada Valeria.
Gladys Ávila no escogió irse al extremo norte de Suecia, al Círculo Polar Ártico, donde la nieve adormece las mejillas, confisca por largos periodos en pequeños apartamentos y limita el ocio a lo poco que sucede del otro lado de la ventana. Un clima agobiante, incluso para ella, acostumbrada a las heladas de su natal Bogotá.
A 10.000 kilómetros de la patria, el recuerdo amargo de la Colombia de los desaparecidos, de los más de 60.000 que enterraron, lanzaron a los peces o calcinaron, le revolvió más el pecho y las lágrimas.
Era 2006 y lloraba por la impunidad en el caso de su hermano, al que encontró con un tiro en la sien, la mandíbula hecha trizas y las muñecas y rodillas heridas. Lloraba por no haber podido despedirse de los viejos, que se quedaron en Anapoima sin entender muy bien por qué la mayor de sus siete hijos se convertía en refugiada. Pero lloraba sobre todo por el silencio al que la obligaron.
Gladys fue por 20 años una voz en Asfaddes, Asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos. Sus denuncias y reclamos sobre líderes, campesinos y excombatientes que nunca regresaron incomodaron a varios sectores. En los periódicos aparecían obituarios que pedían por su eterno descanso, la llamaban con insultos y advertencias, interceptaron sus comunicaciones, allanaron su vivienda cada vez que se mudó y desaparecieron a varios de sus compañeros.
No se calló y postergó una y otra vez el exilio, hasta que su familia estuvo en el blanco de las amenazas y no tuvo más opción que irse lejos, a donde su voz ya no podía oírse.
Las hieles del refugio las sintió por casi una década: caminar por territorio desconocido, soportar una temperatura extraña, extrañar, no entender qué dice el hombre de las noticias ni el de la tienda ni el médico, vivir de la ayuda de un gobierno ajeno y someterse a sus reglas, y estar lejos de su único anhelo, defender a quienes el derecho a la vida les fue violentado.
Pero el cuerpo termina acostumbrándose incluso a lo más extremo, y hoy, tras 11 años en Suecia, el frío duele menos y Gladys retoma la faena de luchar por los desaparecidos, esta vez representando a los que, como ella, no tienen los pies y las manos en Colombia para hurgar la tierra, las aguas y las montañas en busca de sus seres queridos.
Como está convencida de que en cuestiones de desaparición y exilio “la historia la debemos contar nosotros mismos, porque cuando es contada por otros, se le agrega o se le quita”, aquí la dejamos con el tono dulce y fuerte de su voz restablecida:
Los golpes, el poste, los gritos, la camioneta
“A mi hermano, Eduardo Ávila Fonseca, lo llamaban El Tigre. En realidad él mismo se puso así. Decía que le gustaba la sagacidad y la tenacidad de ese animal, y hasta se tatuó la “T” en el brazo izquierdo. Desde que era un joven y vivíamos en el barrio La Victoria de Bogotá, tenía un grupo que se apodaba Los Tigrillos. Hacían campañas de aseo, barrían las calles, jugaban al fútbol.
Luego, El Tigre también militó en el Movimiento 19 de Abril, en el M19. Yo lo acompañé, lo confieso. Él se fue al monte y hacía parte del espacio cercano de Carlos Pizarro. Estuvo en su esquema de escoltas hasta el día en que el grupo se desmovilizó en 1990. Yo en cambio me quedé en la ciudad. Mi cooperación era mucho más simple.
Después del asesinato de Pizarro nos alejamos del movimiento. Él quiso buscar un empleo y hacer vida. Lamentablemente a quienes salieron de esas filas les fueron negados sus derechos. Tenían una marca histórica , y fueron perseguidos, desaparecidos o judicializados.
Iniciamos entonces un proyecto familiar de un taller de chaquetas para invierno. Él las diseñaba, yo las fabricaba. Prosperábamos con mucha suerte en ese negocio, hasta el 20 de abril de 1993. Ese día, como a las 4 de la tarde, le dije que iba a comprar telas al barrio Policarpa para un pedido. Me dijo: “Loquita, espéreme, porque anoche, en la conmemoración del M, quedé de verme en Chapinero con un compañero”.
Lo esperé y nos subimos juntos al bus camino al Centro. Me prometió que a las 8 regresaba a casa y se paró hasta la puerta a darme un beso en la mejilla, que terminó en un mordisco, como siempre jugábamos. Ahí, en la tercera con décima, lo vi por última vez. Tenía 26 años.
Fueron las 8 y Eduardo no llegó. No dimensioné qué estaba pasando, no le di importancia a ciertos detalles de los últimos días: una camioneta en la esquina cuyo conductor miraba hacia nuestra casa, un vecino que luego nos contó que alguien tomaba fotografías. A las 8:30 sonó el teléfono. “¿Ustedes son familiares de un chico alto, cabello ondulado, que gritó el nombre Eduardo y este número?”, dijo un desconocido.
Vendedores ambulantes nos contaron más tarde que mi hermano esperaba en la 63 con 13, en una esquina de la iglesia de Lourdes, cuando fue abordado por cuatro hombres que lo arrastraron frente a los ojos tímidos de toda la plaza. El forcejeo duró varios minutos. Eduardo se aferró con todas las fuerzas a un poste de energía, mientras lo golpeaban en la cabeza con el mango de un arma.
“Soy Eduardo Ávila, el teléfono de mi casa es (#######), por favor avisen que me van a desaparecer”, alcanzó a gritar justo antes de que lo subieran a una camioneta oscura de cuatro puertas.
Mi hermano estaba en total estado de indefensión. No tenía ni un alfiler en los bolsillos.
Yo salí corriendo a buscarlo, a preguntar con los vendedores que seguían cerca de Lourdes qué había pasado. Esa noche me respondieron lo poco que sé: los golpes, el poste, los gritos, la camioneta.
Al día siguiente era como si esos mismos hubieran visto un espanto. Ya no querían decir nada. Solo un vendedor de dulces me advirtió que no volviera, que nadie me iba a responder.
Lo siguiente fue ir la Fiscalía. Por ese tiempo ni siquiera estaba tipificada la desaparición forzada como delito. Me dijeron que no me preocupara, que Eduardo debía estar con la amante en Cartagena, que esperara 72 horas para denunciar.
Estaba confundida, no sabía cuál era el camino, pero me acordé de Asfaddes. En esa oficina encontré un panorama que me marcó la vida. Ahí acostumbraban a tener en la pared las fotos de todos los desaparecidos. Cuando llego y les digo que mi hermano no regresaba, cuando veo esos cuadros, empecé a hacer un recorrido uno a uno, y encontré a una gran cantidad de compañeros del M.
Tuve el mismo temblor de una vez en la que alguien llamó a decirnos que El Tigre había muerto en un combate en el monte. Cada vez que él podía, al menos una vez en el semestre, enviaba una notica, pero por esa época llevaba meses sin hacerlo. Durante dos semanas creí que lo habían matado, hasta que desde las filas del movimiento en Bogotá me ayudaron a hacer una radiollamada que me confirmó que vivía. Le dije que nunca más me volviera a hacer eso. Sentir la angustia de no saber dónde reclamarlo fue espantosa.
De hecho, el día en que volvió a casa, con el cabello largo y barbado, después de años en las montañas, quizá mientras muchas familias abrazaban a sus hijos y hermanos, yo le di puños y le dije: no me vuelva a hacer esto, no se me vuelva a perder. Desde ese día, si salía a comprar un pan, me avisaba: ya vengo. Saberlo era una necesidad.
Retomo. En Asfaddes entendí que mi hermano estaba desaparecido, y una cosa es saberlo y otra sentirlo. Tenía claro que era la más cercana a Eduardo y que tenía que tomar decisiones. No podía sentarme a llorar, debía encontrarlo. Llené el formulario de preguntas para iniciar la búsqueda y reuní a todos mis hermanos en la casa. Sacamos la foto más reciente, la duplicamos y salimos de a dos: unos a las calles, otros al parque de Lourdes y otros a la morgue, en turnos de la mañana, el medio día y la noche.
Los de Asfaddes publicaron un aviso en los medios con la fotografía diciendo públicamente que un desmovilizado del M19 estaba desaparecido y que su familia lo buscaba. En Colombia, que es un país de polos extremos, hasta la misma familia quiso no volver a vernos. Pensaban que si se acercaban a nosotros los iban a matar. Así fue como nos vimos solos.
Una persona nos dio información de que lo llevaron al batallón de Usaquén, en la Séptima. Le pedí a mis hermanos que nos paráramos en frente, que de allá lo tenían que sacar vivo o muerto, que algo teníamos que ver o escuchar,
pero estaban muy asustados y no me dejaron ir.
Al cuarto día de búsqueda, Alberto, uno de mis hermanos, llamó como a las 9 de la mañana desde Medicina Legal. Dijo que al parecer habían llevado a Eduardo. Yo no me atreví a entrar. El mayor, Jacinto, fue quien lo reconoció por el tatuaje, que se lo vio por primera vez unos días antes en un paseo a los chorros de Anapoima. El cadáver había aparecidos en el kilómetro 15 de la vía al Guavio, a más de 100 kilómetros, a varias horas de camino.
Nos lo entregaron afuera de la sala de velación. Tomé fuerzas y destapé la bolsa negra con cremallera en la que se encontraba. Toqué su cara fría y percibí que la mandíbula colgaba. Abrí su boca y sentí que no tenía lengua. Vi también la tortura en sus muñecas, las peladuras en las rodillas y el tiro de gracia que le dieron en la frente. Ahí entendí lo que había pasado.
Fue poca gente al entierro. Hasta los tíos dijeron que si asistían los mataban. La novia de Eduardo y la niña de un añito que tenían juntos también se fueron por temor. En medio de la soledad del Cementerio Central, mis hermanos me reclamaron que yo era la mayor, que yo permití que eso pasara, que yo lo alcahuetié. Desde aquel día mi papá quedó fuera de sí, callado, consolado en la bebida.
“Va a terminar como su hermano, con la boca llena de moscos”
Sentí la necesidad de seguir buscando sobre la desaparición y asesinato de mi hermano: ¿por qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿qué cosas pudieron salvarle la vida? Era diseñadora de modas, no abogada, pero empecé a leerme todos los textos, a preguntar a los que sabían, a enviar derechos de petición, tutelas, documentos a Fiscalía. Rebusqué sin frutos por 10 años hasta que cerraron el caso por falta de pruebas.
Con la impunidad en carne propia, la búsqueda de desaparecidos se volvió una necesidad permanente. Le di vuelco a la vida y mi único camino fue Asfaddes. Comía Asfaddes, dormía Asfaddes. Me uní a ellos en una urgencia por que otros no vivieran lo mismo que yo.
La organización acaparó gran parte de mi mundo. Si mis dos hijos me reclaman, tienen razón, los abandoné. Primero, tuve que recolectar los casos de desaparición de Cundinamarca, hablar con parlamentarios, y lamentablemente con victimarios, para mover un proyecto que tipificara el delito.
Más tarde fui coordinadora nacional y me formé definitivamente en el tema con presentaciones ante Naciones Unidas, con luchas ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para que reconociera nuestros casos, pero mientras me formaba afuera, en el país las formas de desaparición se volvían más sofisticadas: hornos crematorios, babillas en lagos.
Fui entendiendo que en Colombia desaparecer era una táctica cotidiana. A principios de los 2000, hablábamos de 7.500 casos, y hasta un militar de Barrancabermeja me dijo que rectificara, que no era cierto, que en Colombia eso no pasaba. Con las cifras de hoy, compruebo que ni él ni yo estábamos cerca de la realidad, que son más de 60.000 los que el conflicto escondió.
Como al hijo de don Campitos Guevara. Cuando yo le abría la puerta de la oficina, en Teusaquillo, nunca me saludaba. Me llegó a parecer hasta grosero, cuando en realidad lo que hacía era pasaba derecho al salón de las fotos, le hablaba a su hijo, se le escurrían dos lágrimas, se retiraba y entonces volvía cordial hacia nosotros. Él necesitaba hacer eso, era la forma más fácil de pensar que lo había encontrado. Años después fui a su casa a verlo. Ya don Campitos estaba enajenado de su memoria. “¡Al fin llegó!, ¿vino a traerme razón de mi hijo?, me dijo tan esperanzado. Me quedé callada, no supe qué responderle.
Aún cuando don Campitos murió, tengo una obligación histórica con que algún día se encuentren los restos de su hijo, Gustavo Campos Guevara, estudiante de ingeniería de sistemas en la Universidad Nacional, desaparecido el 23 de agosto de 1982.
Con doña Josefita Gómez, madre de Hildebrando Joya Gómez, siento lo mismo. Al joven, de ingeniería mecánica en La Nacional, lo sacaron hombres desconocidos a las 6:30 de la mañana de su propia casa, poco después, el 13 de septiembre del mismo año. Ella duró muchos años guardando la comida en el horno para su hijo, temiendo que un día llegara y la cena no estuviera lista. No he conocido a otra persona a quien se le acaben las lágrimas. De tanto llorar, los médicos tuvieron que ponerle un tratamiento para humedecer sus ojos.
Yendo hacia Soacha, en la Autopista Sur de Bogotá, nos llamaron otro día para avisar que se habían llevado a un señor. El hecho había sucedido frente a las hijas pequeñas, así que salí de inmediato a recogerlas y a buscarles un lugar. Me abrieron dos pequeñas, de 8 y 9 años, con vestidos largos, pañoletas, labios y ojos pintados exageradamente y tacones prestados. Me imaginé que estaban jugando, pero cerraron con afán y me dijeron: “doña Gladys, ya nos puede sacar, porque no nos van a reconocer, van a pensar que somos unas señoras”. Yo solo pude abrazarlas.
Después se vino una época crítica. Mientras lográbamos sacar casos a nivel internacional, mientras más marchábamos con las fotos de nuestros desaparecidos, más presión había.
Llamaban a mi casa y me decían: “Vieja hijueputa. Si sigue buscando, va a terminar como su hermano, con la boca llena de moscos”. Entraban a la vivienda y la allanaban, y si me mudaba, volvían a hacerlo.
Un día, justo antes de presentar el informe ‘Nunca más’ sobre desaparecidos, dejaron un mensaje en el contestador en el que decían que a las 5 de la tarde me iban a matar.
Le pedí a las Brigadas Internacionales de Paz que sacaran a mis hijos y tomé la decisión de presentar el informe. No hubo un atentado, pero mi familia se resquebrajó por completo.
Las amenazas se volvieron persistentes. Sacaban obituarios en los periódicos pidiendo por mi descanso eterno. Cuando salíamos a marchar, nos gritaban: ¡viejas locas, viejas putas, viejas desocupadas! Pusieron una bomba en la seccional de Medellín y nos dimos cuenta de que interceptaban nuestras llamadas e intentaron ingresar una noche a nuestra oficina, supuestamente la Fiscalía, sin una orden judicial y ofreciendo 2 millones de pesos al administrador para que les diera entrada.
Los paramilitares llamaban. Una vez le contesté a ‘Doblecero’, el que mandaba el bloque Metro, y frente a sus amenazas le dije: “pues venga aquí, estoy en la oficina, no crea que puede darme órdenes”.
Conocimos documentos en los que se planteaba la destrucción de Asfaddes, así que decidimos hacer una especie de diario del horror. Llenamos cientos de folios con las amenazas y los presentamos a la Fiscalía, sin obtener nunca resultados. Entonces nos cobraron el logro de haber tipificado el delito de desaparición, borrando del mapa a dos compañeros: Ángel José Quintero y Claudia Monsalve.
Lograron lo que querían: generar el pánico más grande. La gente se empezó a alejar e incluso dos compañeras, Gloria y Janeth, tuvieron que huir a Canadá y a Alemania. Al final solo quedamos dos personas. Sabía que pisaba terreno peligroso, pero lo asumí hasta donde fue posible, hasta donde las fuerzas me alcanzaron.
Era 2006 y creció la estigmatización hacia Asfaddes, incluso desde el propio Gobierno, que desmentía o desestimaba nuestras denuncias. Me mudé siete veces, tenía medidas cautelares, provisionales, esquema de seguridad, y parecía que no había nada que me protegiera.
Abalearon mi casa, y mi hijo, en condición de discapacidad, no pudo regresar a la universidad porque no podía correr a esconderse en silla de ruedas cuando empezaban a seguirlo. Me prometí cientos de veces que nunca abandonaría mi país, que si me mataban, me mataban en Colombia. Cuando despedía a mis compañeros en el aeropuerto, sentía alivio de que no era yo la que partía. Pero cuando tocan a tus hijos, las cosas cambian de color. Ya no tenía opción, era hora de salir.
Entregué mi cargo y presentaron el caso a varias embajadas, hasta que la de Suecia respondió: me podría ir como refugiada con mi esposo, mi hijo, mi hija y mi nieta.
Empacamos un par de maletas y no pude decirle adiós a nadie, ni siquiera a mis viejos, que se quedaron sin comprender por qué me iba ni para dónde. De todas formas, prometimos que no sería por mucho tiempo.
La anulación más terrible es el exilio, es el peor castigo que nos aplican por luchar, por defender, por exigir nuestros derechos. A mí me enviaron al norte norte, al Círculo Polar, a un pueblito que se llama Sorsele, donde la nieve llegaba hasta el techo, la mitad del año estábamos a oscuras y mis vecinos eran los renos y los alces.
Uno sueña con los paisajes de película, con los pinos blancos por la nieve, los renos y los lagos, pero nadie sabe qué es caminar dos cuadras con 40 grados bajo cero, sentir que los huesos se parten, que ni siquiera puedes mirar al de al lado porque la piel se endurece, que tu hijo no puede salir en silla de ruedas porque no logra encaramarse a las montañas de hielo.
¿Qué iba a ser de mí, cuando mi vida era darle la manos a la gente, visitarlos en sus casas, defenderlos, consolarlos?, ¿a quién iba a darle mis palabras de aliento y para qué iba a seguir pensando cómo transformar las normas, cómo hacer proyectos colectivos, si estaba en un lugar donde ni siquiera podía hablar, donde yo no era nadie?
¿Cómo iba a comprar un teléfono?, ¿cómo iba a volver a hablar con mi gente en Colombia?, ¿cómo iba a trabajar?, ¿cómo iba a pedir algo en el supermercado?, ¿cómo iba a saber cuál era la leche en polvo para mi nieta?, ¿cómo iba a saber si la carne era de caballo o de vaca?
La primera semana me hice todas esas preguntas y me senté a llorar. Después, caminamos por todas las casas buscando si en alguno de los buzones había enmarcado el nombre de una familia hispana, hasta que encontramos a alguien, un colombiano recién llegado, José, que al menos nos enseñó comprar arroz, un arroz terrible, un arroz de carácter perfumado, tailandés; papas, fríjoles en lata, carne y un pan de canela y cardamomo que ni si quiera me gusta recordar, porque el solo olor me da náuseas.
Igual tengo que agradecer. El gobierno nos entregó una casa con colchonetas, cobijas y dinero. Hay un sistema para los refugiados que se llama Integración, para tratar de hacernos parte de la patria y la sociedad. En Suecia existe una sociedad igualitaria, si estás desprotegido o eres refugiado, como nosotros, el Estado subsidia tus necesidades básicas: arriendo, servicios, clases de sueco, una cuota mínima de sostenimiento por individuo, una silla de ruedas para mi hijo y un préstamo para muebles, que preferimos destinar a un computador y a implementos para la bebé.
Alcancé a soportar cuatro meses, hasta que caí en una crisis depresiva. No podía levantarme ni bañarme, hablaba apenas lo necesario y nuestra única entretención era sentarnos los cinco después del almuerzo a ver una y otra vez una película llamada ‘El guardaespaldas’. No sé en qué momento empezamos a repetirla sin darnos cuenta, y hasta memorizamos los diálogos y las escenas. Éramos como autómatas.
Estuve hospitalizada, bajé 20 kilos y comencé a experimentar hemorragias. Si no es por mis hijos, creo que pude haber muerto de tristeza. ¿Cuántas veces lloré buscado a mi hermano, tratando de hacer justicia a su nombre?, y sin embargo puedo decir que lloré más cuando llegué al exilio.
Quería regresar a Colombia, pero la comuna, que apenas se estaba educando en cómo recibir a refugiados, me ofreció un trabajo como cuidadora de discapacitados. Tenía años de experiencia con mi hijo y sabía en detalle todos esos manejos. Mi esposo se fue a Estocolmo, y le dije que si no regresaba con una opción de apartamento en dos meses, me iba a a mi país. La meta era buscar un sitio más cálido y con más gente, pero en Suecia la aprobación de un arriendo puede tardar hasta cinco años.
Finalmente encontró a un colombiano es Vesterós, en el centro del país, que trabajaba con una muchacha al parecer muy consciente de la situación de los refugiados. Uno siempre encuentra a gente buena en el mundo, porque mientras mi esposo estaba de regreso al norte, lo llamaron para decirle que había un apartamento en esa ciudad, que podía ir a verlo y, si le gustaba, era suyo.
Empacamos lo que pudimos en un pequeño remolque amarrado a un carro que nos dieron para transportar a mi hijo. Pusimos la silla de ruedas y las cobijas, y el resto se lo dimos a una familia de afganos recién llegados. Salimos de Sorsele como si estuviéramos huyendo por segunda ocasión.
En Vesterós por lo menos veíamos personas en la calle. Mi esposo aprendió a construir unos balcones de madera muy típicos de Suecia y limpiaba nieve con pala en calles y escuelas. Yo seguí como cuidadora, pero las hemorragias se tornaron terribles. Estuve de hospitalización en hospitalización. Creí que estaba somatizando la tristeza, así que le escribí a Shon Kirvin, que me había protegido en Bogotá, como parte de las Brigadas Internacionales de Paz. Le pregunté si podía ayudarle en Nepal, donde se encontraba de misión, y quedó de avisarme en unas semanas.
Por esos días, ya era 2009, me practicaron exámenes, y en una junta médica me informaron que tenía cáncer avanzado, que debían extirparme los ovarios. Llegué a la casa, insegura todavía de si le contaba a mi familia o no, y vi que Shon me había respondido: “Gladys, aquí están los tiquetes, la espero en tres días acá (Katmandú), porque estamos en el tránsito de la dictadura a la democracia y tenemos a varias mujeres buscando a sus esposos desaparecidos. Creo que nos puede ayudar”.
Yo me senté a pensar: ¿vivir o sentirme viva? La verdad no tardé mucho en decidir por lo segundo. Hablé con mi familia, que se lo tomó mal, a excepción de mi hijo, y viajé a Nepal.
Llevé suficiente medicina para el dolor y para controlar la hemorragia, y prometí que volvería en unos meses para entrar al quirófano. No tenía claro si iba a regresar.
En ese país había que caminar hasta dos días para llegar a los lugares, no se podía beber agua y solo comíamos lentejas con guisantes muy picantes. Llevaba a cuestas un maletincito con lo indispensable para sostenerme. Entre los alimentos, nada adecuados para mi condición, y los recorridos, me fue desgastando. Pero el sacrificio lo valía todo, me estaba sintiendo viva de nuevo.
Con un traductor le enseñaba a las mujeres que, como seres humanos, sus familiares desaparecidos tenían derecho a ser buscados. Ninguna tenía documentos de identidad, no existían para el Estado porque sus hombres habían desaparecido y, por lo tanto, no había quien las autorizara para tomar decisiones, así que debíamos mostrarles sus derechos y moverlas a exigirlos.
Al comienzo, le decía al traductor que les dijera que alzaran las fotos de sus familiares y gritaran su nombre, y él me decía: ¡No, las mujeres aquí no pueden decir el nombre de sus hombres! Yo le respondía: usted aquí es mi traductor, ¡les dice!
Terminar con estas mujeres pronunciando el nombre de sus esposos sin miedo, levantando la foto, fue maravilloso. Logramos empoderarlas.
Así pasé un par de meses, pero mi organismo ya no daba más. Le conté a Shon que fui irresponsable y las razones de mi decisión. Él me abrazó y me llevó a un hotel en frontera para descansar tres días. Recibí nuevas medicinas y desde entonces me dieron un carro para desplazarme a los lugares. Solo aguanté un mes más.
Regresé a Suecia y al día siguiente fui al hospital. La recuperación de la cirugía y la quimioterapia tardaron un año. Poco a poco fui recuperando mi peso y el ánimo, y cuando estuve lista pedí dinero prestado para ir a Colombia. Aunque no podía regresar al país por mi estatus de refugiada, necesitaba abrazar otra vez a mis padres, y asumí el riesgo.
Me bajé del avión en Bogotá, y el miedo me cortaba la respiración. Me fui a Anapoima, solo para estar con mis viejos, y evité que me vieran en los círculos de derechos humanos. Solo pasé a saludar a don Campitos, a doña Josefita y a una amiga que cuando salí había quedado detenida. Nunca dudé que hice lo correcto. Aunque mi padre estaba enajenado, tenía derecho a sentir que lo amaba.
De regreso al norte, tres meses después, las cosas fueron distintas. Recuperé el sentido de todo durante la misión en Nepal y empecé a construir una organización con colombianos familiares de desaparecidos en Suecia, para que cuando llegaran no se estrellaran como nosotros.
La llamamos OIM (Organización Multicultural de Integración y Derechos Humanos), y ahora somos más de 30 familias presentes.
Durante la mesa de negociación en La Habana, documentamos, transcribimos y llevamos a Cuba nuestros testimonios del exilio. Era necesario que nos escucharan para pensar la paz de nuestro país. Ahora hacemos parte del Foro Internacional de Víctimas, que tiene a colombianos en 20 países, y estamos buscando ejercer veeduría al acuerdo con las Farc desde afuera y que se nos tenga en cuenta para la búsqueda de nuestros seres queridos, porque aunque no estemos de cuerpo presente en Colombia, estamos en iguales condiciones de encontrarlos, de saber la verdad y de hallar justicia, como cualquier víctima en el país.
Tengo una utopía. Sueño con regresar a Bogotá, a mi casa, a reunificar mi familia, a que mis hermanos entiendan por qué uno o dos de nosotros formamos una opción de vida distinta, a acompañar a mi padre, que está en estado terminal, y a insistir en la justicia para Eduardo.
No se me olvida una ocasión en que sonaba esa canción de Miriam Hernández, esa que le canta a un muerto, y hablábamos de un compañero al que habían desaparecido por esos días. Le dije que yo nunca quería escuchar ese tema pensando en él, pero que si a él le pasaba algo, yo iba a hacer lo que fuera para encontrarlo. Entonces él me respondió: tranquila Loquita, que yo voy a hacer que usted me busque en todo el mundo, y luego me voy a parar y le voy a gritar: aquí estoy. Y sí, Eduardo me ha hecho recorrer el mundo, y en medio de la nieve he estado parada esperando a que me diga: aquí estoy, Loquita”.
Por Mariana Escobar Roldán
Cuando la gente habla de conseguir la paz pide gigantescos actos de heroísmo, maneras de saldar heridas de guerra que ni con todos los millones van a cerrarse. Pero a la protagonista de esta historia le bastaría con presentarse otra vez con su nombre de pila y saludar a esos amigos de infancia que la vieron esfumarse de las redes sociales y no pudieron volver a encontrarla en el teléfono de siempre.
Se preguntarán qué se hizo la muchacha alegre, la antioqueña que bailaba como si hubiera nacido entre currulaos y arrullos. Ella, que aquí tampoco puede revelar su identidad porque en un pueblo del Bajo Cauca la amenazaron de muerte, tuvo que huir a Ecuador.
Hace tres años cruzó el Puente Internacional de Rumichaca con otros 10 miembros de su familia. Llegaron a la ciudad fronteriza de Tulcán, “con un frío tremendo, pocas maletas, cara de hambre y ninguna idea de cuándo íbamos a regresar”.
Y es que aunque en Colombia ya habían tenido que desplazarse dos veces, aquí al menos jugaban “de local”. El miedo y el sufrimiento en tierra ajena son otra historia: “en el extranjero lo que pueden ofrecerte como refugiado es el bagazo, lo que sobra”.
Por suerte encontró a unos colombianos dueños de una cacharrería donde la mujer trabaja de domingo a domingo, de mañana a noche. Vende artículos de belleza, maquillaje, juguetes, coches para bebés y relojes.
Aunque es agotador, es mejor que otras labores que ha tenido que desempeñar en Ecuador: lavar platos gratis para que algún empleador, profundamente recelosos con los colombianos, confiara en ella; vender arepas colombianas, empanadas y patacones en la calle; ser empleada doméstica en una casa de una familia que la hacía llegar a las 5 de la mañana, hasta la noche, y no le brindaba un almuerzo; cultivar papa y recoger cebada en los campos.
las condiciones en que terminó en el país vecino están cargadas de desarraigo. Su familia es de tradición minera. Mientras el padre y los hermanos mayores se iban a buscar oro y vivían en campamentos improvisados por semanas, su madre y las muchachas se quedaban en casa, iban a la escuela y cuidaban de los más pequeños.
A veces cambiaban de pueblo, dependiendo de a dónde se movía la mina. Era una vida de nómadas. Iban con sus trastos de región en región: del Bajo Cauca se movieron a Chocó, y del Chocó llegaron al Pacífico nariñense.
En esa última región, en un pueblo donde tener la piel blanca era una rareza, ella fue tan feliz como nunca ha podido volver a serlo.
“Niños Dios”, “rana blanca”, “vasito de leche”, así la llamaban sus amigos del colegio, que se deleitaban en los recreos contándole las pecas de la cara y de los brazos, como si fuera un espécimen de la región Andina.
“El vecino era como el hermano. Nos pasábamos la comida por detrás de los patios para probar un poquito de cada casa, y si hacías algo mal en la calle, corrían a contarle a tu mamá”, recuerda, con la advertencia de que tener buena memoria, en su caso, es contraproducente: “a veces me desmorona la nostalgia de ese tiempo que fue mejor”.
Ese tiempo en Nariño no fue de opulencia. En el pueblo, que la mujer prefiere no mencionar porque insiste en proteger su identidad y la de su familia, había lluvia y oro casi todos los días, aunque faltaba la electricidad y, aún hoy, el agua potable.
“No podíamos ver televisión ni licuar ni planchar. Comíamos a las 5 de la tarde y a las 7 de la noche ya estábamos en las camas”, cuenta. Así fue hasta que un político de turno anunció que llevaría la luz.
El día en que las lámparas y los equipos de sonido se encendieron hubo fiesta. La gente se quedó hasta la madrugada escuchando música a todo volumen y bailando, y no había borrachos cantaletosos.
La ley de las Farc, la que allá primaba, lo prohibía. En el pueblo no había policías, sino miembros del Frente 29 de las Farc. El que robara o armara chismes y peleas era castigado por la guerrilla: les colgaban letreros en el pecho donde dejaban en evidencia su pecado: “soy un ladrón, soy un chismoso, soy un vicioso, soy un traidor”; los ponían a barrer las calles o a sacar arena del río y a subir escaleras con ella a cuestas, y si la falta era grave, sencillamente los desterraban o los mataban.
El orden era bien visto por las familias, pero el temor de que el comandante se enamorara de sus niñas y se las llevara siempre estaba presente. “Mi papá no me dejara salir porque temía que el comandante me quisiera. Alancé a ver a mis compañeritos de escuela seducidos por los guerrilleros. Los llevaban al restaurante o a la discoteca del pueblo, los hacían pasar bien en las motos y en las camionetas, les daban relojes de oro, les prometían una vida, y de repente ya no los volvíamos a ver en clase. Se los habían llevado para el monte. Ese era el disfraz de la guerra”.
“Vasito de leche” creció, se enamoró y bailó en aquel pueblo nariñense, hasta que a los 17 años el ambiente se puso tenso con los mineros. La guerrilla empezó a pedirles vacunas. Su padre alcanzó a pagar tres, pero si sacaba el dinero para la cuarta terminaría dejando a sus hijos sin comida.
“Tuvimos que salir en un santiamén”, dice ella, y piensa en que tuvieron que dejar tirado todo lo que habían conseguido: las máquinas de la mina, la ropa, las camas, la nevera, los amigos, “la esencia, la sazón de los negros”.
El viaje de bus en bus hasta Antioquia fue una pesadilla. En cada parada tenían la sensación de que los estaban siguiendo, y así fue hasta que llegaron al Bajo Cauca. Allá había nacido esta mujer, pero su apego a aquella tierra se había extinguido con los encantos del sur del país.
La llegada fue agreste. No solo el calor era más intenso, sino el conflicto. Era 2003 y en esa zona mandaban los paramilitares, otra denominación de hombres con armas, camionetas, motos y relojes de oro.
“Mataban de día y de noche, mataban por error o por venganza, mataban en la propia casa o en la plaza. Mataban por todo”, afirma ella, quien de nuevo tuvo que confinarse en casa temiendo el reclutamiento o que la confundieran con guerrillera por la zona de la que venía.
Su padre buscó nuevas minas, y a los dos años logró estabilizarse. Ella estudió para ser secretaria y con su alma de negociante sacó adelante un almacén de ropa para bebés. La vida iba en marcha, hasta que los paramilitares y la guerrilla reforzaron el cobro de vacunas.
En la mina había que dar dos millones de pesos para salir y entrar de los lugares donde más oro había. Si no entregaba el dinero podían quemarle la maquinaria o matarlo y lanzarlo al río.
La situación se puso incontrolable cuando el cobró superó los 100 millones de pesos. “No podíamos pagar ni podíamos seguir en Antioquia, porque en esos pueblos con apogeo minero, las autoridades están permeadas de los grupos. Nos llegó a pasar que los mismos militares eran los que le informaban a los paramilitares dónde era nuestra casa”.
Si no fuera por el amor que tiene por Colombia, esta mujer dice que la desconfianza en el Estado y el desarraigo la harían pensar que su país es el peor lugar del mundo.
De hecho, en 2013, las extorsiones en el Bajo Cauca y la decisión de la familia de no ceder más a esos pagos millonarios, los lanzó a irse a Cali, justo el día de la fiesta de 15 años de una de las niñas.
Entre padres, hijos y nietos sumaban 11, quienes tomaron un bus con apenas el pantalón, la camisa y los zapatos que llevaban puestos. En la casa se quedó Fox, el perro que habían conseguido años atrás y del que no volvieron a saber. Por segunda vez perdían las camas, la nevera, la ropa y los pocos recuerdos que entre éxodos habían coleccionado.
Llegaron a un hogar de paso que ayudaba a víctimas del conflicto. Durante cuatro meses sobrevivieron allá con ropa prestada. La mujer recuerda sus tenis blancos y desgastados que prometió enmarcar cuando la pesadilla del desplazamiento concluyera, aunque después tuvo que cederlos a un sobrino que se quedó sin con qué andar.
Pero incluso al otro lado del país las presiones por el pago de las vacunas continuaron. Así que tuvieron que reubicarlos en una casita cercana de la que no podían salir mientras el Gobierno Nacional les respondía una solicitud de protección.
Los trabajadores de ese centro de acogida social fueron su sostén. “Cuando llegó la depresión, ellos siempre estuvieron; cuando llegó la impotencia, ellos estuvieron; cuando tocaron esa puerta y nos amenazaron, ellos nos protegieron”.
Sin embargo, la directora del lugar llegó un día con lágrimas de rabia, anunciándoles que hubo errores en su solicitud, que había sido rechazada, que la apelación tardaría un mes y que debían irse mientras buscaban soluciones.
La familia escribió a mano una carta, firmada por todos sus miembros, y en la que insistían en que tenían temor por sus vidas y necesitaban la protección del Estado. Nada pasó, así que otra organización les dio dinero para ir a Venezuela.
Esos cuatro meses encerrados, sin televisión ni noticias en el exterior, fueron engañosos. Realmente creyeron que en el país vecino podían tener mejor vida, y de hecho llegaron hasta Cúcuta sin saber que Venezuela convulsionaba en medio de una crisis social y política.
“No nos interesaba un país determinado, solo salvarnos, y sabíamos que en Colombia no era posible”, reflexiona ella, quien posteriormente asesorada por Acnur decidió junto a los suyos tomar un bus de vuelta al sur, e ir a pedir protección en Ecuador.
Allá, en una ciudad que tampoco revela por seguridad, pidieron al Gobierno un estatus de refugio que ya completan tres años esperando. Mientras tanto, al menos, pueden trabajar, estudiar y tener acceso a un servicio de salud.
El problema es el trato que reciben los colombianos, y aún más los que no tienen una visa: “A veces consigues trabajo, pero no te pagan o se aprovechan de ti y te ponen a trabajar más horas. O algunos colombianos les ha sucedido que los culpan de supuestos robos y terminan enviándolos a la cárcel para que pierdan la oportunidad del refugio y tengan que regresar al país”.
En Colombia todavía preguntan por esa familia que se fue lejos sin pagar las vacunas, y justamente por eso, esta mujer tuvo que sacrificar el contacto con sus buenos amigos, de cuyas vidas solo sabe a través de una cuenta de Facebook falsa con la que pasa desapercibida.
“Veo que tienen unas vidas normales, que celebran los cumpleaños, que le dicen a sus amigos que los quieren. Veo que ejercen carreras, que son esposos y esposas, padres y madres, que se comen una empanada en un parque tranquilos, que tienen ropa bonita y pueden lucirla, que no tienen miedo”, dice ella con nostalgia, y lamentando que el desarraigo tenga a su familia durmiendo en colchones en el suelo, cuando en casa quedaron las camas y la vida que construyeron.
Pero “vasito de leche”, la mujer valiente que ha soportado tres desplazamientos con la esperanza de que un día ya no habrá armados esperando en su pueblo para matarla, cree que no falta mucho para volver a caminar con la frente en alto, saludando a los amigos del alma y volviendo a llamarse con el nombre con el que la bautizaron.
Por 10 años, en la sala de su casa en París, Gabriela* tuvo dos maletas con su ropa, la de su esposo y la de tres hijos, que iba cambiando conforme los niños aumentaban de talla. Las valijas estaban listas para el momento en que sonara el teléfono y alguien anunciara que en Colombia ya no los iban a matar, que había cesado la violencia y que existían condiciones para volver.
Se convenció de que Francia, el país que les había dado asilo, era apenas un refugio temporal mientras pasaban los años 80 y mejoraba la situación en el territorio donde ella y sus hijos habían nacido.
Pero la esperanza se apaga, y cuando menos se dio cuenta, el tiempo y las condiciones la habían vuelto exiliada. Había entonces que ser más pragmáticos: esperar la noticia, sí, pero mientras tanto resolver cómo comprar la comida, buscar el colegio de los niños, conseguir equipos para el hogar, descubrir los trucos para sobrevivir en la capital francesa.
Fueron cientos de meses con la ilusión de que el miedo y las persecuciones en su contra dejaran de ser una amenaza, hasta que Gabriela, que por seguridad prefiere no revelar las condiciones exactas de su partida, tuvo que poner orden a una casa, celebrar navidades y cumpleaños bajo el cielo galo y desarmar las maletas.
La presidencia de Ronald Reagan en Estados Unidos, y su lucha contra el narcotráfico y el comunismo, hizo que cualquier colombiano que se presentara por fuera de su patria fuera estigmatizado. Creían que todos eran prófugos.
Por suerte, en Francia gobernaba un socialismo moderado, que aunque no podía desalinearse del bloque Occidental en plena Guerra Fría, tuvo cierta apertura en atender los procesos políticos de Latinoamérica.
Así, de a poco, Gabriela se fue asentando hasta llegar a la conclusión de que ser exiliado “es una situación de desarraigo, de ruptura de una cadena de afecto, de darse cuenta de que es irreparable”.
Tres décadas después es abuela de niños y jóvenes herederos del exilio, nietos condenados a vivir bajo el relato de una Colombia lejana y una patria francesa que no les pertenece del todo.
Joaquín Franco Acosta recuerda las maletas a un lado de la puerta en aquel apartamento de París, aunque no los inicios de su historia en el exilio.
Tenía dos años cuando sus padres lo llevaron a Francia, y no tiene memoria del día en que le dijeron a él y a sus dos hermanos mayores que no había tiempo de empacar la ropa ni los juguetes ni de despedirse de los amigos, que había que irse.
Partieron a Francia a inicios del 83, antes de la toma del Palacio de Justicia. Del hecho que los hizo dejar Colombia tampoco detalla, pero hace memoria de la historia que contaban en casa para calmar la inquietud de los niños: “gente mala, militares, estaban detrás de nosotros y de nuestros amigos para hacernos daño, mucho daño. Por eso nos fuimos a esconder a Francia, lejos de esa gente, y ahí íbamos a estar hasta que los malos se fueran y pudiéramos volver”.
Con el relato y con la imagen que de pequeño tenía de los militares, Joaquín imaginó a los “malos” como hombres encolerizados, caminando con las botas que los nazis usaron en la Segunda Guerra Mundial y al ritmo de The Wall, de Pink Floyd.
Pensaba: “eso es terrible, atemorizante, es suficiente horror, suficiente miedo. Es un alivio que esas botas estén muy lejos, que estén en Colombia”.
La imagen de su país de origen también aparecía distorsionada. Colombia era el lugar donde se escuchaba el eco de las botas, el de las masacres, los secuestros y la motosierra, pero también el recuerdo de afecto, sonrisas, abrazos y paseos de olla al que apelaban en reuniones de adultos sus padres.
Más tarde fue entendiendo: “Era la fuerza publica. Persiguieron a mi familia y a gente cercana a mis padres. Parte de esa comunidad sufrió violencia directa, con sevicia, con desaparición forzada, con tortura, con amenazas. A todos les quedó claro que nos querían hacer año, no importa de qué forma”.
De todas formas, y eso lo entendería años después caminando por Tumaco y San Carlos, cada kilómetro del país experimenta una dualidad: “con la belleza y la riqueza conviven la soledad y la destrucción de la muerte. Pero la muerte es el proyecto asesino de pocos, y lo sufre un gigantesco pueblo alegre y generoso”.
El fútbol, como tantas otras veces, sirve de metáfora para explicar el corazón humano. En el caso de Joaquín, cuando miles se detienen a defender los colores de una bandera, los noventa minutos de un partido entre Colombia y Francia se convierten para él en una hora y media de apatía.
Como muchos herederos del exilio, no apoya emocionalmente a ninguno de los dos equipos: “yo nunca vi un partido con mi familia o en mi barrio. Entonces ni me puse la camiseta, ni conozco a los jugadores de la selección nacional. Y la selección francesa, aunque la apoye, esa camiseta… es un poco mentirse, porque ellos no lo aceptan a uno plenamente bajo esa bandera”.
La comprensión de eso último llegó en su adolescencia. A migrantes y refugiados los acogen, sí; les dicen “bienvenue”, también; “pero te ponen en un rincón. Te ordenan: quédate ahí para siempre, ahí estarás tranquilo, no te preocupes”.
El refugiado, continúa Joaquín, vive y trata de construir su proyecto de vida en los márgenes: “está al pie de la pirámide, en la zona más lejana de donde pasan las cosas, de donde hay educación, empleo y cultura”.
Este también es el caso de muchos hijos y nietos de migrantes africanos, por ejemplo. Aunque ellos son franceses hace dos, tres o cuatro generaciones, y muchos ni siquiera saben qué cara tiene África, siempre han estado en el margen de las sociedades. En Francia, a estos barrios alejados de los centros urbanos los llaman la banlieue, que viene del verbo bannir, o “exiliar”, y del sustantivo lieu, o “lugar”.
Según Joaquín, estos niños, aunque aprenden los valores de la república y la lengua francesa, “viven en la periferia y se llaman Mohamed o Mamadou”. Tal vez por eso, entre muchos otros factores, la construcción de sus identidades se vuelve tan compleja como difusa. Además, la rabia acumulada de años de exclusión termina llevando a algunos a las filas del terrorismo islámico.
Pero Joaquín hizo lo necesario por que su historia fuera otra. “Yo dije que no quería las migajas de la educación y la cultura, y ellos me ofrecieron universidad, protección, tranquilidad y la posibilidad de que nadie viniera a matarnos”.
Entró a la Sorbona y decidió quitarse la etiqueta de marginal. “Jugué a aprender a ser como ellos para que nadie me dijera: usted no, usted no cabe”. Sin embargo, otra preocupación apareció.
Dar rienda a una búsqueda personal de sus raíces se convirtió en prioridad. “Crecí en un lugar ajeno, no atado a mi tierrita francesa ni a atado a mi tierrita colombiana. Carezco de cualquier apego afectivo, de un espacio, de una comunidad, y debía encontrarla”, sostiene para argumentar su exploración de los últimos años.
Por eso, aunque creció y se educó como francés, también se acostumbró a vivir como los caracoles: con la casa a las espaladas,trasteándola entre Europa, China y Brasil, con una parada desde hace cuatro años en su lugar de origen, a donde hurga por respuestas.
En español, Joaquín tiene un acento bogotano; en francés, parisino. Desde 2013, cuando retornó a Colombia, tuvo que aprender a redescubrirse, a reconciliarse con su pasado.
Primero sintió curiosidad de qué podría brindarle esta tierra. Luego, el miedo al país de las botas se fue diluyendo. Más tarde, la fritanga, la morcilla, la empanada y los mamoncillos, que eran como mitos en casa de su familia, se volvieron cotidianos.
Joaquín sintió conexión con todo ello, como si más que el relato de sus padres, Colombia fuera un recuerdo propio.
Entonces pensó: “aquí fue donde todo lo bueno y todo lo malo sucedió. Aquí mis padres se amaron y yo nací. Aquí también hubo esas botas, las masacres y las motosierras, pero donde hubo sangre, también ocurrieron propuestas, movilización, cambio”.
Su trabajo con víctimas y exiliados retornados en el Centro Nacional de Memoria Histórica lo ha dejado interactuar con los wayú, los embera, la gente del Magdalena Medio y del oriente antioqueño. Con ellos ha entendido que el sufrimiento no fue exclusivo de su familia, que esa historia la comparte con un país entero.
“Ahora nada me puede negar que soy colombiano, que estoy ligado a esta historia. Ya no soy bicho raro, un alma errante sin vínculos, sino plena conexión. Tengo todo que ver con estos millones de víctimas”, anuncia con cierta placidez.
Para Gabriela, verse forzada a huir de su tierra no significa dejar de ser parte de ella: “Cuando uno está en Colombia, uno vive como colombiano, pero cuando lleva tanto tiempo por fuera, entiende lo que significa serlo”.
Pero hasta con el patriotismo a flor de piel, la mujer, que ahora comparte ciudadanía francesa, no descarta que Colombia deba aprender de las experiencias de aquellos que tienen historia en acogida de refugiados. “Al fin y al cabo, la gente que atraviesa el Mediterráneo sufre una tragedia similar a los que cruzan la selva del Darién”.
Y la angustia aún más la situación de venezolanos doblemente refugiados: colombianos que se fueron a Venezuela por el conflicto, que fueron bien recibidos en el país vecino, y que ahora, espantados por la crisis económica y política, “deben volver al éxodo y retornar a una patria que no los reconoce, que no los quiere, que no tiene organizaciones para recibirlos”.
El fenómeno: rechazar “a un pueblo que no es enemigo, que es hermano”, le parece “doloroso”, “de una terrible crueldad”.
La legalidad de sus documentos y la construcción de un diálogo sensato entre gobiernos y poblaciones desplazadas debería ser parte de afrontar el éxodo venezolano, sugiere Joaquín , convencido de que el refugio es tal vez el denominador común más grande que guardan los colombianos con los demás pueblos del mundo que huyen de la violencia.
Ser indiferente a eso y convivir con un Estado que no ofrece, aunque tenga la capacidad, garantías de seguridad para un retorno digno de sus más de 300.000 refugiados, hacen que, después de su búsqueda en Colombia, tampoco logre proyectarse del todo aquí.
Quedarse, tal vez. Volver a Francia, no lo sabe. Mientras decide jugará un papel constructivo por las víctimas colombianas exiliadas, pero tiene claro, porque sabe qué se siente vivir en una sociedad en paz, que no le apetece convivir con la violencia, que no quiere enseñarle a sus hijos, cuando los tenga, todo lo que Colombia le ha hecho aprender sobre la muerte.
*Nombre modificado por petición de la fuente