la maldición del edén chocoano

La guerra entre bandas y el narcotráfico siguen siendo la maldición del pacífico colombiano. Estas son las historias de los pescadores de coca
en Bahía Solano, Juradó y Nuquí; de Jaqué, el pueblo sin patria y de los emberá confinados por la guerra.

En su primera noche de juego en el caserón de madera, Argemiro* se creyó el muchacho más rico del mundo. Sabía que con tres de cuatro de las cartas que tenía en sus manos, en orden ascendente y del mismo color, les ganaría a sus seis contrincantes. Apostó duro, como si fuera el gran magnate de Juradó, un pueblo de calles ardientes en el norte de Chocó cuya línea costera se ha convertido en una de las rutas preferidas de los narcotraficantes para sacar la coca a Panamá, y de ahí, inundar el mundo con el polvillo blanco.

–Apuesto 15 millones de pesos, dijo el morocho, pese a que en su bolsillo solo tenía 20 mil ganados en los cuatro únicos turnos que tuvo aquella tarde en su improvisada barbería bajo las palmeras de la playa.

Esa noche Argemiro tentó a su suerte, y a la muerte. Si ganaba podría darse la vida que siempre había soñado: beber güisqui y escuchar música hasta el amanecer, comprar ropa y zapatos nuevos, y hasta regalarle una lancha de motor a su viejo para que no se desgastara a punta de remo cada noche de pesca en altamar, todo para darles el sustento a él, a su madre y a sus cinco hermanos. Si perdía, debía pagar con lo que tuviera, y como la escasez es lo que llena la despensa de su casa de madera y paja, tendría que cancelar los 15 millones con su vida.

Perdí. El otro man tenía todas las pintas y me ganó. Tenía que pensar cómo recoger la plata para pagarle. Me dio una semana recuerda Argemiro.

Esa noche no durmió. Pensaba en lo que sería una muerte segura. Su madre Jacinta lo sintió moverse intranquilo en la cama, tanto, que en la penumbra se levantó varias veces a preguntarle qué pasaba. Al amanecer, cuando el cansancio lo venció y logró conciliar el sueño, sintió duros golpes en su puerta que retumbaron en su cabeza, adolorida por dormir poco.

—Argemiro, vení que nos sacamos la lotería, dijo la voz afuera.
—¿Qué pasó hombe?, replicó.
—Hay panela en el mar, fue la respuesta.

Argemiro, un chocoano de 16 años de edad, 1,76 metros de estatura, ojos saltones y una risa tan blanca como la sal del mar, se levantó de su cama, se puso un pantalón y mientras corría a la playa, una camisa. Al llegar a la costa se encontró desperdigadas por la arena 12 panelas de cocaína. Recogió dos y las guardó en su casa, y en la barca en la que su padre sale de pesca cada noche, se adentró en las aguas turbias a buscar el resto de paquetes de polvo que serían su seguro salvavidas.

Los pescadores de coca

La “pesca” de cocaína es una práctica que los jóvenes de Nuquí, Bahía Solano y Juradó, en el norte chocoano, realizan desde hace poco más de 10 años como una forma de ganar plata. En el 2009 los que recuperaban la coca lanzada por los narcos al mar cuando eran perseguidos por la Armada Nacional, eran los pescadores. Pero en la última década, atraídos por el dinero fácil, los más chicos se aventuran en altamar a buscar las panelas.

Cuando las encuentran las esconden en sus casas a la espera de revenderlas o de que llegue el dueño y les ofrezca una recompensa por haber recuperado “esa mercancía”. Según investigadores de la Policía, a veces les pagan hasta 1.500.000 pesos por kilo recuperado siempre y cuando esté seco. Mojado cuesta la mitad. “Por eso es común ver como en estas casas aumentó la compra de hornos microondas, todo para secar la coca”, dice el investigador.

En Juradó, Marcela es una profesora que en sus clases intenta darles esperanza a los alumnos. Dice que la falta de oportunidades ha llevado a Argemiro y a sus amigos de colegio a pasarse días enteros mar adentro, soñando toparse un cargamento de coca que “les arregle la vida”.

Como no hay fuentes de empleo formales en el municipio ni tantas oportunidades de educación, muchos de los jóvenes lo que hacen es que se dedican al narcotráfico dice Marcela, maestra en Juradó.

La maestra se lamenta porque en 2019, de 43 estudiantes que salieron de la escuela secundaria solo cinco se fueron a estudiar a alguna universidad, el resto, pasan las tardes frente a la playa a la espera de ver emerger la coca del mar.

Lo más triste, agrega la docente, “es que hemos tenido muchos casos de jóvenes que salen a comprarla o a cogerla y desaparecen. Algunos seguramente saldrán en faenas de pesca y se encontrarán con gente que tiene que ver con el negocio y son inocentes, pero hay muchos que sí están vinculados con el narcotráfico”.

Uno de esos jóvenes es Pacho. El 3 de julio de 2013 salió a cobrar una coca que devolvió a los narcos, y no regresó a casa. En su cuarto en Bahía Solano, su madre aún guarda las camisas del colegio y uno de los cuadernos que dejó cuando desertó de la escuela.

“Puse la denuncia en la Fiscalía, pero no me dieron respuesta. Llevo más de siete años preguntando para que me ayuden a encontrarlo”, cuenta Mariela, su madre. Aunque la mujer asevera que su hijo no tuvo nada que ver con la pesca de la coca, otras son las versiones en el pueblo. Dicen que Pacho se encontró una droga y entregó parte de ella, la otra la vendió a un mejor postor, que le pagó 2.500.000 pesos por kilo.

Ha pasado que el que se guarda la droga lo buscan y a veces hasta lo torturan. Conozco un caso que el pelao se guardó una panela y le cortaron un dedo para que dijera que había hecho esa droga dice un habitante de Juradó.

Por ahora ese no es el caso de Argemiro. Después de internarse por siete horas en el océano y regresar con la espalda casi en llagas quemada por el sol, se sintió el rey de Juradó. En las redes de pesca trajo 16 kilos de cocaína que le representarían 24 millones de pesos, suficientes para no pagar la deuda con su vida.

Al llegar a la playa pasó por entre los pescadores como si aún estuviera sobre las olas. Se bajó con una amplia sonrisa y con el bulto de coca en la espalda. Había salvado su vida y eso le daba ese halo de satisfacción, casi de ironía por haber burlado a la muerte. La salvó, por lo menos, hasta otro juego de cartas en el que apostará el dinero que le dan las panelas de coca que de vez en cuando brotan como un milagro de las aguas del mar.

Droga: el combustible de la confrontación

El último informe de la ONU sobre cultivos de uso ilícito en Colombia reseña que en Chocó los plantíos de hoja de coca disminuyeron. En 2017 fueron sembradas 2.611 hectáreas y en el 2018 solo hubo 2.155.

Aun así, el territorio chocoano, específicamente las zonas costera y selvática, se ha convertido en autopistas por donde los narcotraficantes sacan la cocaína. La inmensidad del mar y la complicidad que brinda la densidad de la manigua, les permite pasar por agua o la montaña toneladas de coca.

Gilmer, un negro fornido habitante de Bahía Solano ha hecho tantas veces el hormigueo en el Tapón de Darién con 50 kilos de coca en la espalda, que dice reconocer cada recodo del camino. “Eso es duro, pero es la única forma de uno conseguirse el plátano”.

El general Fredy Marlon Coy, comandante de la Fuerza de Tarea Conjunta Titán, asevera que estas rutas la criminalidad insiste en recuperarlas porque por ahí mueven la droga. El corredor de Chocó, enfatiza, viene desde Norte de Santander y da contra el Darién y se une con el corredor del Pacífico que llega hasta Tumaco.

Sabemos que el narcotráfico es el motor de la delincuencia, y tanto el Eln como el Clan del Golfo lo usan como medio económico de subsistencia dice el alto mando militar.

Esa disputa por las rutas del narcotráfico ha sumido el norte del Chocó en una guerra sin tregua. Inició cuando las Farc dejaron este territorio después de firmar la paz y llegaron el Eln y el Clan de Golfo en su afán de expandirse. Esta confrontación entre ambos grupos generó una crisis humanitaria con desplazamientos, confinamientos de comunidades indígenas, reclutamientos de menores de edad, siembra de minas antipersonal.

La alcaldesa de Juradó, Jenny Lucía Rivas, asevera que en la zona rural ha disminuido la producción agropecuaria. “Tenemos un problema que hoy nos lleva a tener graves dificultades de seguridad alimentaria porque nuestros campesinos ya no pueden desplazarse a sus fincas, a sus sitios de trabajo o de sembrados por la existencia de minas antipersonal. Ha habido casos que han afectado a personas de la zona”.

Cuenta la mandataria local que lo que antes producían ahora lo traen por barco desde Buenaventura, y tarda hasta 26 días. Solo entran cuando la marea lo permite. Por eso es que los alimentos son tan costosos y por lo que los juradoseños comen carne una sola vez al mes.

En un recorrido de ocho días por el norte del Chocó, el defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret se reunión con las comunidades para escuchar las afectaciones. Lo más grave, agrega, se están llevando los niños a la guerra.

Hay enfrentamientos entre el Eln y las Agc y hay enfrentamientos entre algunas bandas criminales expresó el defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret.

En el territorio se agazapó el miedo

El jaiperabu arribo con los hombres al territorio indígena. Llegaron con fusiles y vestidos de negro al resguardo Buenavista luego de cruzar el mar. El pueblo dormía, por eso nadie se dio cuenta que los 70 armados estuvieron de pie en la entrada del territorio hasta el amanecer. Al verlos en la mañana, el jaiperabu o “la enfermedad del miedo” se apoderó de los embera, más cuando los extraños se identificaron como Autodefensas Gaitanistas de Colombia, Agc.

Algunos comuneros, envalentonados con su bastón de mando de guardia indígena, les exigieron que se fueran, pero solo recibieron amenazas y empujones de fusil. “Llegaron a la comunidad exigiéndole colaboración”, dice un líder indígena; ante la negativa, los armados les dieron una sentencia: o se iban en dos horas “o le daban plomo a todo lo que oliera a indio”.

Con el jaiperabu rondando por sus tambos, los comuneros resistieron hasta el 25 de abril de 2019 cuando se enfrentaron dentro del resguardo el Eln y las Agc. La comunidad se desplazó. Salieron 204 familias.

Se llevaron animales, chivos, todo por orden del comandante del grupo gaitanista. Se metían y robaban las gallinas debajo de las casas, dándoles garrote, llevándose su comidita familiar expresa el comunero.

Como la guerra en Chocó es una red que la fatalidad teje con hilos que une a todos, también tocó a los wounaan, otra comunidad indígena. El pasado 5 de enero vio caer a uno de sus integrantes bajo las balas del fusil paramilitar. Hasta el resguardo Aguas Blancas llegó a las 10 de la noche el Clan del Golfo y sacó a la comunidad a los gritos. Los acusaron de ayudar a la guerrilla.

—¿Dónde está José Gabriel? preguntaron.

Como respuesta al silencio embera, los ilegales pusieron la boquilla del fusil en la cabeza de los comuneros y lo obligaron a llevarlo a la casa del joven. Al no encontrarlo, asesinaron a su tío, el guardia indígena Anuar Rojas, quien dejó tres hijos y una viuda.

Tres días estuvo el cadáver de Anuar en el patio de su rancho. Y allá se quedó. Los wounaan salieron el 9 de enero de su resguardo y caminaron por 10 horas hasta llegar a Tribugá, un corregimiento de Nuquí que se ha ido quedando solo por la presión del conflicto armado y en el que el Gobierno tiene un proyecto de crear un puerto. Llegaron 126 personas, entre ellas 78 niños de barrigas grandes y algunos ancianos que se instalaron en casas vacías y en la iglesia carcomida por el musgo que se trepó entre los muros y oxidó la vieja campana.

Los indígenas sienten que su tierra no les pertenece. No salen a cazar ni a recolectar el plátano o el camarón por miedo al hombre armado que se agazapa entre platanales. Las mujeres se confinan en sus tambos por miedo ser violadas. José Gabriel recorre cabizbajo y con las manos en los bolsillos los caminos empantanados del pueblo.

En Tribugá no hay acueducto, solo tienen un pozo donde lavan la ropa. Cuenta la profesora Luz Estella que en esa población no hay baños “y los niños hacen sus necesidades donde pueden. Tienen problemas estomacales y hay zanjas de agua llenas de zancudos. No tenemos un centro de salud”.

Una semana después del desplazamiento, la indígena María Sabugara Mejía dio a luz a su primogénito. Fue a las 2:30 de la tarde. Como es costumbre, embadurnó de negro al niño con jagua, una pintura rupestre que encuentran en la selva chocoana, y le puso una camisa y un gorrito blancos. No lo ha registrado y no tiene sus vacunas. Lo tiñó de negro para que crezca más rápido y no le entren a su cuerpo los espíritus que vienen con el jaiperabu, enfermedad que los acompaña desde que salieron de su resguardo cuya presencia es delatada por los perros en las noches solitarias de Tribugá.

Horrores que deja la guerra

El integrante de la pandilla “los Mexicanos” llegó hasta la casa de la señora Otilia y le pidió los dos mil pesos diarios que debe pagar por la vigilancia. Sin tenerlos, la habitante de uno de los barrios de la zona norte de Quibdó, en la capital chocoana, le dijo que le diera un plazo hasta las 5 de la tarde para ella vender unos mangos y pagarle, pero el chico de 16 años se negó.

—Llame a sus hijas, sentenció el negro.

Ante la exigencia del hombre que no paraba de esgrimir una pistola, las cuatro niñas de 6, 9 13 y 16 años fueron filadas frente a él. Con una mano de fiero carnicero fue metiendo sus dedos entre la ropa íntima de las pequeñas y le recordó a la señora Otilia que si a las 5 no tenía los $2.000, “la cosa se pondría peor”.

A las 4:45, y sin el dinero requerido, Otilia empacó un poco de ropa en dos bolsos y le echó candado a su rancho. Cogió a sus hijas y se marchó antes de que llegara “el Chamito” a cobrarles la extorsión o agredir a sus hijas sexualmente.

Los horrores de la guerra que se vive en la zona rural de Chocó ha llegado hasta las cabeceras municipales. En Quibdó, la ciudad se partió en dos: en el norte cada barrio tiene su pandilla y están bien armados. Según Inteligencia de la Policía, “parece que tiene un contacto con un exmiembro de Farc que no le apostó al proceso de paz”. En el sur la situación no es distinta y las bandas están controladas por las Agc.

Acá la situación es difícil. Cobran extorsiones a las casas pobres, a los que venden mangos. Utilizan a los niños para trasladar drogas o armas y que sirvan de campaneros dice un habitante de un barrio del Sur.

Asevera que por esta razón las madres han empezado a regalar a sus hijos para ser criados en otros barrios más seguros.

“Hay lo que llaman fronteras invisibles y, por ejemplo, los del barrio El Reposo no pueden verse con los de El Futuro. En urgencias médicas las ambulancias no entran a las barriadas y la gente solo puede estar en las calles hasta las 9:00 p.m.”, relata otro habitante.

La confrontación en Quibdó es manejada desde la cárcel. Por un lado, está alias Chuky, jefe de “los Mexicanos”, quien se enfrenta a su antiguo jefe, alias Tanoy, preso en la cárcel de máxima seguridad de Cómbita. Esos hilos invisibles de odio y poder se trasladaron a las calles de Quibdó y se han traducido en muerte: solo en 2020 van 20 muertos. La situación es más compleja al compararse el número de asesinatos de 2018 (208 casos) con 2019 (216). Además, las denuncias de las agresiones sexuales fueron 261 en 2018 y 216 en 2019, según datos de la Secretaría de Gobierno de Quibdó.

“No hay un barrio vedado para la Fuerza Pública. Todas las noches estamos brindado seguridad y la apuesta es disminuir la criminalidad en Quibdó” asevera el general Coy, quien reconoce que la extorsión es una de las formas de financiación de las bandas.

Pero la sevicia de la violencia no es exclusiva de Quibdó. La banda “los Chacales”, en Bahía Solano atemorizó a la población de este municipio con una vieja práctica paramilitar: asesinó a un hombre, lo decapitó y puso la cabeza en la calle para indicar que quien no se sometiera, le esperaría el mismo camino.

La guerra ha generado un par de fuerzas que están detrás de todo el control territorial. Esto está ocurriendo en especial en todas las zonas donde hay hoja de coca, porque así asustan a los campesinos expresó el defensor del Pueblo, Negret.

La guerra y la coca se convirtieron en la perdición del edén chocoano. La primera se enquistó desde hace muchos años en este territorio cuando la confrontación entre las autodefensas y las Farc dejaron cicatrices imposibles de borrar como la masacre de Bojayá. La segunda, es un espejismo para atraer dinero fácil que se ha traducido en sangre, dolor y muerte en las calles del Chocó.

Créditos:

  • Periodista: Javier Alexánder Macías
  • Fotografía y video: Esteban Vanegas
  • Edición de video: Juan Sebastián Carvajal - Alejandro Bermúdez
  • Diseño web:Camilo Giraldo
  • Infografía y mapas: Adriana Lucía Puentes