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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Memoria de lecturas infantiles: ¿qué se lee en las bibliotecas públicas?

Memoria de lecturas infantiles: ¿qué se lee en las bibliotecas públicas?

Una revisión de los libros más buscados por los niños en las bibliotecas de la ciudad.

Jineth Escobar | Publicado

Aprendí a leer el año en que me convertí en hermana mayor. Leer para mí significaba formar parejas con las letras, pues las trisílabas y las polisílabas aún me parecían una combinación indescifrable. Tenía seis años y estaba en primero, estudiaba en la Institución Educativa Villa del Socorro, la escuela de un barrio que se asoma con viveza en la montaña nororiental de Medellín. Los únicos libros que había visto hasta ese momento eran la cartilla con la que mi mamá me enseñaba a armar palabras, unas enciclopedias de anatomía con los bordes desgastados, arrumadas en un cajón de mi casa, y la Biblia de mi abuela. Con el nacimiento de mi hermano, las prácticas con la cartilla escasearon y para perfeccionar mi habilidad naciente me dediqué a intentar leer cuanto letrero, pasacalle, volante, señal de tránsito o grafiti se me cruzara.

Aprender a leer es una práctica común, un conocimiento básico que se enseña en los primeros grados de las escuelas, pero era algo que me diferenciaba de algunos de mis amigos y vecinos para quienes las veintisiete formas del alfabeto carecían de significado. Con la lectura, llegó luego la escritura. El logro que en su momento había representado escribir en un cuaderno mi nombre completo, se hizo pequeño con las frases y las cartas que empecé a dedicar. No recuerdo el día en que vi por primera vez a un niño o una niña con un libro en sus manos; quizás fue en alguna clase en la que visitamos la biblioteca de la Institución Educativa Santa Teresa, el colegio en el que terminé el bachillerato. ¿Qué se podía hacer con un libro? La literatura todavía no tenía cita en mi vida.

Hay libros que a lo largo de la historia se han escrito con un rótulo importante: infantiles. Los hay grandes y de pasta dura. La mayoría con ilustraciones impetuosas. Otros con párrafos, frases o incluso sin una sola palabra como el libro Emigrantes, de Shaun Tan. Los hay con rimas pegajosas y versos que se vuelven canción como Tito y Pepita, de Amalia Low. Hay unos que proponen la experiencia del juego como Un libro, de Hervé Tullet, y otros que presentan el mundo ante ojos sin experiencia; contienen narraciones sencillas que enseñan hábitos o valores culturales como los libros de Teo, un personaje creado por Violeta Denou, seudónimo de las ilustradoras Asunción Esteban, Carlota Goyta y Ana Vidal. También hay metáforas de la experiencia humana, situaciones que nos reflejan sin distinción, que se cuelan en otras de sus páginas, como en El pato y la muerte, de Wolf Erlbruch; Abrazos, de Jimmy Liao; o Mi monstruo y yo, de Valentina Toro. Sin embargo, hay algo que los une: el momento compartido que le proponen al mundo; muchos de ellos están hechos para la lectura en voz alta y la compañía de la conversación.

Está claro que los llamados libros infantiles no encantan únicamente a los niños y las niñas, pero, ¿qué leen los más pequeños? Para muchos de nosotros el contacto más seguro con los libros está en las bibliotecas públicas. Es allí donde el misterio brota de las estanterías y la vida se transforma página tras página. En las bibliotecas públicas de Medellín durante 2024 y lo que va de 2025, aparecen entre los libros infantiles más prestados los siguientes diez títulos: El principito (1946), de Antoine de Saint-Exupéry; El elefante y la margarita (2021), de Emilio Lome; El monstruo de colores (2012), de Anna Llenas; La gran fábrica de las palabras (2009), de Agnès de Lestrade; Choco encuentra una mamá (1992), de Keiko Kasza; El día de campo de don Chancho (1991), de Keiko Kasza; De vuelta a casa (2016), de Oliver Jeffers; ¿A qué sabe la luna? (1993), de Michael Grejniec; Te quiero (casi siempre) (2015), de Anna Llenas; y ¿Cómo atrapar una estrella? (2004), de Oliver Jeffers.

“Si entonces un niño llega hacia vosotros, si ríe, si tiene cabellos de oro, si no responde cuando se le interroga, adivinaréis quién es...”, dice el narrador de El principito, para quien el encuentro con aquel niño en el desierto del Sahara revolucionó su forma de ver el mundo. Esta historia se ha instalado en la mente de varias generaciones proponiendo la felicidad en lo simple de la vida. El libro narra los aprendizajes de aquel niño rubio en los planetas que ha visitado y de sus amigos más entrañables: una rosa y un zorro. Tal vez los niños y las niñas de Medellín que lo leyeron, imaginaron que esos otros planetas podrían ser las luces de las ventanas que parecieran hablarles desde la montaña de enfrente, o vieron en ese zorro la lealtad de las mascotas que los acompañan desinteresadamente cada día. Puede ser que el poder, el dinero o la vanidad que el pequeño príncipe se topó en dichos planetas haya dejado alguna reflexión en los lectores.

La fascinación por el mundo exterior también aparece en libros como: De vuelta a casa, en el que un niño encuentra un avión en su armario, decide volar muy alto y, sin gasolina, queda atrapado en la luna donde encuentra ayuda y amistad en un marciano; en ¿A qué sabe la luna?, la historia de cómo una tortuga, un elefante, una jirafa, una cebra, un león, un zorro, un mono y un ratón intentan alcanzar la luna para probarla; o en ¿Cómo atrapar una estrella?, que narra los intentos de un niño, amante de las estrellas, por alcanzar una y convertirla en su amiga incondicional.

En estas lecturas hay una invitación palpitante: la posibilidad de imaginar otras vidas por fuera de los límites del planeta, la ciudad, el barrio, la casa o la familia. Si hay formas de llegar a la luna, de hacer amistad con un marciano o de tocar las estrellas, el abanico para creer y crear se vuelve imparable; y esto para el dieciocho por ciento de la población total que representa las infancias en Medellín, habitantes en su mayoría de zonas donde predomina la pobreza multidimensional, puede simbolizar una pequeña brisa de esperanza.

Dentro de los más prestados hay, además, libros que evocan el viaje hacia el mundo interior. En El monstruo de colores, las emociones —cada una contenida en un color— invaden a un monstruo que, ayudado por una amiga, logra separarlas y así entender y definirlas. “Ahora, Lolo y Rita sienten que a pesar de ser tan diferentes... ¡Se quieren mucho!”, es una de las conclusiones de Te quiero (casi siempre), que narra la esencia de un bicho bola y lo que hace única a una luciérnaga, junto con los retos que deben afrontar para estar juntos. Una historia de amor en un país donde las palabras escasean es el centro de La gran fábrica de las palabras: “Hay palabras que valen más que otras. La gente no las pronuncia a menudo, a no ser que sean ricos. En el país de la gran fábrica, hablar es caro”.

Por su parte, en estas páginas, se asoman palabras para sobrellevar la propia existencia. Ante la mirada de cualquier ser humano pueden significar el punto de entrada a ese universo aún más complejo e intrigante que llevamos dentro. Este listado habla, igualmente, de los vínculos que nos sostienen como seres sociales. La historia de amor inesperada y trágica entre un elefante y una margarita es narrada en El elefante y la margarita; la de un pájaro que encuentra en una osa refugio y amor de madre, en Choco encuentra una mamá; y la de un cerdo que toma prestada la cola del zorro, la melena del león y las rayas de la cebra para agradarle a quien quiere con todo su corazón, en El día de campo de don Chancho.

Si bien tampoco recuerdo el primer libro de literatura que tuve entre mis manos hay algo que defenderé con certeza: esos primeros libros que leí por mi cuenta en El Parque Biblioteca Santo Domingo Savio, la Biblioteca Comfama de Aranjuez y la Bibliometro de la estación Acevedo fueron el refugio y la inspiración necesarios para comprender más de mí misma y del mundo que me rodeaba. Entre las horas que pasé en esas bibliotecas públicas y las conversaciones que tuve con Aydeé Castaño, mi profesora de lengua castellana en el colegio, personajes y lugares fueron dejando inquietudes y reflexiones que fascinaron mi pensamiento. Cuando en mi vida apareció la literatura, se abrieron ante mí otras realidades, quizá mejores. Esa primera vez se convirtió en muchas veces y los libros empezaron a acompañar todos los momentos de mi vida. Leerlos es una sensación irreemplazable que me ha permitido hallar belleza aún en la mayor oscuridad.

En soledad o acompañados, en una sola sentada o durante varios días, en voz alta o siguiendo la narración en silencio, en el calor de una cama o en medio del encuentro con otros lectores, siendo la primera o una de tantas lecturas, estos libros que leyeron los niños y las niñas en las bibliotecas públicas de la ciudad pudieron ser semillas de un jardín que —quizá— florecerá con fuerza. El misterio de las palabras consiste precisamente en eso: intencionadas o desprevenidas, claras o difusas, encantadoras o molestas, las palabras hacen mella, en pequeña o gran medida, en la experiencia humana.

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