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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

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La crítica se ha diluido en las estadísticas

¿Por qué echamos en falta a los críticos culturales? ¿Los críticos tienen utilidad en el mundo de las redes sociales y los algoritmos?

Ángel Castaño Guzmán | Publicado

La prensa es el santuario de los lugares comunes. Uno de los más ventilados es el que señala la ausencia de la crítica cultural en los periódicos o en los suplementos. El problema con los lugares comunes es que contienen dosis de verdad y otras de engaño. Si uno mira las páginas de opinión de los principales diarios de Colombia cae en la cuenta –no hay manera de que pase otra cosa– que los comentarios sobre libros, películas, álbumes de música o exposiciones de arte se cuentan con los dedos de la mano, y sobrarán varios. Más aun, si el día del examen uno amaneció de malas pulgas, llegará a la conclusión de que en estricto sentido los poquísimos textos publicados hacen parte del género de la reseña, tan proclive a la información y tan cauto a la hora de decir si algo gusta o no.

Cuando se habla de esto en las tertulias o en los salones de clase –y aquí asoman las orejas del conejo– en general se adopta el tono del lamento, de la pérdida. Se dice que las pocas críticas culturales las hacen los mismos artistas y estas, a menudo, están escritas con la tinta del amiguismo, del colegaje. Escuchar esto una y otra y otra vez ha creado un automatismo en el discurso: la creencia que el crítico es alguien con las llaves del gusto, capaz de ahorrarle a los públicos la tarea de definir si un poemario o una película valen la pena o si se debe seguir de largo. Para reforzar la idea, en esas charlas se mencionan críticos del pasado (casi siempre salen al baile los nombres de Baldomero Sanín Cano, Hernando Tellez y Marta Traba). En líneas generales, esas conversaciones culminan con la idea que la gente del pasado era más culta.

No estoy del todo seguro. Primero hablemos del crítico. Dicha figura está asociada con el esplendor de la prensa escrita. Esto no quiere decir, por supuesto, que antes las obras artísticas no fueran examinadas por terceros. Esa función recayó en los clérigos o en los profesores de preceptiva. Sin embargo, fue la prensa la que le dio lustre a la figura del tipo –no peco de machismo: casi todos fueron tipos– lo suficientemente listo para decirles a los demás si esa pintura tenía valor o era una baratija y si esa novela era arte o entretenimiento. Se ha creído, tal vez con candor, que los críticos son los abnegados defensores del buen gusto y de la cultura. A lo mejor sí lo eran, pero también fueron mediadores del éxito de una pieza en concreto. El factor comercial es algo que se saca de la ecuación de la crítica con una rapidez asombrosa.

El crítico es hijo de la época en que las artes cumplían un papel central en la vida de los pueblos. Los dramas tenían una función pedagógica, las novelas refrendaban los papeles asignados a los sexos, las pinturas daban cuenta de las pesadillas y las aspiraciones de las personas (Es decir, lo que hoy pasa en la web). En resumidas cuentas, las artes eran los escenarios de los debates entre las distintas clases sociales y las generaciones. Con esta luz se entiende la pelotera desatada en la prensa nacional por el ensayo Núñez, poeta, de Baldomero Sanín Cano. ¿Por qué los colombianos de finales del siglo XIX reaccionaron con tal vehemencia a un texto que puso en entredicho las destrezas literarias del padre de la Regeneración? Por el simple hecho de que en esos años la poesía no era un pasatiempo de redes sociales sino la manifestación de un proyecto político. Ya las cosas no son así. Hoy uno se puede reír con relativa impunidad de los arrebatos líricos del presidente Gustavo Petro.

Aquí viene la segunda cuestión: entonces, ¿la gente de esos años era más culta que la actual? Lo dudo. Tenían otras prioridades, vivían en otro mundo. Las tecnologías tienen influencia en nuestras miradas del mundo. No resulta gratuito que la generación Z esgrima parámetros críticos distintos para discernir el acierto de una canción o de una serie. A fin de cuentas se ha educado en la era del Internet, una época que le da la ilusión de tener una voz. ¿Acaso ese no es el ethos de las redes sociales? “Tengo una voz, una vida que merece ser compartida con los demás”, es el eslogan de moda. El corolorario de esta tecnología de socialización afirma que las cosas tienen más o menos el mismo valor. La generación Z está vacunada contra los fundamentalismos estéticos de las tribus urbanas. Sus radicalismos son de otro cariz, vinculados con el lenguaje inclusivo, con las políticas de género, con los asuntos medioambientales y animalistas.

Tampoco soy tan iluso de pensar que los nacidos en este milenio son más listos que sus abuelos. En el caso que nos ocupa, el de la crítica, tienen otros métodos. Aquí hago una infidencia: a mediados de marzo en la sala de redacción de El Colombiano dos compañeros se enzarzaron en la gimnasia retórica para definir si Feid era mejor cantante en vivo que Ryan Castro. Hablaron y hablaron hasta llegar al callejón sin salida de los gustos personales. Al final, cuando el defensor de Feid se había ido, el otro acudió a las estadísticas de consumo, el único argumento de peso para los centennials. Dijo que mientras los últimos videos de Feid tenían números más bajos de reproducción que sus anteriores trabajos, los de Ryan Castro venían en ascenso, comparados con sus primeras canciones. Al escucharlo pensé que el trabajo de la crítica ya no lo tiene un individuo sino los números de reproducciones y los likes.

Esto me lleva a decir que las audiencias –o las audiencias y los algoritmos– definen sus gustos. No requieren la figura paternal de un crítico que les revele la belleza de un plano secuencia o la falsedad de un tiktoker. Al menos no necesitan al crítico convencional; este carga sobre sí un halo de aristocracia que le hace molesto para las redes sociales, reacias a los sabihondos. Por eso no extraña que para la gente actual la figura del crítico sea la de un gruñón que habla de más y a quien nadie le presta demasiada atención.

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