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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Una granada madura

Una granada madura

La poeta Manuela Gómez reflexiona sobre ser mamá. Está la belleza y también esos momentos opacos, y las letras que la acompañaron y la salvaron.

Manuela Gómez | Publicado

Levanto con los dedos una granada madura. Si la presiono con cuidado emite un sonido metálico. La conseguí en el supermercado y la olvidé por días en el frutero. Pero hoy es festivo y yo repaso sin apuro las alacenas. La tomo de nuevo y me parece que pesa más. Aunque ya es la media mañana, no persigo a mis hijos por el corredor para bañarlos. Dejo que jueguen cada uno consigo mismo. Los espío de pasada: el menor se comunica con sus excavadoras y sus grúas, su hermano también conversa con los legos y los minecrafts. Como no me necesitan me recojo en la cocina. La casa tiene respiraciones profundas, se filtra por las ventanas el fresco, el polen blanco, el olor a tierra mojada porque regamos las aráceas y las pencas.

Parto la granada por la mitad con el filo de mi cuchillo. Es la primera vez que lo hago, nunca he visto el interior de esta fruta rara. Encuentro un estambre de semillas translúcidas, pepitas carnosas de un rojo profundo. Aparto las membranas pálidas que las separan, desgrano lento semilla más semilla. Este enramaje abundante que se multiplica me lleva años atrás, al momento de la primera ecografía de mi segundo embarazo.

El médico, un hombre alto, me acaba de introducir el transductor. Antes le puso un preservativo y lo cubrió con un gel que siento helado adentro. Es incómodo, pero me aguanto porque deseo escuchar los latidos, como de poni galopante, de mi bebé futuro.

El hombre dice que no hay embrión mientras sigue las imágenes del monitor. Lo que tengo es un reguero de células. Una mola, dice. Un tumor parecido a un panal de abejas, a una mora. Saca el dispositivo y lo limpia. Cuando entiendo que va a irse, le pido que por favor me lo explique mejor. Entonces él me sugiere que investigue yo misma en internet.

Las pepitas de granada se revientan en mis manos, me manchan las yemas de los dedos, salpican color en mi camisa blanca, rebotan como puntos en la pared. De pronto, Theo, mi molita de tres años, pasa saltando frente a la cocina y entra al balcón. Toca las puntas de su cobija que se seca con el sol de hoy, tímido y borroso. Al final, el diagnóstico del hombre alto perdió consistencia y el embrión emitió los sonidos habituales. Los racimos de células proyectadas en el monitor eran señales de mi útero real, de sus marcas y relieves de bolsita algo gastada.

Para que mi hijo naciera también me cortaron a la mitad, las doctoras removieron siete capas membranosas en mi vientre. Una vez afuera, lo acercaron a mis mejillas para que yo le hablara. “Cuando te acostaron en la curva/ de mis brazos como un ramo de flores y miré/dentro de tus ojos, pedacitos oscuros de cielo nocturno, /pensé, obvio esta sos vos, / como una persona que nunca vio el mar/ lo puede reconocer al instante”, dice el inicio de un poema de Ellen Bass.

La debilidad, la torpeza y la soledad porosa — como la de Emily Dickinson— de las primeras semanas al cuidado de un recién nacido, solo las alivia el olor de la coronilla del hijo, mezcla de masa de pan y jazmín puro. Rivka Galchen apunta en Pequeñas labores, ese libro único y brillante, la llegada trascendental de su hija: “Apareció como un animal, un mono del viejo mundo recién descubierto, pero uno con el que podía comunicarme profundamente: era un sentimiento inquietante, tóxico, contra natura. Un sentimiento como de magia negra”. En el libro la bebé es una puma, cuando se arrastra una pollita y más tarde una osa perezosa. Hace poco descubrí a una autora que llama a su niña ajolota y leí que la poeta Jesse Lee Kercheval le dice a la suya mi pequeña ama. A mis dos hijos, desde el principio, les puse el apodo más natural del mundo, apenas la enfermera los acerco hasta mí, los llamé perritos.

Un reino sensible llega a casa con los hijos y es capaz de despertar opuestos con sus chispas. Recuerdo cómo se hicieron de opacos mis pensamientos en el postparto, cualquier cosa me hacía sentir insegura, tenía celos de mi pareja, soñaba que mis bebés eran bolitas diminutas que se me escurrían de las manos. Por suerte encontré libros de mujeres con temple que me salvaron, mujeres que se atreven a exponer este lado b de lo materno: “Asumimos que las frases tendrían siempre dos partes: la segunda contradecía aparentemente la primera, pero su unidad estaba siempre sujeta a nuestra capacidad cada vez mayor de tolerar la ambivalencia, pues el amor maternal trata precisamente de esto”, subrayé en El Nudo materno de Jane Lazare.

Mi hijo sigue en el balcón, se entretiene con el horizonte a través de la vidriera, con las copas de los cámbulos, los carros plateados sobre el cemento que se extiende. Su cara se espeja en el cristal, entonces lo veo dos veces. “El mundo parecía ridículamente, sospechosamente, adverbialmente empapado de significados. Lo cual quiere decir que la puma me volvió algo más parecido a una escritora (o al menos a cierto tipo de escritora)”, registra también Galchen.

Actos naturales se reparten como hechizos: recogemos ramitas secas en el sendero hasta formar con ellas una montaña pequeña que encendemos con un gesto. Nuestra fogata transparente siempre crepita, siempre alumbra. Y la hora del baño, ese estanque de agua tibia en el cuenco de la bañera es un umbral. Nadie lo ha descrito mejor que el poeta Gary Snyder: “Fuego dentro, el agua hierve en la estufa/ suspiramos y nos dejamos caer desde los bancos /envolvemos a los bebes, salimos/ noche oscura y todas las estrellas/ (...) Este es nuestro cuerpo. Sentados con las piernas cruzadas junto al fuego/ bebemos agua helada/ abrazamos a los bebés, besamos sus barrigas, / reímos sobre la Gran Tierra/ recién salidos del baño”. Las cosas obtienen la reverencia que merecen cuando las contemplamos. Todo se dobla al escribirlo. Esta disciplina es el antídoto para las siguientes palabras de Doris Lessing: “No hay peor aburrimiento que el de una mujer joven e inteligente que se pasa el día con un niño muy pequeño”.

Theo no se despega de su cobija en el balcón. Me ruega que se la entregue, pero la lavamos hace poco. Él le puso jabón y suavizante, la siguió en la lavadora hasta que dio vueltas como un ciclón. Le explico que no puede llevársela, debe terminar de secarse al sol. Se da la vuelta muy triste y con la boca arqueada hacia abajo dice: mamá, es que yo la amo. Dejo que camine, que se pierda hacia el fondo de las habitaciones por el corredor. Me prometo no soltar este momento, guardarlo en algún lugar para que no se pierda. Pruebo las semillas de la granada, me las como satisfecha con una cuchara, se disuelven dulces y ácidas en mi lengua ◘

Para mi hija en su cumpleaños número 21

Poema de Ellen Bass

Cuando te acostaron en la curva

de mis brazos como un ramo de flores y miré

dentro de tus ojos, pedacitos oscuros de cielo nocturno,

pensé, obvio que esta sos vos,

como una persona que nunca vio el mar

lo puede reconocer al instante.

Te sacaron de mí como un corcho

y todo el amor rebalsó. Te adoré

con la pasión derrochada de la primavera

que dispara verde por cada poro.

Vos me excavaste como un pozo de agua. Prendiste

la madera muerta de mi corazón. Me clavaste

a la tierra con las puntas de las estrellas.

Estaba segura de que este tipo de amor iba a ser

suficiente. Pensé que yo era tu madre.

Cómo iba a saber que una y otra vez

Ibas a rajar el cielo como un relámpago,

Iluminando todos mis miedos, mis debilidades, mis pecados.

Es enorme la carga que esta carne

debe aprender a soportar, como las mulas del amor.

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