La electricidad infló sus pulmones repugnantes, robados de alguna morgue o tumba profanada, y el aire llenó ese cuerpo, cocido con retazos. La descarga eléctrica sacudió cada músculo que forraba la piel translúcida, amarillenta. Para nacer no necesitó un útero, tampoco una divinidad que le diera alma, todo un escándalo en el siglo XIX. Fue un hombre de ciencia, el doctor Víctor Frankenstein, quien lo arrojó a este mundo en una noche lluviosa que luego el cine llenó con truenos y el grito ¡está vivo!
El experimento —contado en la novela de Mary Shelley y recreado tantas veces— no salió bien. La criatura, condenada a vagar sola, acabó con todo aquello que amaba su “padre”. Consumó un miedo: tarde o temprano las creaciones se vuelven contra su creador, y lo aniquilan.
El miedo 1.0
El cerebro humano es el resultado de dos millones y medio de años de evolución; sin embargo, anatómicamente hablando ha permanecido intacto desde hace 200.000 años. En el Sistema Nervioso Central aún hay estructuras como el tronco cerebral y los ganglios basales, que aparecieron por primera vez en los reptiles. Allí se graban las conductas aprendidas —como alejarse de las arañas, las culebras y las ratas— que nos han mantenido a salvo el tiempo suficiente para pasar nuestros genes a la siguiente generación.
“La función principal del cerebro es mantenernos vivos y durante su etapa reptiliana lo consiguió bastante bien”, señala el neurocientífico Dean Burnett en su libro El cerebro idiota (2016). De hecho, si un tigre se escapara de un zoológico y usted se lo cruzara camino a la oficina, su cuerpo sabría exactamente qué hacer para aumentar las posibilidades de sobrevivir. De inmediato, el corazón bombearía más sangre a los músculos y una recarga de glucosa, mejor que la de cualquier bebida energizante, le daría energía para un escape épico y correr al mejor estilo de Forrest Gump. Si no logra huir, la evolución lo preparó para luchar contra el felino, hacerse el muerto o intentar engañar al depredador.
El ser humano ha pasado más tiempo viviendo en las cavernas que en las ciudades. El Homo sapiens surgió en África hace algo más de 200.000 años, mientras que las primeras urbes nacieron en Mesopotamia apenas hace unos 5.500 años, ni el tres por ciento del tiempo que esta especie ha habitado el planeta. El boom de la ciencia y la tecnología se disparó hace doscientos años. “Nuestro cerebro desarrolló una red de detección de amenazas que por estos días se activa con cosas pequeñas, no letales. Hoy experimentamos la misma respuesta primaria de pánico ante cosas que imaginamos y quizás no sucedan”, expone Burnett. Le pueden sonar familiares frases como estas: Y si no suena el despertador, y si el metro se retrasa, y si llego tarde a la entrevista de trabajo, y si no consigo el puesto, y si se arruina mi carrera, y si no tengo con qué pagar las cuentas, y si muero de hambre...
Los nuevos tigres
La tecnología avanza a un ritmo frenético y cada vez hay más cambios y nuevos estímulos. Pasó con los telares, la imprenta, el telégrafo, el tren, la radio, el motor de combustión, el teléfono, el cine, la televisión, internet, y ahora, con los drones, las células madre, la robótica, el big data, la computación cuántica y la inteligencia artificial.
La velocidad con la que se mueve la tecnología es exponencial. Basta con mirar su teléfono móvil, que probablemente lo sostiene en sus manos, propone en sus charlas el físico teórico estadounidense Michio Kaku. Ese aparato ya tan cotidiano tiene más poder de computación que toda la NASA que llevó al hombre a la Luna en los años 60.
El inventor y futurista estadounidense Raymond Kurzweil estima que los computadores llegarán a ser 1.000 millones de veces más potentes y poderosos que todos los cerebros de los humanos que habiten la Tierra en 2045. Solo faltan 23 años.
¿Hay lugar para los humanos en este escenario? El escritor israelí Yuval Noah Harari propone enseñar a todos, jóvenes y viejos, a lidiar con los cambios. Al fin y al cabo, no son pocos los revolcones que vienen. De hecho, añade él, las personas necesitarán reciclarse y reinventarse cada 10 o 20 años.
Para el neurocientífico Patrick Haggard, del University College de Londres, estamos en total capacidad de hacerlo. “Si bien afrontar el cambio sigue siendo difícil para las personas y estamos programados para seguir el camino de menor resistencia, los humanos hemos desarrollado la capacidad de innovar y encontrar nuevas soluciones a los problemas, más que otros animales, como contrapartida de la evolución de los lóbulos frontales del cerebro”. De ahí que esté en la cima de la evolución y no los chimpancés o las hormigas. Incluso, “hemos integrado la innovación en las sociedades y podemos transmitir nuestra capacidad de dominar el cambio a través de la cultura y la educación, así como de los genes”.
Al borde del caos
Edward Wasserman, uno de los científicos más respetados del mundo en el campo de la cognición, agrega otro elemento a la discusión: las especies que sobreviven se ubican en un lugar que él llama “el borde del caos”. Allí hay “suficiente innovación y cambios para mantener al sistema vivo vibrante y con suficiente estabilidad para evitar que se hunda en la anarquía”. Los humanos —sigue con su argumento— se debaten entre la asimilación de lo que ya les es familiar y la acomodación de los nuevos patrones. De eso se trata la adaptación, de “servir a dos maestros en conflicto: la estabilidad y el cambio”.
Las especies evolucionan por el azar, con las mutaciones espontáneas del genoma, y por selección: no sobrevive el más fuerte sino el más adaptado. Los humanos han impactado y transformado su entorno más que ninguna otra forma de vida en la Tierra, incluso hasta amenazar su existencia. ¿Es momento de que el cerebro cambie?
Harari explica que por cuenta de la biotecnología y las interfaces que fusionarán el cerebro con los computadores, el cuerpo humano podría sufrir una revolución sin precedentes. Es probable que mute no solo la economía, también el significado de ser humano. “En cuanto la tecnología permita remodelar la mente, la historia humana llegará a su fin y pasaremos del Homo sapiens al Homo deus”.
De cumplirse su vaticinio se estaría reescribiendo el final de la historia de Frankenstein. La criatura y su creador se convertirían en uno solo, una especie de superhumano que, paradójicamente, tendría como única constante al cambio. Las fronteras entre lo real y lo virtual, lo biológico y lo corporal se harían pedazos. Se anunciaría que el Homo Deus ¡está vivo!
Ese diablo que fue el tren
En 1830 el mundo todavía se movía sin afán. Andar a 32 kilómetros por hora era impensable. La gente iba de pueblo en pueblo al ritmo que le daban los pies, si acaso en caballo y algunos, privilegiados, en coches halados por bestias. No existía la noción de exceso de velocidad y los 600 kilómetros que hoy alcanzan los trenes que levitan en China no se asomaban ni en la literatura fantástica. Para la sociedad de comienzos del siglo XIX la idea de que una máquina, la locomotora, pudiera llevar personas y cosas de aquí para allá con semejante rapidez parecía antinatural. Ese monstruo de acero despertó el recelo de muchos, y lo quisieron frenar.
Dionysus Lardner, profesor de filosofía y astronomía del Colegio Universitario de Londres, vaticinó que quienes lo abordaran, incapaces de respirar, morirían asfixiados. No fue el único apocalíptico. La Academia de Medicina de Lyon anunció que los pasajeros sufrirían daños en la retina por la atropellada sucesión de imágenes que se filtrarían por las ventanas: qué habrían dicho al ver los cascos de realidad virtual de hoy.
Padecían lo que Isaac Asimov, uno de los padres de la ciencia ficción, llamó el Síndrome de Frankestein: terror ante los cambios tecnológicos. Hasta The Lancet, la revista científica más prestigiosa del mundo, publicó en 1862 una serie sobre los peligros que representaba para la salud pública andar por los ferrocarriles. Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, se autodiagnóstico con fobia a este medio de transporte: en su libro El malestar de la cultura (1930) pregunta con angustia: “¿Para qué sirven los trenes sino para separarnos de nuestros hijos?”.
Ya más cerca en el tiempo y en el espacio, en el siglo XX, en el Caribe colombiano, el compositor vallenato Rafael Escalona se despidió de su morenita, en uno de los versos de El Testamento, porque se tenía que meter “en un diablo... al que le llaman tren”.