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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • María es una de las novelas fundacionales. Foto: Archivo
    María es una de las novelas fundacionales. Foto: Archivo

Quitarle a María el cliché

Ángel Castaño | Publicado

Hay un siglo exacto –días más, semanas menos– entre la publicación de las dos novelas más importantes de la historia literaria nacional: María y Cien años de soledad. La escogencia de los títulos no obedece al capricho. Hechas las sumas y las restas ninguna otra ficción colombiana ha tenido un impacto similar al de este par dentro y fuera de las fronteras patrias. De alguna manera modificaron las formas de entender el universo literario y, al tiempo, le dieron cuerpo a las discusiones sociales y culturales de sus respectivas épocas. En María, por ejemplo, bajo la anécdota del idilio rural palpitan las tensiones religiosas de la Colombia del siglo XIX –el papel del cristianismo en los asuntos de la naciente república– mientras Cien años de soledad naturaliza en su discurso narrativo algo ignorado con empeño por el proyecto político de la Regeneración: la multiplicidad étnica y lingüística del país. Además, durante años el mundo leyó la realidad de Colombia con el prisma de las obras de Isaacs y García Márquez. Lo colombiano –ese espejismo y laberinto de la identidad– en buena medida se construyó con elementos de dichas novelas.

Sin embargo, una muestra de la magnífica ironía del destino –nadie la rebaje a lágrima o reproche–: los libros que sobreviven al paso del tiempo terminan convertidos en clichés, en imágenes usadas sin freno por la publicidad y por la industria del entretenimiento. Así, por ejemplo, María, de Jorge Isaacs, se reduce a la historia del amor contrariado de una pareja adolescente, y Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, en la crónica pintoresca de una aldea llena de fantasmas y mariposas amarillas. En ambos casos, se trata de una caricatura, un cover Disney de complejas fracturas culturales.

Tal vez por eso cada tanto una nueva generación de escritores pone en entredicho la vigencia de estos títulos. O los examina con la lupa del recelo. En una entrevista reciente la novelista Pilar Quintana –en sintonía con ciertas modas de la crítica literaria enfocada en el género– habló de la superior utilidad de leer y estudiar una novela de Soledad Acosta de Samper que María. Tal opinión responde a un tipo de lógica que le confiere a la literatura un rol docente, pedagógico, y la ata a los menesteres del sexo: “A nosotros nos acostumbraron a que María era el modelo de la mujer, creo que a mí en el colegio me hubiera servido mucho leer Una holandesa en América y ver el modelo de mujer que propone Soledad Acosta de Samper, que es una mujer rebelde, cuyo fin último no es el matrimonio ni el amor, es una mujer lectora. Efraín se enorgullece de que María no haya leído ni un solo libro”, afirma Quintana. En esta secuencia argumentativa, las sensibilidades están cautivas de las condiciones biológicas. En otras palabras, un hombre carece de la destreza para husmear en los pliegues de la conciencia femenina y la mujer debe contentarse a relatar los tópicos de la feminidad. Esto, por supuesto, soslaya el poder del arte para borrar los límites del yo, difuminarlos.

Las visiones del mundo de los autores –en este caso, las de Isaacs– no solo son suyas, son el producto de las luchas de los símbolos con las contingencias de la política y la economía. Somos el resultado del contraste de las ideologías con los hechos. Isaacs no propone un modelo de mujer, no lo imagina, más bien toma de su presente rasgos del mundo femenino, las coordenadas para trazar la silueta de un personaje. María es el fruto de su tiempo. Tal vez el secreto consista no en suprimir del canon de lecturas a María sino complementarlo con la novela de Acosta de Samper. O, mejor, con Manuela, de Eugenio Díaz: no hay en la literatura colombiana del siglo XIX un personaje femenino con la energía vital de la protagonista del texto de Díaz.

Los libros deben ser leídos con el ojo atento al ecosistema cultural del que emergieron. El éxito en ventas de María –el primer hit continental de la literatura colombiana– es la consecuencia de una decisión estilística de Isaacs: abandonó el costumbrismo, el registro dominante de la narrativa nacional, para adoptar un modelo novelesco universal, el del romanticismo. También rompió –en palabras de Doris Summer– un rasgo de la novela latinoamericana del siglo XIX: el de las ficciones fundacionales. María no tiene tono militante, en ella la política no es un alegato ni un dispositivo de querella sino la vivencia de la concordia entre los negros y los blancos. El Paraíso –ese lugar por fuera de la historia– es una hacienda donde las relaciones están regidas por el código ético del cristianismo encarnado por el padre de Efraín. La religiosidad del patriarca tiene un énfasis especial por tratarse de un converso. Y ese es un dato no menor: el origen judío de la familia de María. Asimismo, el libro narra una segunda cristianización: la de los miembros de la servidumbre. En la novela el catolicismo cumple el papel de disolver las disputas raciales en una estructura de roles en la que cada quien tiene muy claro su lugar: los blancos son los amos mientras los negros se dedican al servicio. No obstante, los ciudadanos se hermanan en el culto y la fe. En síntesis, una comunidad jerarquizada, pero fraternal.

En un presente conflictivo –con cambios en las representaciones de los sexos y de las funciones sociales–, la lectura de las obras canónicas brinda puntos de vista para enriquecer el diálogo. Cada época carga sobre sí la tarea de leer con nuevas luces y preguntas los textos del pasado. Pensar que María –o Cien años de soledad, para seguir con los dos títulos– se agota con los clichés de la publicidad equivale a una renuncia: la del pensamiento que reescribe los emblemas de la colombianidad. A diferencia de las estatuas, los libros no se fosilizan: darles sentido a sus páginas es tarea de los lectores. En tiempos queer y de emergencia de modos de habitar el mundo, María ofrece coordenadas para entender las cuestiones de la raza, de las estructuras sociales. Incluso, de los modos de amar y poseer al otro. A fin de cuentas, Efraín refiere la pérdida del amor, discurre sobre la consistencia del cristal de los vínculos humanos y comunitarios◘

Si quiere más información:

Ángel Castaño Guzmán

Periodista, Magíster en Estudios Literarios. Lector, caminante. Hincha del Deportes Quindío.

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