Cuando estaba chiquita pasé horas y años escudriñando unos murales enormes que había en la Hacienda Cuba, en Montelíbano. Eran dos murales enfrentados en un corredor que finalizaba con una reja de hierro negra a través de la que se veía el río San Jorge. En ese corredor profundo y colorido se creaba un mundo enorme con muchos protagonistas diminutos. Las paredes estaban llenas de cientos de escenas del campo: matrimonios, corralejas, partos, gallineros, florecimientos, duelos, serpientes, amaneceres, asesinatos, músicos y fiestas, todos ellos en sabanas, montañas y riberas. Gentes pequeñitas alimentaban gallinas, luchaban con tigres, montaban burros, ordeñaban vacas, mataban serpientes, amansaban aulladores y sacaban bagres del río: en cualquier lugar que uno mirara había una historia. Esos murales fueron una especie de telón de fondo de mis juegos solitarios de la niñez.
En ese espacio tuve uno de los encuentros más terrorífico de mi infancia: estaba sentada en el piso con los pies cruzados explorando alguna escena del mural, cuando en el fondo del corredor oí un ruidito leve como de una cuchara golpeando en plato vacío: chikkch-chikkch, chikkchh-chikkch, chikkchh-chikkch... voltié la cabeza para ver de dónde provenía el sonido y vi aparecer ante mis ojos a un ser vivo que no puede identificar. Eso me sorprendió, pues yo era una niña con espíritu científico que conocía, de los libros y de las aventuras con mi papá, casi todos los animales existentes: ornitorrinco, babosa, koala, marteja, pez lenguado, manatí y mapaná.
Este que se aparecía ante mí, no era animal. Tuve miedo, era anaranjado con azul, tenía muchas patas, tal vez diez, y era duro con caparazón. Me paré, cogí una escoba y empecé a retarlo: lo empujé, él alzó sus patas delanteras con tenazas y me retó también. Tuve más miedo, no retrocedía, y yo ya no quería dar la espalda ni retroceder pues me podía atacar. Miedo y adrenalina nos pusieron a los dos en pie de lucha, no sé cuánto tiempo pasó, sentí que fue mucho. Al cabo de eternidades en una maniobra extremadamente rápida ese “ser vivo” se fue corriendo rápidamente hacia el río sin nunca darme la espalda ni bajar sus tenazas.
Me quedé sola con la escoba en la mano y con el corazón bombeando a mil. Me recosté en una de las paredes de los murales. Me encontré rodeada de la pequeña multitud que habitaba esas paredes, y sentí que todos ellos habían sido testigos silenciosos y devotos de mi batalla, tuve certeza de que ellos sí conocían a mi contrincante, sabían quién era y dónde vivía, y pensé que tal vez en algún rincón del mural había una familia animal de caparazones azules y naranja observándome. Descansé, estaba eufórica. Pensé que había sido una situación extraña y mágica.
Mi infancia siguió, con visitas frecuentes al mural, pues mi papá y mi hermano vivían en esa finca. No recuerdo en qué momento fui consciente de que en una esquina de los murales estaban escritas las palabras: marcial y alegría. Me pareció un lindo título para esas escenas. Una marcial alegría, es decir una alegría elegante, gallarda como la de las bandas de guerra o los soldaditos de plomo. A la Hacienda Cuba no volví desde que tuve nueve años, y no sé exactamente cuándo me olvidé de esos murales.
Años después, en algún momento de la juventud ya adulta, un día visitando el Museo del Banco de la República en Bogotá vi en una sala un cuadro que contenía un universo conocido, lleno de gentes diminutas en corralejas, ordeñado vacas al lado del río y en fiestas de pueblo: ¡pum!: recordé el olor a boñiga, tierra húmeda y polvorín de la Hacienda Cuba, recordé la sensación de cobijo del corredor colorido y recordé el miedo que sentí en el encuentro con el ser del caparazón duro. Me acerqué y descubrí que era un cuadro del maestro cordobés Marcial Alegría. ¡Lo entendí todo! ¡Marcial era su nombre y Alegría su fantástico apellido!
Descubrí que ese maestro me había abrazado en la infancia y podría decir que es el artista colombiano que más ha estado presente en mi vida. Sin embargo, recibí clases de historia del arte durante años en el colegio, pero en esos espacios nunca hablamos de él. En la vida adulta, cercana a amigos artistas y del mundo de la cultura nunca lo oí mencionar, y tampoco lo vi en televisión, ni en libros, galerías o museos.
En 2021 el maestro volvió a aparecer en mi vida. Estaba en una visita a ASPROSIG (Asociación de Pescadores Campesinos Indígenas y Afrodescendientes para el Desarrollo Comunitario de la Ciénaga Grande del Bajo Sinú), que ha creado una forma de producción llamada agroecosistemas biodiversos familiares, y que es reconocida por su liderazgo en la lucha por la tierra y las prácticas sostenibles tradicionales en Córdoba. Mientras nos contaban la historia de su movimiento alguien dijo que en “tal año” el maestro Marcial fue tesorero de la organización, tiene su taller y vive allí a la vuelta, dijeron.
Un momento, dije:
—¿Cuál maestro Marcial?
— ¡Pues Marcial Alegría, el pintor!
Visité su casa y su taller cerca a la Ciénaga Grande de Lorica. Le conté todas estas historias. Me habló de sus viajes por el mundo, me mostró sus cuadros y los de sus hija e hijo, que también se dedican a la pintura costumbrista. Hoy viendo las noticias sobre su muerte me siento feliz de haberme sumergido en su pintura, de haberlo conocido y de haberle comprado el cuadro del Festival del Burro que hoy está en la sala de mi casa.
Mirando el cuadro desde mi sofá, pienso que tenía razón de niña, pues efectivamente está lleno de una marcial alegría, y que el nombre del maestro le hace honor a su espíritu y a su arte. Recuerdo mi disputa con el ser desconocido qué invadió mi espacio íntimo del corredor pintado con historias de gentes diminutas. Recuerdo mis viajes por el San Jorge y el Sinú con mi papá, y todas las plantas, gentes y animales que conocí.
No sabría decir cuánto de eso tuvo influencia en lo que soy hoy. El haber crecido en esas sabanas inundables, recorriendo esos ríos determinó mi forma de entender a Colombia. Pero sin duda para mi espíritu de niña fue fantástico llegar a la casa de la Hacienda Cuba y encontrar pinturas que representaban la diversidad y magia de la vida ribereña y de los territorios anfibios del norte del país.
Como hoy soy ecóloga de ríos, sé que el ser temido y fantástico al que me enfrenté no era otra cosa que un cangrejo de río, común en las orillas del San Jorge, Cauca, Magdalena y Atrato; sé además que fui yo la que primero invadió su espacio y que muy seguramente el bicho era de la mitad del tamaño que lo recuerdo. Como también me he dedicado a entender las dinámicas de los territorios del agua y sus complejidades, esos territorios anfibios que describió magistralmente Orlando Fals Borda en su Historia doble de la Costa, puedo decir que el maestro Alegría entendió como ninguno el color, la identidad y la cultura de la vida ribereña y sabanera, y sé que si nos pusiéramos a buscar, encontraríamos muchos hermosos cangrejos de río en sus cuadros.
*Bióloga y ecóloga. Candidata a doctora en Estudios Ambientales y Rurales por la Universidad Javeriana.