En las bibliotecas públicas confluyen mundos: un niño monta bicicleta entre los estantes y un bibliotecario empuja un carrito repleto de revistas; una mujer lleva un periódico y toma café mientras busca un mueble para sentarse. Los tres comparten menos de diez metros cuadrados. A lo lejos se escuchan los murmullos de un docente que guía un taller de alfabetización digital. Nada incomoda.
Se trata de un punto de encuentro para jóvenes, niños, académicos, amas de casa, jubilados, universos que se expanden con la lectura y la conversación. Lo dice Jorge Luis Borges en La biblioteca de Babel: “El universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, solo puede ser obra de un dios”.
Las bibliotecas públicas están lejos de ser espacios sombríos y solitarios. Son alegres y festivas, con jóvenes en patineta y gatos que se esconden entre los libros, como ocurre en los parques biblioteca. También las hay viajeras, itinerantes, a pie, en burro o sobre ruedas como el antiguo bibliobús de La Piloto: se detenía dos horas en distintas zonas de la ciudad, incluidas fábricas y hospitales, para prestar durante 15 días los libros que llevaba. En las bibliotecas hay juguetes, herramientas de mecánica, máquinas de coser.
Algunas son como la Luis Ángel Arango, en Bogotá, que tiene seis pisos, dos sótanos y más de 2.700.000 libros en sus repisas; y otras como Tren de Papel, una biblioteca pública que tuvo el barrio Florencia por 40 años que ocupaba dos antiguos vagones del Ferrocarril de Antioquia. Su nombre fue tomado de un prólogo escrito por Carlos Castro Saavedra para un poemario de Alejandro González Jaramillo, director de La Piloto para 1979: “Parte, como en un tren de papel, hacia él mismo y hacia sus semejantes, hacia el mar y hacia las estrellas que casi nunca se pueden alcanzar”.
Definir las bibliotecas como instituciones que solo se dedican a la conservación, la clasificación y la catalogación de material bibliográfico es injusto. Es limitante: un estante de madera, casi vacío, en un rincón de una escuela rural logra reunir a sus pies a cinco niños que hojean curiosos, cada día, el mismo libro. Yamili Ocampo, la directora de proyectos de la Fundación Ratón de Biblioteca, que facilita el acceso a los libros y a la lectura en los barrios Guadalupe, Villatina, La Esperanza y El Raizal, dice que es lícito llamar biblioteca a cualquier espacio que, aunque tenga solo cinco libros, propicie el encuentro, la conversación y el aprendizaje.
Encontrarse a bailar
Irene Vallejo cuenta en El Infinito en un junco que un viajero griego recorrió el templo de Amón en Tebas y encontró una galería cubierta donde dijo haber visto la biblioteca sagrada y sobre ella un escrito: “Lugar de cuidado del alma”.
Cuidar del alma es necesario en un país donde ocurre al menos una masacre al día, según datos de Indepaz. En muchas regiones, las bibliotecas se han convertido en zonas de tregua. Viviana Mazón, integrante del movimiento Bibliotecas a la Calle, explica que en los barrios populares de la ciudad los “pelaos de distintos combos” coinciden en eventos, talleres o conversatorios y se encuentran no como enemigos. Bailan juntos rap, por ejemplo.
El profesor Didier Álvarez, de la Escuela Interamericana de Bibliotecología de la Universidad de Antioquia, añade que incluso la presencia de bibliotecas en una zona se relaciona con un registro en la disminución de embarazos adolescentes y los índices de pobreza extrema.
En las aldeas
Hace tres siglos en Colombia, las bibliotecas públicas eran frecuentadas por religiosos o eruditos que tenían colecciones personales adquiridas en el extranjero. Fue en 1774 —escribe Jorge Orlando Melo en el artículo Las bibliotecas públicas colombianas: ideales, realidades y desafíos— cuando fue ordenada la apertura de la primera biblioteca pública en el país, hoy la Biblioteca Nacional, constituida en Bogotá con una serie de libros propiedad de los sacerdotes jesuitas que habían sido expulsados de España.
Las calles empedradas y pobladas de bestias que arrastraban carrozas empezaron a ser el escenario de conversaciones en las que se pedía que las órdenes religiosas no fueran las únicas encargadas de la docencia. Las ideas circularon entre el pueblo y sus dirigentes. Germinaba la conciencia de que los libros debían estar al servicio de la sociedad, no solo entre quienes contaban con estatus y recursos económicos para comprarlos.
Las bibliotecas públicas, gratuitas y accesibles, tuvieron su momento más activo dos siglos después bajo un proyecto de ideología liberal. Entre 1931 y 1938 el historiador y director de la Biblioteca Nacional, Daniel Samper Ortega, montó una colección básica para llevarla por igual a todos los municipios del país; tuvo claro que a diferencia de los países ricos, las bibliotecas en América Latina debían ayudar a la alfabetización del pueblo con radiodifusión, cine y cartillas. No solo libros de literatura universal y nacional llenaban los anaqueles. El joven campesino se acercaba a leer cartillas con no más de cinco páginas que le enseñaban de química, física y ciencias naturales.
Los avances en cuanto a disponibilidad y acceso fueron evidentes durante dos siglos, sin embargo, para Jorge Orlando Melo el surgimiento formal de las bibliotecas públicas en Colombia ocurre en la década de los cincuenta con tres hechos fundamentales: la apertura de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín (1954), la fundación de la Escuela Interamericana de Bibliotecología (1957) y la inauguración de la Biblioteca Luis Ángel Arango (1958).
Cuando llegó la Biblioteca Pública Piloto a Medellín, amparada por la Unesco, el edificio de Bellas Artes en la avenida La Playa tuvo un letrero luminoso en neón blanco, azul y dorado en el que se leía el nombre de la institución recién inaugurada. Era 1950 y aún continuaban las remodelaciones de la casona que sería su sede oficial primigenia (hoy allí queda la Casa Barrientos). Al finalizar la década, tuvo más de 3,5 millones de visitas en una ciudad de 600.000 habitantes. Un récord.
Faltaba una biblioteca
La inauguración de La Piloto ocurrió ante los ojos de cientos de espectadores, entre ellos, los del profesor Jorgen Orlando Melo, quien tenía doce años cuando se afilió para prestar libros y hacer uso de los servicios de la biblioteca. Las demandas de la comunidad fueron atendidas: el deporte, la artesanía, la formación laboral, la técnica, la recreación, el arte y los libros infantiles quedaron en un plano igual de relevante al que tenían los textos literarios “de prestigio”, los universales y nacionales.
Su recepción fue tal que partiendo de ella como núcleo, en los años ochenta se desarrolló el primer sistema de bibliotecas públicas barriales del país y en los noventa se consolidó como el eje central de toda una red bibliotecaria que se mantiene a día de hoy: el Sistema de Bibliotecas Públicas de Medellín.
La Piloto se ha sostenido en el tiempo. Las “fuerzas” que en el pasado dieron vida a sus espacios siguen vigentes, dice Yamili Ocampo. El Sistema de Bibliotecas Públicas de Medellín tuvo en 2021 más de 840.000 visitas, la mayoría adultos y jóvenes, además de que registró un total de 8.538 nuevos usuarios con la intención de usar el servicio de préstamo de material.
En La Piloto reposa uno de los cuatro archivos fotográficos más importantes del continente: 1.700.000 imágenes que rescatan la memoria visual colombiana. Imágenes en blanco y negro, retratatos de personajes anónimos, enfermeras, soldados; edificios robustos y anquilosados que dan cuenta de la arquitectura de la época; la dinámica de las fábricas y los nombres de los almacenes: Taller real, Astor Coffee, Restrepos Tamayo, Vinos medicinales. Hay fotografías con más de 100 años de historia (desde 1848 hasta 2005) y artilugios tan antiguos como las tarjetas de visita −el Instagram de la época−: fotos sobre papel de fibra utilizadas para socializar. Hay documentos frágiles: manuscritos inéditos, cajas de cigarrillos y servilletas utilizadas por escritores y artistas de la región; los archivos personales de Manuel Mejía Vallejo, Ciro Mendía, Gonzalo Arango y Carlos Castro Saavedra, además de las bibliotecas personales −9.000 volúmenes− de León y Otto de Greiff.
Autores como Juan Rulfo, Camilo José Cela y Manuel Puig estuvieron en La Piloto. Borges la visitó en 1978 y dejó archivos de audio que aún pueden escucharse. “La vida misma es fantástica, el hecho de estar aquí en Colombia es un hecho fantástico, como todos los hechos de mi vida”, les dijo a los asistentes, afirmando además que su cuento La biblioteca de Babel era pura fantasía. “Mi memoria está llena de versos (...) Yo, que me he imaginado el paraíso bajo la especie de una biblioteca”.
Es tiempo de imaginar ese paraíso.