Durante la Edad Media los bestiarios eran un género popular. Lo mismo recopilaban ilustraciones que relatos, detalles que dieran seña de los seres que poblaban el mundo y que los viajeros podían hallar durante sus recorridos: animales pedestres o fantásticos, bestias acuáticas o voladoras, monstruos reales, imaginarios o de naturaleza híbrida. Cada uno era clasificado según las cualidades que se les atribuían: en el bestiario real de signo positivo aleteaban aves diversas asociadas con la nobleza; en cambio, los cerdos, las serpientes, las cabras y los murciélagos estaban marcados con el estigma del signo negativo. Los dragones, las sirenas, las quimeras y las harpías reinaban en los bestiarios fantásticos. Quienes ilustraron estos libros, en su mayoría, nunca habían visto a los animales que trazaron. Entre las hojas de un bestiario, tan imaginario es un tigre como una quimera.
De signo negativo
Un millón y medio de virus aún desconocidos pululan en la vida silvestre, dicen. Que cualquier animal puede ser el portador de la siguiente enfermedad catastrófica. Que el virus salta de un cuerpo a otro y muta con cada cambio. Que este llegó desde China, de un mercado de animales salvajes que ebulle cerca de las cuevas donde miles de murciélagos duermen. Y el miedo repta por ahí, en ese otro imposible de domesticar. El Bestiario de Aberdeen, escrito en el siglo XII, nos dice sobre el murciélago: “Sin embargo, hay una cosa que hacen estas criaturas malignas: se aferran unas a otras y se cuelgan todas juntas de un lugar como si fueran un racimo de uvas. Si la última de ellas se suelta, el grupo entero se desintegra. Es una especie de acto de amor difícil de encontrar entre los seres humanos”.
De signo positivo
Una zarigüeya camina siguiendo la línea recta de la acera. Lleva a cuestas a cinco de sus crías que mantienen los ojos bien abiertos. Encuentra un árbol, una isla elevada en medio del asfalto, y comienza a trepar. A kilómetros de ahí, dos pavorreales se posan sobre las rejas de un parque, se les mira dudosos, con la expresión de quien abre una puerta recién descubierta y no sabe si debe cruzar. Levantan la mirada y se lanzan hacia la calle: su salto es una cascada de plumas. Otros pavorreales acompañan su osadía y van de un lado a otro entre las calles de una ciudad que parece deshabitada, esquivan los autos estacionados arrastrando una capa verde y azul. Muy lejos, en una isla, el silencio de la calle se quiebra con un montón de pisadas. Un desfile de cabras blancas recorre los jardines de las casas adosadas buscando arbustos y flores. Seguramente, tras las ventanas, recién convertidas en aparadores, hay personas mirando con envidia y asombro.
De signo fantástico
En medio del encierro, una multitud de perros y gatos llegaron a poblar las casas. Asumir el cuidado de otro es una de las formas más efectivas de autocuidado: no hay tiempo para ensimismarse y permanecer en cama más de lo necesario se vuelve imposible. Sabina llegó el día 79 del confinamiento, que era lunes. Pesaba seiscientos gramos y era más ojos que cuerpo. Tenía el pelo gastado, como si llegara de un viaje largo. En pocos días descubrió rincones de la casa que me eran desconocidos. Me gusta observarla en sus exploraciones: igual dirige la nariz al aire que al suelo. Sé que ha trazado una cartografía repleta de olores porque esa es su manera de conocer el mundo. Me descubro en ese mismo movimiento al despertar: hundo la nariz en la nuca de L buscando certezas. Ese aroma también significa que no he perdido el olfato. Habituarse a vivir con un animal es parecido a enamorarse, implica aprender a leer el lenguaje de otro cuerpo. Sabina tiene el pelo negro y blanco, sus ojos son discos dorados salpicados de verde por la mitad. La miro y pienso que adentro tiene un dragón. Uno de esos dragones que custodiaban tesoros en los cuentos