En uno de los mejores estudios que se han escrito sobre el invento de la imprenta, La aparición del libro, Lucien Febvre y Henri-Jean Martin reconstruyen las circunstancias que hicieron posible el perfeccionamiento de la impresión con tipos móviles. Para los historiadores, a la pregunta de cómo esta nació a finales del siglo XV, la persigue muy de cerca el por qué no ocurrió antes. Los orfebres de diferentes partes de Europa debieron mejorar sus técnicas de vaciado y aleación para crear los tipos móviles usados en la impresión, pero nada de eso hubiera tenido sentido, dicen los expertos, sin la llegada previa del papel. Los primeros cargamentos originarios de China arribaron a Europa en el siglo XII, gracias a los comerciantes que negociaban con los árabes. Era un reemplazo obvio para el pergamino, mucho más costoso de producir, pero al principio parecía tan endeble que algunos mandatarios prohibieron escribir documentos públicos en este soporte. Pese a las desventajas de esas primeras versiones, las virtudes se impusieron: alrededor de la ciudad de Fabriano, en Italia, se instalaron los nuevos fabricantes de papel empeñados en mejorar su calidad. Los italianos llevarían a otros puntos del continente su conocimiento en la producción, y progresivamente aparecerían en las principales capitales europeas imprentas y fábricas de papel, siempre inseparables.
Cuando se busca Fabriano en Google, el primer resultado es la página del molino del mismo nombre, que se presenta a sí mismo como una empresa en funcionamiento desde 1264. “Nuestro papel es más antiguo que la propia imprenta”, se lee. Y es cierto, al menos en 200 años. Para Italia, debe ser un lema nacional el rol que desempeñaron en el desarrollo de nuevos métodos para fabricar papel, la experimentación con nuevos engomados y fibras que les permitieron lograr una superficie con mayor adhesión y capacidad para absorber la tinta inyectada bajo la presión de la prensa. Según la experticia y creatividad de cada artesano, los papeles se empezaron diversificar por sus características: tono, gramaje, textura, densidad de la fibra, la materia prima usada, su longevidad y la especialización en su uso: para escribir, para dibujar con diferentes técnicas, para imprimir piezas destinadas a lo efímero o a la permanencia.
La opalina que me gusta no es italiana, es española. Imperceptible para los ojos del afán, la segunda logra mayor cohesión de las fibras, es ligeramente más densa, por lo tanto, más lisa. Tanto que el placer que produce al tacto no deja indiferente a nadie. La manera en que se desliza el lápiz sobre la superficie cuidadosamente bruñida seduce a los artistas, por obvias razones, pero una vez se prueba, así sea para anotar un número de teléfono, no se vuelve a mirar al papel regular con los mismos ojos. Escribir sin resistencia, dejar que el grafito o la tinta serpenteen sin obstáculos, concentrar el esfuerzo en la mente, no en las manos. Esta sensación sigue marcando la búsqueda activa de fabricar el mejor papel, seguro. Si parece un asunto superficial, vale la pena leer un fragmento del célebre ensayo de Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra, dedicado a las sutilezas en materia de diseño y concepción del espacio de los japoneses: “La superficie del papel occidental parece que repeliera la luz, mientras que la de nuestros papeles tienen una mullidez (sic) que la absorbe, que podríamos comparar a la suave superficie de las primeras nieves. Agradables al tacto, ningún ruido se oye cuando se arrugan o pliegan. Es la misma sensación apacible que se tiene al tocar las hojas de los árboles, la misma sensación de jugosidad”. Un buen papel es como un edificio construido con armonía o un vestido hecho a medida. La de Tanizaki es una cita memorable, más porque está impresa en un papel precioso escogido por la editorial Satori: ahuesado, terso, jugoso.
Aralda, Burano, Prisma, Astrobrights, Iris, Majestic, Twill, Sumo, Dolce vita, Pop’Set, Environment, Vila seca, Edad Media... las referencias de papel hacen imaginar una concesionaria o una tienda de perfumes: impecable y luminosa. Nada más lejano al paisaje que arman las tiendas minoristas de papel en Medellín. Eludir la contaminación en el centro de la ciudad es imposible, pero podría uno imaginarse ambientes más apacibles para almacenar los pliegos blanquísimos que la carrera Cúcuta, la avenida Cundinamarca o el cruce de Bomboná y Maturín con Niquitao y Girardot. Afuera, una pátina grisácea recubre paredes, ventanas y rejas. El tráfico de la calle, accidentado e informal, no cesa. Asomarse a pedir un lote de papel, a veces es competir a voces con otros compradores, más avezados, urgidos por el ritmo de litografías que escupen volantes, afiches o empaques de productos por miles.
Quemar una plancha y sacar un diseño en un papel común, un bond por ejemplo, es un trámite que exige pericia, pero más o menos se resuelve rápido, teniendo en cuenta que los 500 pliegos van a ser contados uno por uno por el dependiente de turno. Pero pedir un papel fino es un lance que exige más paciencia. La existencia de papeles importados depende del precio del dólar, de la suerte de los containers en la aduana y de que no exista ningún gran comprador que acabe de un tajo con lo que llega al país. Parece una carrera llena de adrenalina y a veces lo es: contactar al distribuidor y rezar para que la referencia deseada, en el gramaje que se necesita, tenga las suficientes unidades disponibles. Si quedan 50 y necesitas 70, cambia de papel. Y con esa decisión, se transforma buena parte de lo hecho para darle cierto carácter a un diseño.
El gesto de llamar a un proveedor a revisar existencias es de por sí una labor especializada. Para el transeúnte, la sorpresa puede estar de cara a la reja que lo separa de los pliegos deseados. Casi siempre, las muestras de papel cuelgan sucias en algún corcho paralelo a la fila de los interesados. Adentro, permanece resguardado el papel de verdad. Hay que adivinar, por encima de la mella de miles de manos, la belleza real de ese pliego que tras cruzar el océano ya trae sobre sus hombros el peso de una huella de carbono trasatlántica. Pero es difícil, cualquier editor podría dar fe, conformarse solo con los papeles hechos en Colombia. Abundan los estucados, buenos para imprimir fotografía; el bond, que soporta casi todos los usos; y el Earthpact, hecho a base de bagazo de caña por la empresa Propal, del Valle, lo que lo hace una opción ideal si uno quiere alivianar el daño propio de todo lo impreso. Sin embargo, cualquier deseo por singularizar el color o la textura, lanza al comprador al otro lado del océano, a desear papeles hechos en molinos con tradiciones, ya vimos, de más de 700 años. Eso sin mencionar a los impresores chinos, con precios tan absurdos, que resulta más barato el vaivén de pruebas impresas entre continentes hasta llegar a las cajas de ejemplares finales, que imprimir con una empresa local. Su oferta de papel, de tradición milenaria, es envidiable.
Lo que hace que las tiendas de papeles estén lejos de la ensoñación boutique, ―salvo un par de excepciones―, es que la presencia del material casi siempre indica que hay una máquina de impresión cerca. Las opciones del centro son caóticas, una cordillera de papeles sobrantes, manchas de tinta y ruido. Lo complejo del proceso de impresión se enfrenta con la rudeza de la mecánica a toda marcha, de operarios que resuelven varios pedidos a la vez, interpretan solicitudes torpes y descabezan diseños con sus guillotinas. Una vez, mil pliegos impresos me esperaban huérfanos en una esquina porque el papelito diminuto con mi nombre se había caído en el proceso y nadie sabía de quién era el encargo. Hay que ir preparado para esforzarse en dar señas y gritar eso es mío. La ganancia es impresión baratísima, imposible de lograr en otro lugar.
Recuerdo haber visitado hace un par de años una versión del evento organizado por la Asociación Colombiana de la Industria de la Comunicación Gráfica (Andigraf) en Corferias y pensar que la exhibición de las nuevas impresoras se parecía más a una feria de carros que al lugar donde uno esperaría ver a impresores y editores. Máquinas gigantes y relucientes, y al mismo tiempo diminutas para su velocidad y uso: impresión en la mejor definición en todo tipo de sustratos. En horas o minutos. Entre los Cadillacs y Lamborghinis de la impresión, estaban algunos distribuidores de papel, empresas encargadas de proveer a los minoristas que sí pueden venderle a un estudiante un par de pliegos para ensayar un fanzine. Porque para ellos el negocio es de miles, de toneladas. Entre los destellos tecnológicos, decía, sobrevivía el papel y su modestia elegante. Papelcard tenía un estand decorado con recortes de todos los colores, doblados para simular un mosaico de cerámica. Duopapel se concentraba en una esquina surtida con sus cascadas de muestras. Paperboutique regalaba generosamente los tan preciados mostrarios de papel, confeccionados con pulcritud para poner a mano de los interesados la oferta actualizada. En medio de todo ese movimiento, un alto ejecutivo encontró el tiempo para explicarnos por qué cierta opalina nos parecía más hermosa, cálida y perfecta para lo que queríamos hacer, y cómo esas cualidades habían surgido de su conversación con el molino, de explicarles qué buscaba. Después de eso, cómo no pensar que pese a los tonelajes, la escasez y la tensión del mercado, el asunto del papel sigue teniendo en algún punto ese aterrizaje suave, mullido y lechoso que de siglos atrás adoran los japoneses.