En la sala de la casa de la maestra Teresita Gómez pasa de todo. Ahí toca el piano, da clases y tertulias, acaricia a su perrita Frida, habla con las matas y observa a Medellín desde un piso 13. Es una sala muy amplia. Hay muchos cuadros y pinturas, son tantos que parece una galería de arte.
La sala de la maestra es también su estudio. O un pequeño recinto sagrado donde la gente quiere comulgar más íntimamente con ella y con sus sonidos. Y con los artistas que invita. Es un espacio donde se rompe de alguna manera la lejanía del escenario.
Antes de sentarse a tocar el piano, Gómez prende dos cosas: incienso y una vela. Medita unos minutos, respira. Es su manera de prepararse para compartir con las personas que van y la escuchan. O para tocar en soledad y escucharse a sí misma.
—La intención con la que toco es llegarle a la gente como una muestra de amor, estamos tan necesitados de amor. Antes yo decía que tocaba el piano para que me quisieran, ahora lo toco porque quiero a la gente—, dice.
Cada elemento de esta sala es una muestra de amor. Los dos pianos que tiene se los regalaron: uno es de origen checo que le dieron en la década de los 70; al lado hay otro que conserva desde hace diez años, es más oscuro, fue fabricado en Viena y ensamblado en Asia. Ambos brillan, se ve el reflejo de las lámparas, están perfectamente limpios. Los manda a afinar por lo menos cada tres meses.
En las paredes cuelgan ocho cuadros del pintor antioqueño Gustavo Jaramillo: están dentro de unos marcos dorados que parecen de oro. Son los rostros de grandes músicos que han inspirado a la maestra: Beethoven, Brahms, Liszt, Mussorgsky, Dvorak, Rajmáninov, Wagner y Horowitz.
También tiene matas de varias especies, tamaños y colores, porque las matas y Frida son sus compañeras más fieles. A una le puso de nombre María Palitos y otra la sembró en un materno en forma de pianito.
La historia de la maestra Gómez comenzó a escribirse hace 78 años. Los primeros 15 los vivió en el Instituto de Bellas Artes cuando fue adoptada por los vigilantes de este lugar, a quienes ella considera como unos “ángeles”. Allí fue donde el piano se le volvió en su mayor obsesión.
No era una niña cualquiera. Era la niña que vivía en Córdoba con La Playa, en el centro de Medellín. La que le dio la locura de estudiar piano. Una locura que supo pilotear: niña, mujer, negra, churrusquita y que creció con la ausencia de sus padres biológicos (la adoptaron los vigilantes). No era la época indicada, dice ella, para emprender una carrera de música clásica.
Recorrido 360°
—Empecé a estudiar al escondido y cuando me descubrieron hubo un asombro muy grande, porque se preguntaban de dónde había sacado eso. Mis padres (los porteros) me manifestaban que si nos echaban qué íbamos a hacer, porque el piano era para los niños ricos. Ellos tenían la razón en todo lo que me decían, pero para mí eso no era ningún argumento y yo seguía tocando a escondidas—, recuerda.
Fue más o menos un año en el que estuvo en esas, tocando los pianos de Bellas Artes sin que nadie se enterara: lo hacía cuando los profesores y estudiantes se iban y los salones quedaban solitarios. Como en los cuentos de hadas, la pequeña Teresita atravesaba las puertas prohibidas.
Dos fueron las primeras piezas que se aprendió de memoria. Y entonces en esas soledades aprovechaba para practicar. Así se enamoró de la música, del piano y de las artes en general.
—Tuve momentos duros porque el racismo siempre ha existido no solo en Colombia, sino en todo el mundo. Accedí a una beca en 1957 en Italia, pero fue muy complejo porque no pude viajar con mi profesora y había ocurrido por ese tiempo la Segunda Guerra Mundial. Y una negrita por allá tocando no era bien visto, hoy le doy gracias a la vida que eso no fue así porque habría sido muy difícil—, dice.
Su primer concierto fue en París, Francia, en 1983. Y hubo algo que esa vez la sorprendió y emocionó al mismo tiempo: era la primera vez que entre el público había gente negra. Gente negra que seguramente eran diplomáticos. Diplomáticos negros que la fueron a escuchar, algo que nunca había vivido en su país.
—Los afros tenemos una cosa que se llama fe, y cuando me preguntan qué es la fe respondo que es una fuerza ancestral que es de adentro, que es como un empuje para salir adelante. A pesar de que no fui criada por mi familia negra, respeto mucho ser afro. Me dicen que si sé tocar música popular y digo que no, pero que sí la bailo, porque bailo desde niña, bailé rock and roll y twist, y a los 60 años entré a clases de tango—, cuenta sentada frente al piano.
Para Teresita Gómez cada aplauso es único y con los años los ha aprendido a diferenciar: los diplomáticos, los que salen espontáneos y los que son como rafagas de energía que llegan desde los asientos. A la maestra siempre la aplauden, sí, pero no todos los aplausos los recuerda: en su memoria se quedan sepultados sobre todo los que están llenos de energía.



