Video: EL COLOMBIANO
El estudio donde el productor Juancho Valencia conversa con sus ideas parece un museo: es una casa de dos pisos escondida en el barrio Laureles con paredes blancas que contrastan con los afiches de los álbumes de Puerto Candelaria y otros artistas con los que ha trabajado como Oscar D’León, Maite Hontelé, Chelo La Cabra, Chocquibtown, entre otros.
Su nombre es Juan Diego Valencia Vanegas, pero ya es Juancho Valencia. La raíz de este moreno menudito que sonríe todo el tiempo, que no deja de mover las manos mientras conversa y que siempre lleva el pelo desorganizado, es una mezcla de muchas cosas. Su padre, Luis Fernando Valencia, fue un arquitecto, blanco, melómano, coleccionista de música y profesor de la Universidad Nacional. Su madre, Gilma Vanegas, es ama de casa, negra y analfabeta.
Entrar a su estudio es encontrarse con un montón de objetos que cuentan historias. Tiene una grabadora de color beige que le dio su padre, fue su primer estudio de grabación portátil: le metía el cassette, presionaba el botón récord y grababa. Así le salieron sus primeros intentos de canciones, pues en su familia dicen que hablaba muy poco, pero tarareaba constantemente melodías incoherentes.
En un rincón hay un casco anaranjado que trajo de Suiza el año pasado, luego de conocer el laboratorio de física de partículas más grande del mundo, el CERN. Era un sueño que tenía pendiente. También están colgados un par de cuadros con imágenes de la Nasa, incluido uno que él mismo hizo: un Juancho astronauta que viaja al planeta Marte en 2521.
A un lado brilla el gramófono dorado que ganó en 2019 en los Premios Grammy Latinos en la categoría mejor álbum de cumbia o vallenato. Y en un cajón, más abajo, está un viejo acordeón de los años 80. Arriba, en una repisa, lo mira Juanchito, un muñeco de lana que a veces le ayuda a componer cuando la inspiración le falla.
Su instrumento principal es el piano: lo aprendió a tocar cuando tenía 3 años. Está al lado derecho, junto a la ventana. El piano, dice él, le da la posibilidad de tener una mirada mucho más amplia: logra de una manera concreta y racional algo tan apasionado, sentimental, misterioso e invisible como es la música.
Está frente al piano. El Sol le pega en la cara y empieza a tocar las teclas negras y blancas. Mueve con una agilidad asombrosa los dedos de un lado para el otro. Se desprende de sí mismo y saca su esencia, sus sonidos. Cierra los ojos. Se le olvida todo, hasta quién hay al lado.
Su iniciación musical fue en la Universidad de Antioquia, allí estuvo durante diez años. Luego en la Universidad Eafit se graduó del pregrado en Música. Es compositor, gestor cultural y cabeza artística y musical de Merlin Producciones. También es quien dirige a Puerto Candelaria, esa agrupación que él define como el macondo de los sonidos donde todas las combinaciones sonoras son posibles.
En Juancho confluyen naturalmente el vallenato, la música clásica, el jazz, el bambuco, el tango. Siempre, casi siempre, está en un constante diálogo con los ritmos y los instrumentos, pero también hay momentos en los que busca el silencio para calmar la mente: la música, a veces, lo abruma y controla. Entonces cuando quiere silencio detiene todo y sale por las calles de Medellín a montar en bicicleta. Esta es su manera de desconectarse.
Tiene muchos maestros: los que le enseñaron en la academia, y los que no alcanzó a conocer pero que llegaron por la música. Esos ídolos para él son como duendes que todo el tiempo le conversan cuando está haciendo las canciones en su estudio.
Y esos duendes, que son tan importantes como los reales, tienen nombre: Lucho Bermúdez, Celia Cruz, Astor Piazzola, Charlie Parker, Residente y Calle 13, y los escritores Fernando González y Gabriel García Márquez. Es un diálogo desde diferentes áreas artísticas que entran en su cerebro y salen en forma de canción o de álbum musical o de concierto.
El Juancho Valencia niño nunca ha muerto: es inquieto por naturaleza. En cada paso que da encuentra una historia, porque siempre va con los ojos abiertos, el olfato atento y los oídos bien afilados. Aunque se considera malo para colocarle los títulos a sus canciones, sí tiene claro cómo se podría llamar el sencillo que resumiría su vida: el niño curioso. Él espíritu curioso de ese niño de la grabadora de juguete beige sigue vivo, muy vivo.



