JAZ estudió diseño y terminó trabajando como fotógrafo de procedimientos judiciales en la Fiscalía. Hace 20 años, ya decidido a ser pintor, llegó a Barbacoas bien vestido y con un maletín lleno de pinturas. Se internó en una olla de vicio conocida como La Perla y rayó en las paredes las escenas alucinadas que sucedían a su alrededor. Sexo, drogas, edificios, carros, animales, frases sueltas en inglés, impresionismo psicodélico sobre muro blanco.
Se convirtió en el pintor de esa isla supurante de seres abandonados, despreciados y orgullosos, que consumen calle, sin techo y en azarosa búsqueda de refugio; una isla que por décadas ha deambulado por la ciudad, de Guayaquil a Niquitao; de Barrio Triste, al río; de la Minorista a la avenida de Greiff; en Barbacoas, los puentes de la Oriental y última estación el Bronx.
Se hizo habitual e inadvertido, un loco más, y los adictos, los rebuscadores y los travestis le empezaron a posar. Alcaldes sucesivos intervinieron, desalojaron y drenaron la isla flotante de ollas de vicios hasta que consiguieron anclarla en el Bronx, donde quedaba la seda de la imprenta Dinámica, empresa en la que Jorge Alonso había trabajado. Los dueños se fueron buscando mejores paisajes para sus impresiones y JAZ convirtió el lote de dos plantas en su casa-estudio.
Recorrido 360°
Hay realidades que son impúdicamente reales, inapelables y al mismo tiempo inverosímiles, por descarnadas. Nos resistimos a aceptarlas. Y el intento o la intención de no mirar el paisaje a los ojos, de no dejarse escrutar por la intromisión al universo JAZ, es tan inútil como cubrirse el rostro con uno de esos sofisticados cajones oscuros de realidad completamente aumentada.
Con la curiosidad y el asombro suspendidos mientras caminamos por la carrera Cúcuta hacia el estudio, el espectáculo de la autodestrucción humana a ras de asfalto se expande bajo los pies, es la realidad aumentada de cuerpos entretejidos sobre la calle, cubiertos con trapos, cartones, plásticos, entregados al abandono acogedor de la calle y de sus humos, a su crueldad y comprensión, y a cada paso en dirección al viejo edificio emerge una cuadra andrajosa y bulliciosa que tirita sus miserias.
JAZ quita el cerrojo de la puerta de hierro y se abre una grieta de consoladora oscuridad. La puerta se cierra, pero la calle ya está metida por dentro.
A tientas, siguiendo la voz de Jorge Alonso, llegamos a un malacate. El aparato traquea mientras asciende paquidermo y algo de claridad se filtra desde el techo. Con la vista al frente y la frente en alto, ya sin la necesidad de las anteojeras, el gris del cemento de los muros internos aparece y limpia la mirada.
Cuando la máquina se detiene y se encienden las luces del estudio, las escenas proscritas de esas calles confusas, con sus personajes coloridos llenos de complicidad, cuelgan de las paredes, en multitud de formatos y tamaños, enmarcadas en las pinturas de JAZ. La realidad de esos cuadros inaceptablemente reales se mezcla con el barullo y los gritos de la calle, que se filtran por las rendijas del edificio, mientras el artista guía el recorrido y explica su trabajo.



