Para Cristóbal Peláez el teatro es un lugar sagrado, un sitio muy colectivo, de ritual, que provoca respeto y al mismo tiempo cariño. Significa lo que para un escritor es el papel y para un músico su instrumento. Siempre será, dice, un espacio sacro, en el mejor sentido de la palabra: lugar donde se divierte. También en el que comparte el ideal y el itinerario estético. En el teatro él quisiera permanecer siempre, y si algo les pediría a los dioses es que lo mantuvieran encerrado ahí. Piensa en el relato de Kafka, Un artista del trapecio, y ese ser que no quiere bajar nunca a tocar tierra, sino estar en esa dimensión del imaginario. Cristóbal es como ese ser del trapecio, que no quiere bajarse nunca del teatro.
Hace cuentas: el Teatro Matacandelas puede llevar más o menos 9.000 funciones públicas en 43 años, y si eso se multiplica por lo que requiere cada una, que son un promedio de cuatro horas entre preparación, presentación y desmontaje, básicamente ha pasado muchos años encerrado allí. Uno se va acostumbrando, dice, a esta oscuridad y la piensa como una nave en la que va viajando y realizando sus sueños. Ahí donde se plantea todas las inquietudes que tiene hacia adentro sobre la visión y la concepción del mundo.
Casualmente siempre decimos que el escenario es un lugar de verificación, porque nosotros somos unos integrantes de mucha conversación, de mucho contacto. Casi siempre estamos hablando de autores, temas y preocupaciones individuales, que se convierten en colectivas. Luego venimos al escenario a mirar cómo funciona eso. Todo lo que hemos hablado en la calle, lo que hemos observado, porque al teatro no solo lo hace una aplicación de conocimientos. Hay un gran trabajo en leer, mirar, observar y luego se regresa a este espacio, a la hoja en blanco, a ver cómo se llena con fantasmas.
Lo primero que necesita un director de teatro, explica Cristóbal, es una idea un poco metafísica, evanescente, que todavía no tiene cuerpo. Luego se transforma en urgencia de ponerle cuerpo, hacerla visible, palpable, que necesite de un espacio y de un actor o actriz. Y él está en un colectivo que trabaja en condiciones ideales, con un cuerpo de actores que están siempre dispuestos a experimentar, a no ir tan rápido, como la época, que es de tanta velocidad. Le hacen un homenaje a la pausa, a tener el tiempo disponible para elaborar, pensar, reflexionar y que esas ideas se aniden y darles corporeidad en el escenario, y luego trabajar con los objetos y llegar a la dramaturgia, y a lo que va pidiendo la obra.
Hay ideas que llegan con las preocupaciones y otras que rebrotan. La de hacer La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio los persiguió más de 20 años hasta que fue como un tumor que no aguantó más la piel y explotó.
Entre todo, una claridad: no se hace teatro por obligación. El teatro se hace por placer.
Por eso pueden encerrarse seis, ocho, diez, doce horas.
Cuando el director se pone frente a la obra, el día del estreno, lo que siente es como si se le hubiesen metido a la casa y la estuvieran saqueando. Es increíble, dice, como una violación del espacio. Empieza otra fase, porque el personaje nunca queda construido. No hay que olvidar que el teatro es un diálogo entre el actor, la actriz, el público. Incluso hay que abordar rápido ese espacio para ese diálogo se dé rápido. Es una manera maravillosa y misteriosa. Hay que darle casi que una nueva orientación a la obra. Yo todavía no puedo entender ese misterio, es una subonda que existe entre la representación y el público: el actor empieza a avanzar en su papel, a darle mayor solidez, una textura distinta, porque el público ha obrado eso en él, y cuando vuelve a ensayar solo ya ensaya muy en el vacío y se produce un momento de creación brutal.
El actor ya no sabe estar solo.
Cristóbal define ser director como el intermediario entre el público y los actores. El actor y la actriz, dice, son seres muy susceptibles y débiles frente a una audiencia, unos animalitos muy extraños, generalmente tímidos, que se expresan a través de otros saberes y del cuerpo. Tienen una sabiduría que ellos no entienden y él debe ayudarles a que salga a flote. Eso es algo maravilloso, continúa Cristóbal, ese no saber que saben y que entonces brote toda su potencialidad. El director no es simplemente un reglamentador, alguien entregado a la disciplina que garantiza el espectáculo en la forma y en las fechas, sino que es alguien que desencadena. Eso me preocupa mucho y es la parte que me encanta.
Cuando Cristóbal va a dirigir se pone frente al escenario, elige la silla que está en toda la mitad. Lleva su tinto, su agua, su cigarrillo. También es actor, pero ya no actúa casi, salvo en obras infantiles. Le gusta mucho manejar los títeres. Yo actúo todos los días con la gente. Y también escribe, aunque ahí va más lento. Lo hace ya no en el escenario sino en la oficina, y sobre todo en las mañanas, que la casa es muy solariega, antes de las 10:30 de la mañana. También en la noche, ya en su casa. Todos los contenidos del grupo los escribe él. En el Matacandelas todos hacen de todo. La administración es en colectivo. Al lado hay un cuadro que es una pregunta que se hacen cada tanto: ¿Cómo lo haría Lubitsch? Porque Lubitsch, explica Cristóbal, lo sabía solucionar todo.
Hace varios años, más de diez, Cristóbal me contó sobre el personaje de la primera obra que hizo, y eso explica muchas cosas. “Una entrada rápida en un sainetico: “El artículo 255”, y un texto: ¡Zapateta, que muchacho tan bruto...! Quedé anclado en un escenario de por vida”.
