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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • ¿Y para qué sirve un taller de escritura?

¿Y para qué sirve un taller de escritura?

Cada vez son más comunes los talleres de escritura en Medellín, se hacen en librerías, universidades y apartamentos de expertos. ¿Cómo son? ¿Por qué se hacen?

Por Lucía Martínez Castellanos | Publicado

Hace seis meses asisto a varios cursos en los que leemos y escribimos. La tutora es la escritora Virginia Cosin, que vive en Argentina y desde allá, a través de Zoom, hace sus clases de las que participamos personas que también viven en ese país y que vivimos en otros. De los apuntes de mi curso de ensayo con Virginia tomo lo siguiente sobre el concepto de “taller”: materiales dispuestos, lo que sobresale de la madera, la astilla como residuo, la parte no noble del material, las recaídas, incluso, el desorden. Pensar en la acepción de taller como lugar al que se lleva algo para ser reparado (las soluciones, las herramientas, el paso a paso para escribir) reprime la naturaleza de la escritura y del taller mismo. Habría que considerar otra connotación más cercana a la del lugar de trabajo, al taller como escenario que nos pone ante una dificultad y nos empuja a entrar en ella sin la expectativa de la salida. Cuando en Escribir un cuento Raymond Carver habla de “esa forma especial de contemplar las cosas” que se necesita para escribir, quizá se refiere a esto: no limar la astilla sino rodearla, recorrer cada defecto de la superficie y el contorno, detenerse allí, observar e insistir.

Una de las primeras cosas que debería decirse de un taller de escritura es que no logramos ponernos de acuerdo sobre qué es y cuál es su propósito, lo que significa que, para cualquiera que sea su fin ulterior, estar de acuerdo sobre su naturaleza y finalidad es irrelevante. Querer trabajar un cuento, incorporar herramientas para escribir en ámbitos laborales, hacer tiempo para leer, tener una excusa para cumplir con el plazo de una entrega, encontrarse con otros, imitar al escritor, ponerse a sí mismo como tema, acumular imágenes, domesticar la paciencia, o inscribirse para tener la oportunidad de ser leída por el tallerista del que una está enamorada, hacen del consenso una imagen imposible para abastecer la definición de un espacio así.

Paradójicamente, es esa intrascendencia que doblega la unanimidad lo que hace de un taller de escritura una región extraordinaria, una experiencia de otro orden que vale la pena porque no tiene fines más allá de sí mismo.

Supongamos un taller de escritura consciente de su propia calamidad. Supongamos un taller de escritura indiferente a la promesa de las soluciones efectivas. Supongamos un taller de escritura que se resiste a las modas reguladoras que dicen “normalicemos esto o aquello” y que advierte, como señala Alan Pauls, en su conferencia Probar otra vez. Fallar otra vez. Fallar mejor, que escribir literatura no es normal: «Nadie que no quiera problemas quiere escribir». Hay muy poco para elegir sobre el propósito de un taller de escritura, no importa la orilla de aprendizaje en la que se esté. Participar de uno, bien como tutor bien como estudiante, supone, se quiera o no, la renuncia total a la búsqueda personal, e impone un gobierno paralelo de la voluntad, la pérdida irreparable del sentido común para convertirse en el tránsito aventurado por un páramo cuya cortina de niebla se convierte en la espesura que se quiere atravesar sin saber qué espera del otro lado. Así de frío, así de opaco, y por lo mismo, así de emocionante.

En lugar de esquivar o pulir la imperfección, el taller debería enfrentarnos a la cuestión trascendental que es, volviendo a la conferencia de Pauls, descubrir cuál es, verdaderamente, el problema de nuestra escritura; volviendo a las notas del curso de ensayo con Virginia, descubrir quién es uno en ese problema.

Ese asunto al que se llega, ese rasgo incómodo que subyace a lo que cada uno hace cuando escribe, es absolutamente personal y estamos irremediablemente solos ante ello. Sin embargo, nos reunimos con una cantidad de desconocidos (casi siempre desconocidos y si son de otro país, más extraños aún) para darnos cuenta de los desvíos, manías y corrupciones de nuestra escritura. Recobro el entusiasmo cuando vuelvo a El taller blanco, ese ensayo de Eugenio Montejo en el que dice: “Solo en soledad alcanzamos a vislumbrar la parte de nosotros que es intransferible, y a caso esta sea la única que paradójicamente merece comunicarse a otros”.

¿Y si el taller de escritura no nos brindara ninguna instrucción, ninguna clase de herramienta sino que, por el contrario, nos llevara a una permanente confrontación con el fracaso, a una secuencia de intentos fallidos en los que nada se logra y solo queda seguir, volver sobre la misma cosa una y otra vez, hacerle preguntas que no tienen respuesta y así, solo así, seguir escribiendo para constatar que la escritura es siempre un tanteo permanente e inconcluso del deseo? Si acaso un taller de escritura tiene un propósito, no podría ser uno distinto al de la postergación indefinida de cualquier propósito. Como dice Blanchot, «Lo que ha llegado no ha llegado —así hablaba la paciencia para no precipitar el final—».

Necesitamos, entonces, nuevas metáforas, desvíos hacia la imaginación para aproximarnos a otras definiciones, a nuevas oportunidades de entender el sentido de hacer algo vacío de correspondencias con lo conocido. Pienso en una premisa de escritura dada en un curso: el tutor le pide a los asistentes que busquen en el trabajo de artistas de diferentes disciplinas la respuesta a la pregunta ¿A qué se parece un taller de escritura?, y con ese material escriban un texto sobre talleres de escritura para un medio cultural. Si fuera una de las asistentes, habría escogido Obras de Édouard Levé para responder.

Un taller de escritura se parece a:

291. Lanzada desde un piso treinta, una cámara filma su caída.

323. Un hombre sumido voluntariamente en un estado de extremo cansancio pinta a un hombre durmiendo.

333. Una silla enorme rodeada de varias mesitas.

440. La arquitectura de un inmueble imita su explosión.

456. Un frasco de un decilitro contiene un litro de agua deshidratada.

Cualquiera de esas obras imaginadas, pero nunca llevadas a cabo por este artista francés, se acercan más a una imagen que a una definición, a un sentido abierto que no presume de conformidad y resolución, que insiste en que un taller de escritura solo puede ser un terreno resbaloso, una barra de jabón escurridiza de la que solo tenemos la sensación de haber tenido entre las manos por la capa de espuma que nos queda y con la que apenas alcanzamos a limpiarnos un poco para esperar el siguiente intento de atraparla, sin que importe que su único destino sea que se deshaga entre las manos y volvamos a empezar.

Ahora, ¿qué provoca, en alguien que escribe, el deseo de impartir un taller de escritura? ¿Por qué alguien que seguramente tiene poco tiempo para escribir —“poco” es apenas una convención ordinaria, una manía del lenguaje para introducir con sutileza el problema del tiempo en la escritura que es, a su vez, el problema del tiempo en quien escribe— dispone de horas para preparar lecturas, procedimientos, discusiones, materiales y, luego, dispone de más horas para revisar, comentar y acompañar las entregas de sus estudiantes?.

Hay que arriesgarse con una respuesta desconcertante: quienes escribimos no somos personas desinteresadas y abnegadas. Tampoco somos personas que sepamos muy bien lo que estamos haciendo y cómo lo hacemos. Vivimos en la permanente búsqueda de algo, pero tampoco sabemos bien de qué, y quienes imparten cursos y talleres presentan a otros de manera ordenada ese intento de rastreo, hacen de la confusión un procedimiento para la imaginación. La ficción necesita mucho de que estemos perdidos.

Fundamentalmente, alguien que escribe y enseña sobre escritura es alguien que no tiene respuestas, no tiene salidas ni soluciones. Tiene, por el contrario, preguntas, casi siempre sobre sí mismo, sobre la forma en la que le suceden las cosas cuando escribe, sobre los problemas esenciales de su propia escritura, y ha resuelto un método o varios para que sus preguntas se conviertan en preguntas para otros, y así hacer de la escritura algo universal y común. La generosidad de quien dirige un taller de escritura se produce en el borramiento de esos límites entre lo propio y lo ajeno, en la renuncia a la autenticidad y exclusividad de sus preguntas para hacerse otro a través de otros y que los otros se hagan otros a través de él mismo y de otros. ¿Qué hace alguien que quiere escribir martillando en la escritura ajena, si no fuera esta, en el modo barthesiano, una oportunidad para poner la propia escritura en escena?

Alguien que escribe e imparte un curso de escritura es también alguien que está procurando un modo de pagar los servicios, reunir para la renta, abonar a la tarjeta de crédito o ahorrar para un viaje con los modestos e inestables ingresos que genera un taller. Es altamente probable que del 1% de la población mundial que es millonaria, ninguno de los individuos que la conforman sea un escritor, y podría ser también que, de toda la población de escritores, apenas el 1% no necesite buscar otros modos de subsistencia distintos a sus regalías o rentas, lo que significa que, para evitar la hambruna y el desalojo de la mayoría, quienes escribimos debemos pasar la mayor parte del tiempo dedicados a otras cosas: editamos, corregimos, traducimos, enseñamos, escribimos para redes sociales, trabajamos como oficinistas, y solo nos queda en cada una de estas ocupaciones traficar algo de nuestra propia escritura, transformarlas en material de investigación para nosotros mismos. Quizá la amenaza de la pobreza es lo que ha permitido que ese repertorio de oficios paralelos se convierta en el retorno constante e infinito a la voluntad de escribir. Del intento (siempre fallido) de resolver algo están hechos los talleres de escritura: por eso volvemos a inventarlos y volvemos a inscribirnos.

Pienso en una premisa de escritura dada en un curso: el tutor le pide a los asistentes que escriban un cuento, una historia, lo que quieran, cuyo tema sea el problema que creen que vienen a resolver al taller y le den un giro. Si fuera una de las asistentes habría escrito este argumento: una mujer está enamorada del tallerista y asiste a su curso con la ilusión de que él la lea y la admire por lo bien que escribe, pero se da cuenta de que ese no es un problema de verdad. Su problema real es que quiere prolongar indefinidamente la confusión y el aprieto de su escritura y así tener un motivo para regresar una y otra vez, cada vez mejor y cada vez más perdida, hasta que el tutor se enamore de ella.

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