Conocer nuestro patrimonio cultural es una invitación a viajar en el tiempo por nuestra historia a través del esfuerzo y la dedicación de personas que quisieron ser recordadas en el trazado de pueblos y ciudades, en la elaboración de objetos útiles y artísticos o en documentos públicos o literarios, así como en sus formas de comer, festejar, hablar o convivir y que nos permiten sentirnos parte de ese territorio que hoy denominamos Colombia.
Para llegar a esta definición amplia de patrimonio cultural, lo primero que debemos entender es que las definiciones y los ámbitos que comprende varían de acuerdo con cada momento histórico, dotándolo de una especial versatilidad.
En reconocer y conservar nuestro patrimonio cultural, así como en estudiar las alternativas para aprovecharlo, se han invertido cuantiosos recursos económicos y numerosos esfuerzos institucionales y personales, y el propósito de este breve texto intentará enumerarlos y describirlos para así dejar una visión general de un camino que se empezó a transitar a finales del siglo XIX y que aún en el XXI seguimos recorriendo.
Durante el período colonial y en buena medida debido a la estrechez económica imperante en nuestras ciudades, la conservación de las estructuras arquitectónicas preexistentes fue producto principalmente de razones de índole monetaria, más que conceptuales o de valoración histórica y que tenía más que ver con la resolución de un problema del presente. En este sentido hay infinidad de casos de iglesias que se construyeron sobre los cimientos y muros de sus antecesoras, o de edificaciones que, con el pasar de los años, fueron adaptadas para distintos usos desde residencias, despachos oficiales o instituciones educativas.
Fue así como “construir sobre los construido” fue una máxima que tuvieron en mente los ingenieros militares como Antonio de Arévalo y Porras (1715-1800) al momento de continuar con los trabajos de fortificación del castillo de San Felipe en Cartagena que se habían iniciado en el siglo XVII o constructores como Domingo de Petrés (1759-1811) en la Catedral de Bogotá, quien partiendo de lo que habían hecho otros reformó por completo el aspecto de esta edificación.
Esta actitud práctica se mantuvo vigente incluso después de la Independencia y eso explica porque un arquitecto como Luis Felipe Jaspe (1846-1918) decidió adaptar la antigua iglesia de La Merced para adecuar en su interior el teatro Heredia en Cartagena, hoy conocido como Adolfo Mejía, y Horacio Marino Rodríguez (1866-1930) cuando intervino el antiguo claustro de San Ignacio en Medellín, que desde 1870 servía de sede de la Universidad de Antioquia, aprovechó al máximo la estructura del edificio preexistente para adaptar en su interior el Paraninfo.
Esta actitud hacia el pasado empezó a cambiar desde finales del siglo XIX y las razones que llevaron a destruir el patrimonio cultural, principalmente el construido, fueron varias en donde se pueden mencionar desde un incipiente desdén por lo propio hasta el vertiginoso crecimiento que afrontaron nuestras ciudades y que en muchas ocasiones y con el fin de ampliar las vías, como fue el caso de la carrera 7ª que condenó al viejo claustro de Santo Domingo en Bogotá a su demolición en 1939 o para habilitar suelo urbano para levantar nuevos rascacielos como sucedió con el edificio Gonzalo Mejía en Medellín, diseñado por el belga Agustín Goovaerts (1885-1939), que fue echado abajo para cederle paso a la torre de Coltejer en 1968.
La respuesta que dieron nuestras ciudades al desbordado crecimiento fue descrita por el escritor antioqueño José Mejía y Mejía (1911-1974) como la “industrialización del espacio aéreo”, quien consideraba que “la ciudad nueva busca ahora dilatarse hacia el espacio aéreo para no asfixiarse dentro de la vieja urbe sumergida en calles angostas, vías estrechas y congestionadas de tráfico”. Era evidente para muchos que en ese momento la ciudad heredada no podía convivir con la nueva que ahora se debía sobreponer sobre la anterior, y que se ofrecía como un pesado lastre que encerraba muchos de los males que el urbanismo y la arquitectura gestada bajo los preceptos del movimiento moderno se proponían solucionar.
Desde un punto de vista legal y con el ánimo de defender ese patrimonio cultural que ahora se veía como una clara amenaza a lo que entonces se consideraba el “progreso”, la Nación intentó defenderlo con instrumentos legales, como la Ley 163 de 1959 y desde instituciones como el Instituto Colombiano de Cultura, la Corporación Nacional de Turismo o la Fundación para la Conservación del Patrimonio Cultural Colombiano liderada por el Banco de la Republica. Desde estas entidades públicas se realizaron ingentes esfuerzos por salvaguardar ese “pasado” que estaba vinculado con nuestra identidad como nación y con nuestra historia. Era frecuente referirse al patrimonio cultural con nostalgia y como un vestigio de tiempos pretéritos.
En nuestro país, el gran cambio en la noción de patrimonio cultural sin duda fue responsabilidad de la Constitución Política de 1991 y de la ley general de cultura, que abrió una amplia compuerta que permitió redefinir su significado. Si se compara la diversidad cultural a la que apela la nueva definición de patrimonio cultural expresada en la Ley 397 de 1997 con la visión que teníamos en 1959, es entendible que en los últimos años el tema del patrimonio cultural haya desbordado ampliamente a los especialistas de entonces, que en general eran arquitectos y antropólogos, y que hoy en día cobija a todo el mundo.
Sin embargo, el cambio más importante en la noción de patrimonio cultural tuvo lugar con la adopción de la Política de Patrimonio Cultural Inmaterial en la Ley 1185 de 2008, que incluyó los usos, representaciones, expresiones, saberes y técnicas, junto con los oficios tradicionales, así como los espacios culturales que les son inherentes a las comunidades como parte integral de ese patrimonio cultural. Esta nueva variable en el mundo del patrimonio cultural nacional no solo cambió para siempre el mapa de los lugares que tradicionalmente identificábamos como patrimoniales y que se centraban en centros históricos como Cartagena o Barichara, y permitió que lugares antes ignorados o menos conocidos, como Palenque (Bolívar), Galeras (Sucre) o Buenaventura (Valle), con sus manifestaciones inmateriales, tomaran un lugar también destacado.
Por esta razón, desde un punto de vista institucional, en muchos casos los antiguos expertos en patrimonio han tenido que abrir su mente para interesarse por otros temas que van más allá de los objetos o de los ambientes tangibles definidos por muros que podían tocar, y que ahora incorporan la dimensión inmaterial que incluye la cocina tradicional, las fiestas y celebraciones, los relatos orales o los oficios como manifestaciones patrimoniales. En sus antiguos dominios ahora campean desde chefs de cocina hasta cuenteros, parteras y tamborileros. Cada cual ha salido a exigir su cuota en ese gran espacio abierto para todos, que abarca la identidad nacional y que conforma nuestro patrimonio cultural.
En esta nueva visión, uno de los grandes retos que enfrenta la recuperación del patrimonio cultural en Colombia, si es que no el mayor de todos, tiene que ver con llevar a la práctica el artículo 7° de la Constitución de 1991, que dice que “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana”, cuando en general se tiende a legislar desde y para una sola realidad étnica y cultural.
En este sentido, hay infinidad de ejemplos que hoy en día amenazan y ponen en riesgo de desaparición múltiples manifestaciones culturales y conocimientos tradicionales. Uno de ellos, que tiene que ver con el gremio de los arquitectos e ingenieros, es el Reglamento Colombiano de Construcción Sismo Resistente (nsr-10), que considera casi como única alternativa los reforzamientos estructurales con hormigón armado, que en ocasiones desvirtúan por completo los inmuebles patrimoniales que se pretenden proteger y que, por otro lado, elevan de tal manera los costos que los vuelven inaccesibles para los inversionistas privados.
Esta manera de legislar, partiendo de que todos los edificios se deben reforzar de la misma manera, y dejando de lado los materiales constructivos tradicionales, como la tierra o el bahareque, deja en evidencia otro problema: que el patrimonio se mueve justamente en las excepciones, en las particularidades de ese país pluriétnico y multicultural que defiende nuestra constitución. Por esa razón es realmente urgente que las entidades gubernamentales sean conscientes y respetuosas con esas “otras maneras” de hacer las cosas. Así, el propósito no se limita a modificar la norma nsr-10 de 2010, sino todas aquellas leyes y normas que atenten contra las comunidades y sus expresiones culturales, que al final dejan en evidencia su manera particular de vivir, gozar, transportarse, comer o construir.
No es aceptable, por tanto, que un oficio como la partería tradicional que se mantiene vigente en los departamentos del Valle, Chocó, Cauca y Nariño, y que fuera incluido en la Lista indicativa del patrimonio cultural inmaterial de la nación en 2016, sea una práctica no reconocida por el Ministerio de Salud ni por el Sistema Nacional de Salud. La Política para el Conocimiento, Salvaguardia y Fomento de la Alimentación y las Cocinas Tradicionales de Colombia, liderada por el Ministerio de Cultura desde 2012, se enfrenta a dificultades legales para ser implementada, porque algunas prácticas tradicionales, como cocinar con leña, en ollas de barro y con utensilios de madera, son actividades que no están permitidas por las secretarías de salud, como tampoco lo está cocinar con hormigas culonas, al no tener este producto definido una fecha de vencimiento, o envolver un tamal en una hoja de bijao.
Los campesinos enseñan a sus hijos desde una edad temprana los oficios propios del trabajo en el campo y éstos a su vez les ayudan con las faenas de la vida rural que se estrellan con las normas definidas por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), que las considera trabajo infantil.
La lista de problemas semejantes es enorme, y resulta evidente que hay que modificar las leyes y adaptar las normas para que el artículo 7.° de la Constitución de 1991 deje de ser un enunciado y se cumpla. Pero esto, sin duda, demandará años de trabajo y mucha voluntad política. Pero es, con certeza, el único camino posible para asegurar que los conocimientos y prácticas culturales tradicionales que caracterizan nuestro rico y diverso patrimonio cultural se puedan preservar y que las comunidades que aún conservan estas prácticas culturales las mantengan y aseguren su sustento y un mejor nivel de vida. Es el momento de preocuparnos más por el mantenimiento y la transmisión de los conocimientos y de mejorar la calidad de vida de los sabedores y portadores de los oficios culturales que de la conservación de los objetos.
Por último y lo más sorprendente de todo es que es justamente en estas tradiciones, como usar los materiales constructivos de cada región, cocinar con los productos locales o aprovechar la sabiduría ancestral de quienes han usado de manera adecuada los recursos naturales, donde encontraremos pistas para enfrentarnos de una manera más adecuada y responsable con nuestro medio ambiente, en un planeta que así lo exige. Por lo anterior, los temas relacionados con la defensa del patrimonio cultural si bien siempre tendrán que ver con nuestro pasado y presente, hoy más que nunca están relacionados con nuestro futuro.
*Arquitecto, ex director de Patrimonio Cultural del Ministerio de Cultura, actualmente vinculado al Instituto Argamasa