Introducción libre: Viajar, viajar, viajar: conocer el mundo. Subir la foto a Instagram. Es el mandato de nuestros tiempos. Pero decía Miguel Ángel Asturias: el turista que viaja como un bulto nada tiene por aprender. Como una rareza, a veces con tintes fetichistas, viene creciendo el turismo literario en Antioquia. La intención: ir detrás de la imaginación, desde el Matías Aldecoa de León de Greiff hasta los delirios de Barba Jacob en Angostura. La Gobernación prepara una guía turística para conocer escritores de todas las regiones. ¿Habrá público para seguir estas peregrinaciones? Emprendamos un viaje de palabras con inicio en La Mancha y final en Bolombolo, frente al Cauca, y entremos en la fantasía...
Muy triste fue la llegada de Azorín al Toboso. No había seña de la sin par Dulcinea, no ladraba un perro, no cacareaba un gallo. No encontró el pueblo caudaloso de El Quijote; en cambio, penetró en él la sensación de abandono, de muerte, y vio las paredes agrietadas, ruinosas. “¿Cómo el pueblo del Toboso ha llegado a este grado de decadencia?”, se preguntaba de camino por las calles silenciosas, y masticaba la amargura: “¿Dónde está la casa de Dulcinea?”. Azorín hizo la ruta de Don Quijote —como luego titularía su libro— en 1905, tres siglos después de la publicación de la novela de Cervantes. Como el caballero de la triste figura, Azorín recorrió la Mancha y habló con la gente de los pueblos, bajó a la Cueva de Montesinos y vio los molinos de viento que, en la imaginación del loco, se tornaban en violentos gigantes. Fue un viaje agotador, lleno de nostalgia, construido con palabras, afincado en la imaginación. Una peregrinación literaria.
Como el de Azorín, románticos o ensoñadores, hoy se hacen miles de viajes. Los lectores de Hemingway van a Finca Vigía, con devoción, a mirar desde afuera, a través de los cristales, la casa en que Papá escribió El viejo y el mar. Asomándose entre los visillos imaginan la vida del autor con Martha, su tercera esposa; van detrás del escritor-personaje: el boxeador, el bebedor, el cazador. Y en Madrid, ciudad de los afectos de Hemingway, los seguidores de Valle-Inclán simulan una noche de bohemia y siguen los pasos del autor de Las sonatas. Rememoran las polémicas del señor de las barbas de chivo —como lo llamó Rubén Darío—, van a los cafetines donde peleó el ídolo, se toman fotos con su estatua manca.
Contrario a Azorín, que recorrió la Mancha en solitario, los viajeros de hoy caminan con guías y compañeros. La tendencia se llama turismo literario y ha crecido en Europa y América. Estas romerías pretenden relacionar las obras con la geografía, comparar el mundo real con el imaginado, penetrar, no sin algo de fetichismo, en los rasgos obsesivos del escritor a través de sus objetos: unos lentes resquebrajados, una silla desvencijada, una pipa curtida. La quimera de aprehender un alma perdida. Como hay público dispuesto a entrar en la aventura, el turismo literario llegó a Colombia desde hace años, en muchos casos gracias a iniciativas privadas. La ruta más obvia es la de García Márquez en el Caribe, con Aracataca como centro, que lidera la Fundación Gabo. Pese a la popularidad inmensa del autor, el recorrido apenas ha tomado forma. Como Azorín, el lector de Cien años de soledad puede desandar los pasos del narrador, caminar dentro de la ensoñación y perseguir la fantasía de emprender el viaje a la ficción, como diría Vargas Llosa. El turismo literario es en efecto un viaje a la ficción. No hay Dulcinea en el Toboso, no existe la casa que rastreaba Azorín. El viajero sabe que su búsqueda es la de la imaginación, la de la geografía engañosa e imprecisa que se desvanece con un soplo de razón. ¿Puede descubrir Antioquia el lector de Tomás Carrasquilla? En todo caso, ¿cuál sería esa Antioquia?, ¿es la que vemos hoy?
Claro que no es la misma Antioquia, pero eso no significa que su búsqueda sea fatua. A la casa de Carrasquilla, una casona esquinera de Santo Domingo —el pueblito del Nordeste— llegan extranjeros, libros bajo el brazo, a ver el camastro en el que durmió el escritor, a otear las estanterías, a comer gallina enjalmada: una preparación crocante, envuelta en tocineta, que se comía en tiempos del autor. Cuentan en Santo Domingo que una mañana llegó un alemán que se conmovió hasta el llanto cuando entró a la casona. Carrasquilla, además de ser el más grande escritor antioqueño, cumple la doble función de personaje, como Hemingway o Valle-Inclán; los viajeros, más allá de la obra, persiguen los cuentos del asaz tomador de aguardiente, del mordaz tertuliano, del irónico irredento que vertía un trago de licor en el café y le daba gracias a Dios.
Una vez saciada la curiosidad, el viajero puede emprender la expedición a otra Antioquia, y volar, como Simón el Mago, hasta las montañas del Suroeste, en los confines del Cauca. Desde hace cinco años hay una ruta para seguir los pasos de Manuel Mejía Vallejo, nacido en Jericó un siglo ha. El creador de la peregrinación es Adolfo Mejía, gerente de la empresa Golden Travel SAS; es un hombre de negocios que vio futuro en el turismo literario. El recorrido comienza en Santa Fe de Antioquia, y va bordeando el Cauca hasta remontar el río San Juan para llegar a Jardín, donde el escritor vivió su infancia. El viajero no hallará la grandiosidad de la Casa de las dos Palmas, ni escuchará, como una insomne letanía, el infinito susurro de la vitrola enterrada; no hay Blandú ni Puente de las Brujas. Pero, que todo eso se finque en la imaginación no quiere decir que la obra no esté vigente, al contrario, es posible seguir el camino de la colonización antioqueña, imaginar a la familia Herreros —colonizadores por antonomasia— abriendo montes y sembrando frutales, levantando un pueblo que puede ser Jardín, Jericó, Támesis, Valparaíso, Aguadas...
La geografía da sentido al turismo literario. Retomando el curso del Cauca, el viajero ávido encuentra el corregimiento de Bolombolo, otrora estación del ferrocarril a donde llegó León de Greiff en 1926 en búsqueda de mejores aires. La casa en que vivió el poeta está derruida, las paredes desconchadas. El turista puede reclamar al viento y lamentar la prosaica realidad. ¿Dónde está Matías Aldecoa? ¿Dónde, Leo Legris? ¿Dónde, los vikingos errantes del trópico? Lo que sí está es la geografía, el río que el poeta vio durante un año: “Yo río / de tus cóleras inútiles, oh Río / oh tú, Bredunco, oh Cauca, de fragoroso / peregrinar por chorreras y rocales...”. El Cauca sigue ahí, aunque el poeta ya no ría de sus odiseas siempre iguales.
La ruta de León por Bolombolo, el país del sol sonoro, aún no tiene la fuerza de la de Carrasquilla, pero sí el respaldo de la Gobernación de Antioquia, que se ha subido a la aventura del turismo literario. En el departamento está consolidada una ruta religiosa, y la intención es hacer lo propio con los escritores. Se imprimirán libros, se pintarán murales con sus rostros. Es una idea ambiciosa que incluye a autores disímiles: Efe Gómez, Jorge Robledo Ortiz, Epifanio Mejía, Francisco de Paula Muñoz, Gregorio Gutiérrez, Baldomero Sanín, por mencionar algunos. ¿Qué queda de ellos, corrido el tiempo inmisericorde? De algunos, muy poco: las obras y el recuerdo. Escasos lectores. Otros han vencido el olvido. En todo caso, ¿vale la pena volver sobre ellos y sus figuras diluidas, sobre sus rastros difuminados como tinta que se riega? Que existan estos viajes a la ficción, a la geografía engañosa —pero no menos real— es un acto de resistencia en tiempos de redes sociales, de reseñas espectacularizantes, de turismos fatuos y vacíos de sustancia. Ya en 1954 decía el nobel Miguel Ángel Asturias que el XX no era el siglo de las luces, sino el del turismo. Y comentaba, sardónico, que a los turistas los calzan elegante y los sacan a “conocer el mundo”, pero nada tienen por aprender: “Los turistas que van y vienen igual que bultos y en eso se envejecen y se alelan (...) Los viajes alelan a la gente que no tiene nada que aprender”.
Y no es que el turismo literario sea superior, pero al menos se erige como una resistencia frente a las tendencias actuales. Aunque sea en muchos casos una búsqueda fetichista, ofrece también la oportunidad de reflexionar, de discutir, de reinterpretar, por ejemplo, lo que entendemos acá por antioqueñidad, o de conocer cuál es la Antioquia en que vivimos.
Eso hace el que se asoma a la casa en que vivió Barba Jacob, en Angostura: imagina la Antioquia de comienzos del siglo XX, azotada por la Guerra de los Mil Días, y recorre los dibujos que el poeta, en momentos de desvarío y desolación, grabó en las paredes de un sótano oscuro. No está allí el grueso de la vida errante del poeta, pero el rastro del genio sobrevive, y las llamas del mito se avivan. Las peregrinaciones literarias por Antioquia están servidas, solo hace falta, pues, que los viajeros emprendan el camino a la ficción, que vayan tras los pasos perdidos de personajes y arquetipos. Ya en la aventura, como le pasó a Azorín en la Mancha, la prosaica realidad se desvanece y “todas las fantasías, hasta allí en el reposo, vibran enloquecidas y se lanzan hacia el ensueño”.