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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

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Venir a morirse en Medellín

Al menos media docena de extranjeros han optado por quitarse la vida durante su estancia en la capital antioqueña. ¿Son actos casuales o premeditados?

Por: John Saldarriaga | Publicado

Hay quienes aman un lugar y lo añoran, tanto como para anunciarles a sus amigos que quisieran morir bajo su cielo. Así dicen. Pero, claro, al hablar de morir, se refieren a hacerlo después de vivir largo tiempo y disfrutar de su clima, su ambiente y su paisaje, de sus parques y teatros, de sus museos y sus iglesias, y hasta de sus gentes. Declarar que se quiere morir en un lugar específico es, sin duda, el elogio más sincero que una persona pueda hacer de una geografía. Dicho de otro modo, significa que para alguien, ese es un buen vividero, genial para pasar allí los días y las noches restantes de su estancia en la Tierra.

Orgullosos, en Medellín hemos creído que esta ciudad es un buen vividero. ¿Entonces, los extranjeros que nos visitan y terminan quitándose la vida en la capital antioqueña, consideran que es un buen moridero? No bien había arrancado el 2024, todavía la vida citadina se movía en cámara lenta arrastrando a duras penas esa sensación de ocio y descanso que flotaba en el ambiente, las cometas seguían surcando el cono azul, cuando, ¡ay!, los lectores de El Colombiano quedamos en shock al leer que un hombre lituano, un tal Tomas Gedimas, que andaba en sus cuarenta, estuvo vacilando un rato entre arrojarse o no al vacío desde el piso doce de un hotel de Laureles ante los ojos de todo el mundo y a plena luz del día. Numerosas personas, transeúntes y motorizadas, se detuvieron a mirar el asunto como si de una representación teatral se tratara. Un sujeto de rasgos indiferenciables por la distancia que lo separaba del suelo, se sostenía de la parte externa de la baranda del balcón de la que había sido su habitación desde hacía días. No pocos comenzaron a gritar: “¡Tírese! ¡Tírese, mano!”. “Morirse en Medellín debe ser muy bueno”. Y a grabar la escena con su teléfono móvil. Total, la de hoy es la sociedad del espectáculo. Así pasaron veinte minutos. Como si constituyeran un coro griego que comenta las acciones de los personajes de la tragedia, esos espectadores murmuraban: “Ya no se tiró, ya la dudó mucho. Se aculilló”. Tal vez, algunos tenían prisa por seguir su rumbo, bien hacia el trabajo, bien hacia la zona de comidas del centro comercial donde pasarían las horas muertas y tendrían algo entretenido qué contarles a sus amigos. Y volvían a incitarlo a arrojarse sin dilación.

La crónica roja es el arte de asombrar. Las noticias de muertes violentas y, dentro de estas, de suicidios, continuaron durante los siete primeros meses de este año. De más de una treintena de ciudadanos de otros países muertos en forma violenta, el Instituto de Medicina Legal ha confirmado que al menos seis se autoeliminaron. Aún falta esclarecer diecisiete casos. Nada raro que aparezcan algunos más, de personas que hayan optado por matarse. Otras cifras oficiales señalan que esta realidad aumentó en un sesenta y cinco por ciento con relación al año pasado.

Estudiosos de la Personería de Medellín sobre el tema, dicen que es casualidad que se maten bajo el cielo antioqueño; las personas que terminan saltando al vacío desde un piso alto de un edificio o las que acaban ahogándose en estupefacientes, no lo traen pensado desde la casa. Es aquí, en Medellín, y en los pocos días de estancia, que deciden, de un momento a otro, que la vida es una estafa y no están dispuestos a soportarla más. Los problemas de amor o de economía, o la depresión, que suelen considerarse detonantes, requieren tiempo para horadar el alma.

En El mito de Sísifo, Albert Camus explora el tema. Considera que la muerte, por sí sola, no es el genio inspirador de la filosofía, es decir, lo que la hace mover, sino el suicidio. En otras palabras, que este es el tema fundamental de la filosofía. Se pregunta qué puede pasar por la cabeza de un individuo para decidir que no seguirá empujando la máquina de la existencia; que está harto de levantarse cada día, afeitarse, lavarse los dientes, desayunar, sacar la basura, correr detrás de un autobús, encender un cigarro, trabajar, pagar el alquiler, holgazanear, regresar a casa, ver cualquier ladrillo que presenten en la tele o lo que sea con que llene las malditas dieciocho horas de vigilia antes de echarse otra vez a dormir para levantarse al día siguiente a volver a hacer las mismas estúpidas cosas u otras parecidas, en una sucesión que toca inútilmente el infinito.

“Un acto como este (el suicidio) —sostiene Camus— se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El propio suicida lo ignora. Una noche dispara o se sumerge. De un gerente de inmuebles que se había matado, me dijeron un día que había perdido a su hija hacía cinco años y que esa desgracia le había cambiado mucho, le había «minado». No se puede desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar es comenzar a estar minado”.

Luego de decir que son muchas las causas para un suicidio, no cree en las más aparentes. Añade: “La gente se suicida rara vez por reflexión. Lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. Los diarios hablan con frecuencia de “penas íntimas” o de “enfermedad incurable”. Son explicaciones válidas. Pero habría que ver si ese mismo día un amigo del desesperado no le habló con un tono indiferente. Ese sería el culpable, pues tal cosa puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los cansancios todavía en suspenso”.

En muchos informes aparece la libertad para conseguir estupefacientes como uno de los atractivos de la capital antioqueña para los turistas del mundo. En otros, no tantos, hablan de la promesa de un clima de “eterna primavera”. Y a estas motivaciones las impulsa el motor del dinero, que se convierte en pequeñas o grandes fortunas al cambiarlo a pesos colombianos. Por eso, en la gran mayoría de los casos de extranjeros muertos con violencia —por supuesto, los de los suicidas están entre estos—, las autoridades encuentran en sus habitaciones de hotel notables cantidades de drogas, separadas y combinadas en cocteles mortales.

Pero, creo, el atractivo no es solo la libertad para conseguir drogas, sino la libertad en general. En los llamados países desarrollados, las normas restringen los comportamientos de los ciudadanos en los espacios públicos. Conozco visitantes de Europa y Oceanía que se vuelven locos de alegría porque aquí no es prohibido sentarse en el andén, de día o de noche. ¡Por esa simpleza! Y gozan como niños cuando encuentran un conjunto vallenato o de cuerdas tocando en cualquier esquina. Se admiran de hallar bares con las puertas del todo abiertas, no cerradas como en sus ciudades, donde deben abrirlas estrictamente para entrar o salir, de modo que el sonido de la música o cualquier vocinglería no se oiga desde la calle. Se sienten poderosos porque pueden salir de la cantina o la disco sin disimular sus pasos zigzagueantes por las aceras, ante los ojos punzantes de los policías, pues aquí no es un delito ni una infracción estar borracho en la calle. A menos, claro, que se conduzca un vehículo. Y sé de otros que, hartos del individualismo hipertrofiado de los tiempos que corren, el cual consideran más acentuado en sus países que en los nuestros, corren a buscar otros estilos de vida más cálidos, con relaciones más personalizadas...

Por cierto, el lituano de nuestro inicio, finalmente, se lanzó. Murió al instante. Lo demás fue algarabía, llegada de paramédicos y de investigadores forenses, acordonamiento de la escena fatal. Como si alguien hubiera presionado el botón de la vida callejera, esta se reactivó para darle continuidad a los grandes y pequeños dramas. A los pocos días, la policía reveló que Tomas Gedimas viajó a Medellín en compañía de su mamá y no era un adicto. Paciente de esquizofrenia crónica y psicosis paranoica con síntomas como alucinaciones, delirios y alteraciones del pensamiento, complementados por apatía y aislamiento, llegó a la ciudad de la “eterna primavera” atendiendo la sugerencia de su psicóloga, de ir a otras tierras, cambiar de aire, para buscar algún alivio a sus padecimientos.

Muy seguramente, como afirman los estudiosos de la Personería, ese hombre oriundo del Báltico salió de su casa en el frío sin la idea de matarse. Aquí, en el calor y la libertad, en esos veinte minutos eternos de indecisión, no antes, respondió la que, según Camus, es la pregunta esencial de la existencia: si la vida vale la pena vivirla. Por cierto, podría inquirirse: ¿esos espectadores rebosantes de morbo, que lo incitaban a lanzarse al vacío en lugar de disuadirlo, habrían incidido, al menos en parte, en tal respuesta? Ateniéndonos a las reflexiones del francés de origen argelino, “tal cosa puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los cansancios todavía en suspenso”. Vaya uno a saberlo.

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