“El puro calor sin aire”, así describe Juan Rulfo la atmósfera en el camino de bajada hacia Comala, el pueblo fantasma de Pedro Páramo que queda en el fondo de un valle seco como el pellejo de un muerto. Allá bajo, todo y todos están “en espera de algo”, que es el clima mental de quienes habitan lugares sumidos en las sequías. ¿Qué esperan? A que aparezcan nubes de agua en el cielo azul puro de los veranos que no ceden; domos de zafiro en el que chispea como un único punto especular un sol blanco de lo tan amarillo que es. Manuel Mejía Vallejo lo describe mejor: “...la vastedad del cielo en fogarada, del sol de cristal hirviente que llamarea en la paja de los ranchos. Ni nubes, ni brisa, ni movimiento en las hojas”. Así narró el escenario en Tiempo de sequía, un cuento capaz de hacer llorar a un adulto. Su tema es, en efecto, la sequía, o mejor, lo que puede llegar a cometer un hombre desesperado porque no llueve y –ya ni siquiera se trata del calor– no le queda nada de comer y la teta de su mujer no tiene leche para darle al niño que llora.
La sequía es un tema literario. Muchas obras la plantean como escenario porque la geografía puede ser un recurso narrativo conectado con lo moral: puede servir de símbolo o de metáfora para expresar una condición o un sentimiento, a menudo la desolación. El teniente Giovanni Drogo, en El desierto de los tártaros, es enviado a una fortaleza al borde de una frontera árida. Joven y lleno de entusiasmo, con los ojos todavía brillantes, podríamos decir que fértil y húmido, espera por décadas una invasión que nunca llega... hasta terminar convertido en ese mismo paisaje que lo rodea a él y a su posición.
Es un libro sobre la ruina. Cuarenta años después, J.M. Coetzee hizo un segundo movimiento en las novelas ambientadas en mundos secos: en A la espera de los bárbaros el clima cambia con la llegada de un siniestro coronel y el protagonista se ve forzado a emprender una búsqueda por un territorio de arena y piedra jamás tocado por la lluvia. Ahí hay una metáfora. Como la hay también en el más famoso cuento de sequía de Occidente: Jesús en el desierto durante cuarenta días. Allí un mesías improbable ayuna, flaquea y alucina y, al final, sale transformado y listo para morir. El símbolo no puede ser más claro.
En el desierto viven los anacoretas y los ermitaños, y a él van los que necesitan ponerse a prueba o ser tentados. Hasta el cándido El principito sucede en un desierto. Sin agua y enloquecido de sed y calor, el piloto ve a un niño rubio, como el lucifer que desafía a Jesús. Y el mismo Principito vive en un asteroide volcánico; sabrá Dios de dónde saca agua para su rosa.
Los desiertos, los despeñaderos secos, la tierra fértil que se tornó en polvo, vuelvo a decirlo, son geografías morales. Enuncian espera, desesperanza y postergación. Eduardo Caballero Calderón hizo una de las mejores novelas colombianas del siglo XX en el paisaje yermo que hay entre Boyacá y Santander. En Siervo sin tierra el protagonista, que se llama Siervo Joya –ahí está hasta para los ojos del más tonto la referencia al siervo feudal– solo quiere un pedazo de tierra propio, como lo quiere cualquier hombre o cualquier mujer, aunque se trate de una parcela amarilla cuyo paisaje está tan bien narrado que el lector puede sentir en la nariz el olor a polvo mono y en los oídos el sonido del azadón que al golpear la tierra nada más revuelve piedras ovaladas como una mano en una huevera.
El escenario en el que sucede esta novela es una metáfora para la esterilidad emocional de todos allí. Todo, todo está seco en esta historia y al final, luego de mucha espera, Siervo se queda sin su tierra. Por eso es una novela triste; triste como un paisaje azotado largamente por el verano. Volvamos a Manuel Mejía y sus descripciones: “...aparecen las tinajas ladeadas en el suelo, las cortezas enroscadas de la leña, la tierra descascarada al mudar pellejo. Hojas y cogollos retorcidos en tirabuzón. Abajo, los costillares de algún animal que se secó por dentro; alguna calavera de res, uno de sus cuernos clavados en el polvo, otro señalando con índice férreamente curvo al sol”. Ese sol que rechina desde el amanecer, “un sol rojo candela”, como lo nombró el mismo autor en el mismo cuento.
Ausencia de agua también hay en La rebelión de las ratas, aunque solo para algunos; para los más pobres, siempre es así. La familia de Rudecindo Cristancho cocina y bebe de una charca infecta en el paisaje lunar que dejó una mina de carbón ubicada en un valle que alguna vez fue verde y fértil, también en Boyacá. Y aunque el pueblo es ficticio y el escenario una metáfora, es más bien realidad. Ese libro pertenece a lo que definen como novela realista, en donde el mundo es tal cual.
Las novelas realistas actuales seguro empezarán a narrar lo que los informes de las ONG y otras agencias que se preocupan por el clima llaman “desplazados climáticos”. Tal vez ya las hay. Yo puedo pensar todavía en las novelas del siglo XX: Las uvas de la ira, por ejemplo, que abre justamente con una familia en tránsito desde Oklahoma hacia California, porque las tierras donde siempre vivieron las azota un verano de muchos meses que lanza tormentas de polvo. Y aun así los bancos se las quieren quedar, embargadas a campesinos quebrados. Desplazada climática es la familia Joad, aunque en ese entonces no existiera el término, que es neologismo.
Lo cual me lleva a pensar que todas estas metáforas literarias ocurren siempre en escenarios rurales, pero nunca en las ciudades. O a mí no se me ocurre ninguna. Aunque sí, pero no es una novela sino un reportaje: “Caracas sin agua”, un texto en el que Samuel Burkart, protagonista de esta historia escrita con el mejor músculo de Gabriel García Márquez, y por eso mismo es un texto en la cuerda floja entre la realidad y la ficción, pero siempre verosímil, qué habilidad tan brava la del escritor, se afeita con jugo de duraznos.
En “Caracas sin agua”, digo, el racionamiento se anuncia desde semanas atrás, pero nadie hace caso. Una señora de bata y pantuflas riega su jardín en la antesala del racionamiento, aunque la prensa esté informando que en La Mariposa, la presa que abastece a la ciudad, el agua baja a razón de ciento cincuenta mil metros cúbicos cada veinticuatro horas. “Son mentiras de los periódicos para meter miedo. Mientras haya agua yo regaré mis flores”, replica la vecina con el tono de todo vecino cuando lo increpan. Igual a quienes hoy, pese a tanto, siguen en la actividad más absurda de nuestro modo de ser: echarle manguera al andén. Lavar la acera con agua potable; esa obscenidad que no se le ocurre ni a un escritor.
El caso: en Caracas sin agua la realidad de la sequía golpea cuando por la llave finalmente no sale una gota y en cambio se escapa un ruido de aire como un eructo. Y entonces sobreviene el drama y el caos, y las escenas absurdas como la de la gente lavándose los dientes con gaseosa. Hasta que finalmente, justo antes de la hora cero, cuando empezarán a aparecer en las calles los muertos de sed, una tempestad se suelta...
Tiempo para recapitular: este texto fue pensado para hacernos reflexionar sobre nuestro verano. Tenía por fin establecer alguna relación entre la literatura y lo que nos pasa en el mundo real. Argumentar que leer tiene alguna utilidad. Que los libros, y que este suplemento dominical, tal vez sirven para algo práctico. Pero llegó tarde: me lo encargaron y ahí mismo el verano se desdobló en invierno. Tanto que ya vi en el noticiero una secuencia clásica: en el bajo Cauca una platanera flotaba arrastrada por un río desbordado. Así que de Manuel Mejía tengo que pasar a la poesía de Álvaro Mutis, gran narrador de crecientes:
Al amanecer crece el río, retumban en el alba los enormes troncos que vienen del páramo.
Sobre el lomo de las pardas aguas bajan naranjas maduras, terneros con la boca bestialmente abierta, techos pajizos, loros que chillan sacudidos bruscamente por los remolinos.
Bella, siempre, la poesía de Mutis. Aunque como en La rebelión de las ratas voy a aguar la fiesta y a cerrar con agua sucia de realidad. Porque en la lista de nuestros problemas ambientales además de la sequía siempre está la contaminación. Pero, para evitar que me digan pesimista, lo haré por interpuesta persona:
El río Cauca, convertido en inmensa alcantarilla, no sabe qué hacer: se desborda, se encoge, le duele mucho el estómago, sufre náuseas, quiere vomitar.
Vomita un zapato Croydon.
Ahí les queda. Culpen al difunto Jaime Jaramillo Escobar.
*Autor de Dos aguas y El medidor de tierras, novelas en las que el clima importa. Editor en la Universidad Eafit.