Año 1926. Busca el doctor Barrabás a León de Greiff en el café La Bastilla para recibirlo después de su estancia en Bolombolo. Ahora lo encuentra aseado, bien puesto, muy distinto a aquel amigo de apariencia salvaje que vivía a orillas del río Cauca. Barrabás, por el contrario, mantiene su soberbia presencia de dandi.
Y se sientan a tomarse unas cervezas que el poeta marida con queso y a conversar sobre litera-tura y a discutir sobre música. El cronista es exper-to en la provocación y está en el trance de irritar al poeta, objetivo que no parecía difícil de conseguir; le cuestiona sus gustos, le recuerda a personajes an-tipáticos. León riposta razonablemente. Entonces Barrabás pone un aguacate sobre la mesa y las bar-bas de su amigo se encrespan: “
—Hazme el favor de esconder ese aguacate. —¿Por qué?
—Hazme el favor.
—¿Pero qué tiene un aguacate de raro?
—Entonces me voy. O lo escondes o me re-viento... No quiero ver ese aguacate. Estoy tupido”.
El cronista conoce todas las mañas callejeras y logra que De Greiff se distraiga para sacarle una en-trevista a traición, como decía.
Año 1927.
Tartarín Moreira se convierte en el primer colom-biano que hizo versos para ser cantados, según Her-nán Restrepo Duque (1927-1991); se trata de “Sin que tú me hicieses nada”, poema adaptado a un bambuco compuesto por Carlos Vieco. Desde en-tonces se vincula con la industria fonográfica como productor y compositor. La penumbra de la autoría que afecta la música popular —en todo el mundo y hasta hace poco, hay que decirlo— no permite di-lucidar el número ni el grado de participación de Tartarín en el repertorio popular latinoamericano. Los críticos rigurosos le adjudican una treintena de temas que se escucharon en voces tan reconocidas como las de Agustín Magaldi, Margarita Cueto o Pedro Vargas, entre los extranjeros, o el Dueto de Antaño y Obdulio y Julián, entre los colombianos. Seguro de sí mismo, como sus cofrades de la revista Panida, no se dejaba soliviar por el éxito. Renegaba de Magaldi porque le había cambiado un verbo o de los ejecutivos discográficos por la elección de la segunda voz para la soprano mexicana.
Tartarín cantaba como aficionado y ejecutaba el tiple con cierta distinción pero su especialidad era la lírica; el poema en papel y en acetato, para leer y para escuchar en victrolas y traganíqueles. “Buenos” o “malos”, sus versos siguen inundando la vida de muchos colombianos:
Condenarme al olvido será inútil quimera.
Como el sol en los ríos va mi alma en tus venas,
Y tu amor, que es mi vida, aunque tú no lo creas,
Vivirá mientras vivas, vivirá cuando mueras.
(“Rosario de besos”.)
Año 1928
El Medellín Fútbol Club se prepara para disputar la representación de Antioquia en la primera Olim-piada Nacional que se realizaría en diciembre, en Cali. Entre los papeles que relatan la historia de la eliminatoria y de la competencia oficial aparece una foto desgastada por el tiempo y las malas repro-ducciones que rescató Carlos Serna para su historia del deporte departamental. En ella el equipo antio-queño —que después sería azul y rojo— se forma de pie con el viejo uniforme de casaca con rayas verticales blancas y negras, pantaloneta blanca y medias de tonos variados, según se alcanza a ver. El segundo de la alineación, de izquierda a derecha, es Libardo Parra Toro. Más curioso aún, solo se ven diez futbolistas y es Libardo quien completa el on-ceno, mirando hacia el cielo, con traje de tres pie-zas, el sombrero eterno y las manos en la espalda.
Pero, ¿quién está allí realmente? ¿Es el doctor Barrabás en funciones de cronista deportivo? ¿Es Tartarín como amenizador casual de un evento de interés público? ¿O simplemente el joven puebleri-no que aprovecha su celebridad para colarse y po-sar con el equipo de sus amores? Poco importa por-que, como dijo Darío Ruiz Gómez, “el juglar que es el disfraz mismo carece de disfraces”. El muchacho que nació en Valparaíso y se levantó en Andes se había disfrazado de Tartarín en 1915, después de Barrabás y de muchos otros trasuntos sin nombre conocido; muchas caretas para un solo personaje.
Libardo Parra Toro se convirtió en objeto de in-terés de los principales fotógrafos y caricaturistas de la región hasta el punto de que es difícil encon-trar otro personaje antioqueño de la primera mitad del siglo XX con una iconografía mayor. Una figura que creció por en cima de su obra. Personalidad cé-lebre en Guayaquil y reconocida en las casonas de los ricos de Medellín; sus dichos y anécdotas, cier-tos o apócrifos se convirtieron en patrimonio popu-lar, como sus canciones. En sus pueblos del su-roeste, Libardo sigue recordándose. También en Medellín donde su memoria está en manos de los coleccionistas de música vieja, como decimos, y de los académicos que incursionan en la musico-logía y la historia de la cultura.
A Tartarín Moreira le ha llegado su hora en el encuentro literario, musical y artístico “Narrativas pueblerinas” que se realiza en Jardín desde 2017. Investigadores de las universidades Eafit, Pontificia Bolivariana, Nacional y de Antioquia, junto con es-tudiosos de la imagen y las letras, expondrán diver-sas facetas de la obra de Tartarín y nos relatarán el ambiente social y cultural en el que vivió. Como siempre, la Escuela de Música de Jardín presentará los ensambles y repertorios pertinentes para la oca-sión y tendremos una audición a cargo de los reali-zadores del programa radial “La música de la mon-taña” con la colección de “La cabaña del recuerdo”, sitio preferido de la audiencia regional aficionada al antiguo disco de setentayocho.
El respaldo institucional del encuentro está dado por el Centro de Historia de Jardín, el hotel Gallito de las Rocas, Comfenalco y el Ministerio de las Culturas, con el apoyo de la Corporación Cultu-ral de Jardín y la alcaldía municipal.
Con espíritu tartarinesco habría que añadir que esta octava edición de “Narrativas pueblerinas” coincide con el 70° aniversario de la muerte del ju-glar. Así es, un chiripazo.