Estamos sentados en el auditorio de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín este miércoles de 1980. Todos miramos hacia la puerta por donde debe entrar el maestro Manuel Mejía Vallejo. Son más de las cuatro de la tarde y se rumora que ya llegó. Pienso que está en la oficina de Juan Luis Mejía, el director, donde acostumbra leer nuestros textos antes de venir al taller. Frente a los asistentes hay una silla y una mesita. Al fin llega el maestro. Camina ágil, saco gris desabotonado, corbata bien anudada, camisa bien planchada, en una mano la carpeta con los cuentos de nosotros, en la otra el vaso de ron con Coca-Cola. Sonríe y saluda. La mesita y la silla están ocupadas ahora. Todos los alumnos del taller de escritores nos vemos ansiosos a la espera de su palabra.
Ese hombre de casi sesenta años, que habla mientras mira un punto indefinido que está por encima de nuestras cabezas, es uno de los más importantes escritores de América. En Medellín la gente lo conoce, aunque no lo haya leído. Algunos taxistas no le cobran la carrera, periodistas de radio que recogen noticias callejeras le montan guardia frente a su apartamento en el Centro de la ciudad. Y él, para no decepcionarlos, les cuenta sus propias primicias. Les habla de sus personajes como si fueran habitantes conocidos, y ellos apuntan en sus libretas y corren a dar la chiva en la emisora.
A medida que el maestro nos habla a los escritores aprendices descubrimos su grandeza literaria. Nos dan ganas de leerlo, de saber todo sobre su obra. Sabemos que escribió la primera novela cuando apenas tenía veintidós años. Se llama La tierra éramos nosotros. Es una novela cargada de nostalgia por el paisaje campesino en el que había vivido siempre. El país recibió esta publicación como la aparición de una verdadera promesa literaria, a pesar de que hubo quienes dijeran que el autor de la obra debía ser su tío político. Ese episodio estaba muy cerca de los hechos que en 1948 iban a hundir a Colombia en una violencia partidista que duraría más de diez años. Manuel siguió narrando historias, contando lo que vivía. Conoció la miseria de los barrios marginales en las ciudades latinoamericanas y la denunció en Al pie de la ciudad. El dolor por la violencia en los campos de Colombia y la búsqueda de la justicia se le habían metido muy hondo en el alma. Esos sentimientos le dieron vueltas y vueltas en la cabeza hasta que tomaron forma en El día señalado, novela ganadora del prestigioso premio Nadal en 1963. Alguien le pregunta por ese momento del premio y dice que viajó a España a recibirlo, conoció a otros escritores, disfrutó la vida de Madrid y cuenta que hasta tuvo tiempo de participar como extra en una película de vaqueros. Lo imagino entonces con su bigote poblado, patillas largas bien peinadas, lacito country en el cuello, sus boticas tobilleras lo distinguen entre los demás pistoleros del set.
Así son las tardes de los miércoles con el maestro Manuel. Resulta difícil imaginar que ese hombre que comenta nuestros cuentos, que los califica de uno a cinco, y a algunos con cinco admirado, como en las antiguas escuelas, sea el gran novelista americano. Los principiantes lo oímos hablar y no le perdemos ningún movimiento. Queremos grabar en la memoria cómo sostiene el cigarrillo en una mano mientras habla, cómo cierra los ojos para recordar el poema, cómo cuenta la historia. Es uno de los tres grandes de Colombia, al lado de García Márquez y Álvaro Mutis. Siempre rondó en la cabeza de los críticos la pregunta ¿Por qué no está incluido en el Boom? Él se ríe cuando alguno de nosotros le recuerda esa polémica. Parece que prefiere darle un sorbo a su bebida en vez de explicarnos los motivos de aquella situación. Pero sabemos que en esas clasificaciones pesan mucho la posición política y la cercanía a los grandes medios de comunicación masiva. Mejía Vallejo siempre fue un hombre de convicciones políticas de avanzada, pero no se le podía catalogar como activista de izquierda en los tiempos en que las figuras más renombradas de la literatura latinoamericana producían declaraciones en apoyo a la Revolución Cubana.

Manuel se sacude las malas energías. En lugar de hablar de los gobernantes, prefiere hablar de los escritores y de sus obras. Sabe que en el oficio literario hay una complicidad que va más allá de las consignas políticas. Nos habla de Ziruma, un paraíso verde en el que pasa la mayor parte de su tiempo. Allí escribe, canta, conversa con sus amigos entrañables. «Ziruma significa cielo en lengua wayuunaiki», nos dice. Ese es su territorio. Los del Boom se fueron para Barcelona y París, donde estaban las grandes editoriales. A Manuel deben buscarlo entre las montañas de El Retiro, en Antioquia. Es su postura frente a la vida. Lejos del glamur y de los reflectores de la fama.
Después de aquella tarde vendrían muchas cosas para Manuel y para los que lo oíamos sin parpadear. La vida en unos casos empezaba, en otros tomaba atajos impredecibles. En 1989 ganaría el premio Rómulo Gallegos por La casa de las dos Palmas. De nuevo la crítica se iba a preguntar por qué no incluyeron a Mejía Vallejo en el Boom latinoamericano. Y él seguiría escribiendo, cantando y conversando con la familia y los amigos al pie de la chimenea.
Unos años más tarde su voz empezaría a silenciarse lentamente por culpa de un derrame que le quitó el habla. El gran contador de historias tendría que mirar desde la profundidad de sus ojos el mundo que había narrado durante cincuenta años de oficio literario. Ahí quedarían sus libros: cuentos, novelas, poemas, coplas, ensayos, crónicas periodísticas. Después de cinco años de silencio Manuel iba a volver a esta misma Biblioteca Pública Piloto. El 23 de junio de 1998 sus alumnos aprendices desfilaríamos frente a su cuerpo al lado de su familia, de artistas que querían despedirlo con canciones, lectores, amigos y amigas, autoridades, gente que alguna vez lo vio y recibió de él una palabra, vecinos de su infancia, todos lo miraríamos con una tristeza alegre, de esas que no nos dejan olvidar.