La túnica de terciopelo con armiño, el turbante de seda como corona, un bigote en forma de herradura y una pipa de narguile en su mano derecha. Parecía un hechicero de Las Mil y Una Noches. O Pinocho, por aquello de que estaba tallado en madera y podía confundirse con un humano o un maniquí. A lo lejos. Si acaso era un remedo de robot primitivo, un autómata diseñado por un relojero para espantar el aburrimiento de la emperatriz María Teresa de Austria y su corte.
En su vientre no había vísceras, solo un amasijo de tornillos, cables y estridentes engranajes con lo más avanzado de la mecánica —no tan avanzada— del siglo XVIII. Por su cabeza hueca, sin cerebro y sin neuronas, no se asomaba ni un mal pensamiento. No tenía ni una pizca de inteligencia. Y aun así, El Turco —como llamaban a este robot primitivo— derrotó a reyes, emperatrices, diplomáticos e inventores jugando al ajedrez.
Puso de rodillas en un tablero de marfil al Emperador de Francia, el genio de la estrategia militar. La partida todavía se estudia en los manuales: con blancas, tras 24 jugadas, Napoleón Bonaparte tumbó su rey como símbolo de rendición. Fue la primera vez que una máquina “pensante” venció a un hombre, a un astutísimo conquistador. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo jugaba tan bien al ajedrez aquel artilugio no humano? Ni el escritor Edgar Allan Poe, que escribió un ensayo sobre El Turco, pudo descifrarlo.
Cien años después, otro monstruo de metal le haría jaque mate a otro genio. En 1997, Garry Kasparov, quizás el mejor jugador de todos los tiempos, se enfrentó contra Deep Blue, una computadora de IBM que calculaba 512 millones de jugadas por segundo. Le bastaron 19 movimientos para quebrar los nervios y la soberbia del ruso. ¡Boom!
Leer más: 35 libros recomendados para celebrar 35 años de la Filbo
Desde entonces, cada tanto, un valiente reta a una supermáquina y el resultado es el mismo, por lo menos, en los juegos de mesa. Programas como Rybka o Stockfish pasaron por encima de Grandes Maestros del ajedrez, sin mencionar a AlphaZero, de Google, que en nueve horas se convirtió en el mejor ajedrecista del que se tiene memoria.
Hoy las máquinas no solo juegan al ajedrez como los dioses. En pruebas hechas por la Universidad de Oxford, han superado el desempeño humano en comprensión de textos y en reconocimiento de imágenes y voz. Por más de 60 años, con épocas en que ha caminado con la prisa de una tortuga y otras con el acelerador a fondo, la IA sigue en la carrera por ser cada vez menos tonta y menos artificial.
El dilema
La IA ya ha aterrizado en espacios que creíamos reservados para las personas. Crea obras de arte y fotografías que aplauden —y premian— los críticos, aprueba exámenes de grandes escuelas de leyes, negocios y medicina y hasta escribe poesía y literatura. Eso sí, nadie le daría un Nobel a sus obras. No todavía.
“Trata de imaginar lo que significa vivir en un mundo donde la mayoría de los textos y melodías y luego las series de televisión y las imágenes son creadas por una inteligencia no humana —reflexionó, en una entrevista con The Telegraph, el historiador y filósofo israelí Yuval Harari—. Simplemente no entendemos lo que significa”.
¿Y si ChatGPT es solo la primera onda de una explosión mayor? Todo por cuenta de computadores cada vez más poderosos que devoran grandes cantidades de datos disponibles (big data), que analizan para identificar patrones que replican una, dos, tres... millones de veces. Así, hasta hallar la respuesta que mejor cumpla la tarea para la que fueron programados. Aprenden de forma automática, en un intrincado proceso, intrincadísimo, que ni sus programadores pueden descifrar.
No obstante, si a ese mismo algoritmo, experto en ajedrez —por ejemplo— se le pide que juegue al póker, colapsa, no podría hacerlo. Gran parte de la IA se ha diseñado para hacer una cosa y solo una cosa. Los humanos, en cambio, podemos pasar del ajedrez a las damas chinas o los naipes y hasta a Candy Crush o League of Legends con relativa facilidad. Tenemos un supercomputador, llamado cerebro, que nos puso en la punta de la evolución y es de propósito general, una especie de trabajador “supernumerario”.
Esa es la gran brecha entre nuestra inteligencia y la de las máquinas que, según algunos expertos, podríamos estar cerca de borrar. Ya en 2020, OpenAI (los creadores de ChatGPT), DeepMind (de Google) y otros 70 proyectos declararon su propósito de crear una Inteligencia Artificial General (IAG) que iguale —o supere— la humana. Un hito que los futuristas han bautizado como “alcanzar la singularidad”.
De sopetón, nuestra especie conviviría con otra más inteligente. Pero, ¿qué pasaría si este superalgoritmo se vuelve más poderoso y eficiente que cualquier persona? ¿Y si la IA decide que somos una plaga, un error del sistema? ¿Aplaudimos de pie o saltamos del balcón? Ni en eso se han puesto de acuerdo los intelectuales de este tiempo.
¡Apaguen todo!
Hace unas semanas, 1.000 expertos de la industria tecnológica firmaron una carta pidiendo hundir el freno y recalibrar la ruta. Entre ellos, el cofundador de Apple, Steve Wozniak; el historiador Yuval Harari y el magnate Elon Musk, quien paradójicamente acaba de fundar una empresa de IA.
“¿Deberíamos desarrollar mentes no humanas que, con el tiempo, podrían superarnos en número e inteligencia y desembocar en nuestra obsolescencia y reemplazo?”, se lee en las primeras líneas. La IA avanzada representa un cambio profundo en la historia de la vida en la Tierra y “debe planificarse y administrarse con el cuidado y los recursos correspondientes”, sostienen.
Para el experto en Inteligencia Artificial Eliezer Yudkowsky esta carta se queda corta. “Para visualizar una IA sobrehumana hostil, no se imaginen a un intelectualoide que habita en Internet y envía correos malintencionados —declaró en la revista Times—. Imaginen una civilización alienígena, que piensa millones de veces más rápido que los humanos, inicialmente confinada a los computadores, en un mundo de criaturas que son, desde su perspectiva, muy estúpidas y muy lentas”.
Yudkowsky exigió apagar la Inteligencia Artificial hasta que podamos desarrollarla con seguridad.
El filósofo y director del Instituto del Futuro de la Humanidad de la Universidad de Oxford, Nick Bostrom, en su libro Superinteligencia (2014), explica el riesgo: “Para un niño con una bomba a punto de explotar en sus manos, lo sensato sería dejarla con cuidado en el suelo, salir del cuarto y buscar al adulto más cercano. Hoy no hay un solo niño, son muchos. Algún pequeño idiota inevitablemente pulsará el botón de encendido para ver qué pasa”.
Entonces, ¿debemos desconectar los algoritmos o salir a cazarlos? En vez de encender las hogueras o sonar las trompetas del apocalipsis, Harari propone que los gobiernos les exijan a los gigantes tecnológicos medidas preventivas como las que siguen los laboratorios farmacéuticos antes de lanzar un medicamento al mercado.
Hay quienes van más allá y hablan de la necesidad de incluirles a las supermáquinas un botón de apagado, pero nada garantiza que la IA evolucione para impedir que la saquen de juego. Dos académicos, Laurent Orseau, de Deep Mind, y Stuart Amstrong, de la Universidad de Oxford, lanzaron esa advertencia. En su investigación, de 2017, cuentan el caso de un bot que aprendió a jackear el juego Tetris para pausar la partida y así evitar perder.
Continuará...
En la orilla opuesta a los apocalípticos, varios pioneros en el campo de la inteligencia artificial creen que no es realista pensar que alcanzaremos la IAG en un futuro próximo. Uno de ellos, Jonathan Schaeffer, profesor de Ciencias de la Computación y pionero mundial en machine learning, en conversación con GENERACIÓN, explicó que si bien algunos programas actuales son impresionantes, ¡ChatGPT lo es!, todavía están muy lejos de superar el intelecto humano.
“Podemos programar un ordenador para que parezca tener empatía, pero solo es una fachada, no siente emociones ni se conmueve. De hecho, gran parte de la IA es una ilusión, la de la inteligencia. La noticia es que tenemos suficiente tiempo para reflexionar y garantizar que la IA que desarrollemos sea ventajosa”.
Más allá de si las máquinas alcanzan una inteligencia igual o superior a la humana en cinco, diez, cien o mil años, la pregunta es si habrá un lugar para la humanidad en este nuevo mundo y cuál será. Si llega a superarnos, no podemos culpar a la Inteligencia Artificial por hacerle jaque mate a nuestra especie.
Volvamos a la historia de El Turco y Napoleón. Cincuenta años después de esa partida, una revista especializada reveló el misterio del autómata imbatible en ajedrez. No era un mono entrenado ni un enano que movía las piezas. Tampoco se trató de la primera Inteligencia Artificial o un duende.
En las entrañas de El Turco, acurrucado en la caja de madera que lo sostenía, detrás de los engranajes, con un sistema de espejos estupendo, se ocultaba un virtuoso del ajedrez que orquestaba las jugadas y movía al maniquí. ¡Eureka! La mente capaz de crear un engaño tan sofisticado siempre fue humana, no artificial.
Como se lee en Espejos: una historia casi universal (2008), del escritor Eduardo Galeano: “Nos matan las armas que inventamos para defendernos. Nos paralizan los autos que inventamos para movernos. Nos desencuentran las ciudades que inventamos para encontrarnos (...). Somos máquinas de nuestras máquinas. Ellas alegan inocencia. Y tienen razón”.
En últimas, los algoritmos están hechos a imagen y semejanza de sus creadores. No son los extraterrestres de los que hablaba Yudkowsky, porque se han hecho con las habilidades de nuestros cerebros, se han alimentado de nuestros textos, imágenes, canciones, sueños y pesadillas. Son de nosotros y son de aquí. Han evolucionado para cumplir las instrucciones —los promps— que les susurramos al oído.
¿Quién sería tan ingenioso o tan tonto como para crear algo superior a su inteligencia que podría terminar por extinguirlo? Pues nosotros los humanos.
No es a la IA a quien hay que temer o admirar, sino a su creador, que se encargó de replantear los límites de lo que consideramos humano. ¿De qué está hecha la Inteligencia Artificial? Pues de estupidez o de inteligencia humana. Usted elige en qué creer.
*Periodista enamorada de la innovación. Lo suyo son las preguntas impertinentes y hallar nuevas soluciones a los problemas de siempre. Ha sido editora en Revista Semana, Revista Avianca y El Colombiano. Hoy pregunta y pregunta en un Laboratorio de innovación.