Me gusta trazar con mis pasos mapas de otros tiempos, andar de vez en cuando al ritmo del compás que marcan las piernas. Tal vez por eso, y por circunstancias particulares que no vale la pena mencionar, decido caminar desde el Centro hasta el parque de El Poblado.
Me refiero a que tiempo atrás la salida de la ciudad hacia el sur se hacía por el llamado Camellón de Guanteros. Este camellón no era otra cosa que un camino que partía del Centro hacia el sur por las laderas orientales. Porque la parte baja de la calle San Juan y lo que hoy es la Alpujarra eran humedales tupidos de cañabrava por donde era imposible andar.
Guanteros era el nombre de un barrio popular y bohemio que en ese entonces era ya extramuros. Es lo que hoy la calle Maturín y alrededores, entre el morro El Salvador y Guayaquil. El camellón lo atravesaba hasta llegar al cementerio de San Lorenzo, para subir por el cerro de La Asomadera y evitar los pantanos de la parte baja, dominios del río cuando estaba vivo y culebreaba a su antojo.
Subo por Pascasio Uribe —rayando el costado superior de las torres de Bomboná— y doblo hacia abajo por San Juan. Lo que antes eran mangas extensas cercadas con tapias caídas y solares descuidados, ahora son calles y carreras. Las “barrancas de San Juan” y “del convento” pasaron a ser vías empinadas, a mi paso llenas de ruido, basura y menesterosos, que decido evitar doblando pronto hacia el sur.
Arribo así al antiguo cementerio de San Lorenzo, sitio de paso obligado de aquel camino del sur. Lo que ahora se cubre con una simple cuadra, antes era un camellón pantanoso sobre el cual se tenía que andar sobre grandes piedras para no embarrarse. Algo de actividad encuentro en esa morada que fue de almas y huesos ahora desocupada. En el centro de la plazoleta se dice misa por altoparlante, mientras detrás de los osarios se fuman en cuclillas los famosos “diablitos”. Si el camino antiguo implicaba incomodidades como la lisa barranca y la quebrada caudalosa, ahora lo variopinto radica en otra cosa.
Un poco más adelante y ya en una de las propias calles de Niquitao, me agrada encontrar un solar con un camino destapado. Lo tomo, como para que mis pies toquen tierra. El sendero transita junto a una casa a la vieja usanza, con muros gruesos, ventanas de madera y techo de teja. Se me vienen a la cabeza nombres como la “barranca del Caleño” o la “barranca de los Ospina”, e imagino que paso por ellas en otro siglo. Apuro el paso al ver que un habitante de calle espera educadamente en el otro extremo del camino a que yo termine de cruzar. Ese gesto de cortesía viene a enriquecer mi caminata con el valor de la igualdad, propio del andar a pie.
Aquel pequeño camellón, por así llamarlo, me deposita en una calle ciega, donde una venta temprana de fritos confía no tanto en el flujo de gente como en la lealtad del cliente fijo. Ya algunos vecinos hacen corrillo esperando la primera tanda de buñuelos. Saludo y me saludan. No puedo evitar asociarlo a que lo que en las crónicas de la época nombraban como el “Zanjón de las Peruchas”, mujeres que tenían como negocio la preparación y la venta de tamales, chorizos y huesos aliñados de marrano, chicha y aguardiente.
En la esquina de aquel zanjón, me topo con un pequeño grupo de amanecidos que se acusan unos a otros de querer terminar la fiesta anticipadamente, y ya creo que vienen de uno de los famosos “bailes de garrote”, propios de Guanteros y Niquitao.
Salgo de allí ascendiendo por las calles torcidas del barrio San Diego, paso obligado anteriormente para salvar el resbaloso barrancón del pie de La Asomadera. Imagino abajo los cañabravales, los pasos inundados y los cenagales intransitables. Hoy en día la más mínima acumulación de agua atrasa el tráfico y es noticia, cuando en ese entonces eran la norma en la parte baja del valle. Por eso caminábamos por la parte de la cuesta, lisa pero firme al fin y al cabo.

Más arriba llega uno a un descanso, que es la entrada oficial de la zona de recibo del parque de La Asomadera. Es un lugar para “asomarse” sobre el valle, una especie de regalo del paisaje donde hacer una parada en el viejo camino del sur. Desde allí puedo ver el cerro El Salvador como una segunda giba del terreno antes de caer al centro de la ciudad.
Si bien Medellín está lleno de edificios y encementado a más no poder, los paisajes están allí, son los mismos desde hace cientos e incluso miles de años. La ciudad puede urbanizarse, intentar desmotivar caminar por ella, pero las líneas de las montañas, los relieves de su piel son los mismos de siempre. Al andar y detenerse a observar nos comunicamos con todas las épocas en las que unos ojos han mirado y contemplado.
Hay desde allí una vista única del perfil norte del valle de Aburrá formando un arco perfecto, una hamaca que cuelga de montaña a montaña. Y, detrás, el cerro Quitasol, con Bello en su parte baja. Esas líneas las vieron los indígenas que ahora juegan en las canchas de microfútbol, según luego pude ver, un campeonato de etnias del Ecuador que viven actualmente en Medellín. Las vieron los viajeros que transitaron luego ese camino del sur, y pueden ser vistas ahora, suscitando sentimientos repetidos y renovados, más íntimos que la cambiante arquitectura.
Si quisiera seguir subiendo llegaría a lo que antes era el “cuchillón de Loreto”, un lugar del que algún autor de antes dijo que era un lugar triste y que daba hasta miedo transitar por él, ya que solo se componía de zanjas peligrosas, pantanos profundos, de enormes piedras y de extensas mangas. Como vemos, el concepto de “peligro” no es exactamente al que nos referimos hoy en día.

Por mi parte, bajo directo por los senderos del parque hasta Las Palmas y de ahí a la Avenida El Poblado. Carros y más carros, ruido. Las horas errantes de pureza budista de La Asomadera anima ahora los estruendosos aparatos. “Animar” no es la palabra. Camino ligero y sin distraerme. Tardo acaso media hora en llegar a lo que fuera el Poblado de San Lorenzo, es decir, el Parque del Poblado. Siento un cansancio revitalizador, solo me turba el sonsonete de motores de la segunda parte del camino. No tengo la sensación de haber perdido el tiempo. Al contrario, estoy feliz de haber reclamado mi derecho a caminar la ciudad, libre de prisas e ideales de tiempos ganados, libre de un desplazarme con eficiencia mercantil.
Un sueño me invade de repente. Medellín entera se me presenta tejida de camellones. De caminos amplios con árboles de sombrío a lado y lado. Caminos por los cuales no solo se llegara a un destino, sino que el recorrido le fuera equivalente a la importancia de la meta. Caminos que por sí mismos señalaran las rutas de otro tiempo, el prestigio del arrabal del pasado, la mirada sobre el valle. Caminos transitables incluso en la noche, para salir de rumbo o de rumba. Caminos donde pudiéramos bajar en todas las ventas y posadas, a beber aguardiente, de espumillas irisadas ◘
*Escritor. Estudió geología. Autor, entre otros libros, de Grávido río y El velo que cubre la piedra. Los recorridos y el viaje son el insumo de sus escritos.
