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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

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¿Quién mató a León Zuleta?

Siempre que celebramos el mes del Orgullo LGTBIQ+ se menciona a León Zuleta, marica sin vergüenza, ¿por qué?

Daniel Rivera | Publicado

Un raro. Un volteado. Un sátiro. Un marica. Un homosexual. Un hombre que nació con el pene erecto —¿en dirección al médico asombrado?—; un niño que se enamoró del abuelo; un muchacho que en cuarto de primaria tuvo una pelea con un compañero y, montado a horcajadas y dando puños, se percató de que, de tan excitado, tenía el miembro apretado contra los calzoncillos, de ese episodio escribió: “No era una relación tanto de pelea, sino de toma del cuerpo viril igual al mío”; de nombre Benhur León Adalberto Zuleta Ruíz, nacido en Itagüí el 18 de noviembre de 1952; conocido como León Zuleta; rojo, sindicalista, marxista, escindido. Nadie sabe por qué lo mataron, pero fue el 23 de agosto de 1993 en esta villita; lo encontraron apuñalado en su apartamento, como era marica nadie investigó, hubo silencio, se dijo que quizá un amante, que quizá un hombre herido en su virilidad, pero se cree que fue lo que llaman un crimen de odio. Tenía una sonrisa amplia, de dientes parejos y blancos; antes de la calvicie incipiente, el pelo con bucles amplios, la piel morena, la nariz ancha, las orejas como paréntesis encerrando el abismo del pensamiento. En 1970 se hizo famoso en bares frecuentados por hombres, porque lideraba el primer movimiento homosexual de Colombia, y lo hacía desde Medellín, que por entonces debía ser una sede alterna de El Vaticano. “Nos enteramos por un periódico trostkista de que había un movimiento homosexual colombiano, porque había un personaje del Partido Comunista que se llamaba León Zuleta, lo entrevistaban y contaba que había un movimiento que tenía diez mil miembros, y cuando le llamé a Medellín, León me dijo que lamentaba informarme, pero que los diez mil del movimiento son falsos, que todos los ceros no existían y que el único miembro del partido es él y que está pensando hacer una revista homosexual y que es El Otro”, dijo Manuel Velandia, sociólogo y activista, en el documental Les Otres. La revista El Otro nació en 1977 con el índice escrito a mano, ilustraciones de demonios, faunos, elefantes, alegorías de falos, figuras geométricas que se abren en círculos que invariablemente refieren al interior de un culo; es totalmente anónima y tiene frases así: “No podemos pensar la homosexualidad como un producto o un efecto posterior a la presencia de la heterosexualidad. Debemos pensarlas como históricamente coexistentes, términos que indican la validez arcaica de múltiples formas de relación válida sexual, en cuanto satisfacción del deseo, y ello pensado en un primitivo polimorfismo perverso, y que como producto de la decantación cultural, con una alta incidencia de las formas ético-religiosas, fue tomando una dirección primordial, heterosexual, a costa de la represión de otras formas de relación sexual”. Se entiende y no. Fue un trabajo de autoedición tenaz: lo escribía todo, hasta las cartas de los lectores, las mismas que él contestaba con toda seriedad. León Zuleta vivió, como todos los locos, en un diálogo eterno consigo mismo. No le tenía miedo a nada, se besaba con otros hombres en los corredores de la Universidad de Antioquia, frecuentaba bares en los que buscaba la entrepierna feroz. En El Otro integró sus dos inquietudes: la homosexualidad y la izquierda —entendía la heterosexualidad como un triunfo del mercado—, lo que resumió en una palabra: Sexpol. La palabra se convirtió en un grupo de conversación donde se hablaba de sexualidad y política, un lugar rarísimo en una ciudad donde se perseguía a los hombres solitarios que eran llamados por la prensa como faunos y extravagantes. Existe una entrevista en video, se le oye hablar con el acento cantarino y zalamero de estas montañas de Antioquia: “A mí lo que más me preocupa y lo que más me angustia es que esté viviendo una época tan opaca, tan cuadriculada, tan pobre, a pesar de todas las cosas que se mueven en el orden técnico, en el orden de la racionalidad instrumental, en el orden de la racionalidad técnica, pero no es para ponerse a llorar, más bien lo que queda en este momento, sino se puede transformar nada a nivel cosmológico, es producir su propia verdad pero vivir con la alegría permanente”. Su padre fue carpintero, es decir obrero, intelectual, un hombre que le enseñó a su pequeño hijo —en quien nunca reconoció a un homosexual— la literatura francesa y la existencial, así fue arrojado a la espiral del pensamiento sin fondo. “No tuve una vida infantil, sino una vida intelectual que, a veces desprecio; porque hubiera querido ser más lúcido, porque eso me marcó definitivamente, estoy metido en el lenguaje, en el orden simbólico desde la adolescencia y no vivo el orden real. Soy un loco inteligente que no entiende lo que pasa en la realidad porque estuve metido en esa simbología y eso no es justo para un niño”. Una muestra de su inquietud: en unas vacaciones de su infancia leyó completo el diccionario Larousse. Además de su abuelo, estuvo enamorado de una profesora, tuvo jugueteos con compañeros de clase y se acostó con un psicoanalista y luego con la esposa. Su sociedad no era tan distinta a esta, escribió: “Escribir en Medellín (...) es tener que andar cuidando los frasemas para que sus sentidos no hieran la sensibilidad gramatical de los teoremas y retóricos del retorcido virtuoso, pensando que no voy a ser susceptible de la consagración impresa ni de la santificación en el patíbulo del recital y la buena dicción...”. En 1983 organizó la primera marcha del orgullo gay en Bogotá, tiempos en los que policías y militares perseguían, tomaban prisioneros y torturaban a los homosexuales. En un texto publicado por Argelia Londoño Vélez, quien fue amiga cercana y compañera de universidad, se le describe como un hombre totalmente delicado, sexuado, que hablaba en femenino, coqueto pero tímido, que lanzado a las brasas de una cita no sabía cómo actuar, cómo moverse: “Cuando estoy con él percibo que es una de las nuestras. Su feminidad, sus gestualidades: una red de fino macramé. Paso a paso, como en el taichi, teje una nueva memoria para su cuerpo”. En ese texto está la clave de la muerte de León Zuleta; Argelia escribe que un hombre lo perseguía, aparecía a la salida de la universidad, en una panadería azarosa, como buscando un acercamiento que no lograba desenredarse, que no tenía vocación. La persecución se tornó insoportable, porque solo había miradas, pero no contacto, el maricómetro de León no daba señales —“creo que mi maricómetro no funciona”, decía—. Escribió Argelia: “Pasan los días, no aparece en la clase, tampoco en su casa. La incertidumbre me abriga. Pregunto a varios conocidos, buscamos, parecen no saber nada. Nos apuramos, palpito, necesitamos hallarlo respirando. Como locas vamos de aquí para allá con la angustia subterránea y preguntando: ¿En qué abismo te han perdido? ¿Por dónde camina tu angustia? ¿Alucinas con alguna conquista clandestina? ¿Qué amante nocturno te ha atrapado en las sombras? Tengo escalofrío, el cuerpo es un sudario helado. Te encontraron como una mariposa con las alas rotas, como San Sebastián, martirizado, con el cuerpo desgajado. Adivino los ecos del ruido monótono del puñal rasgando tu espalda que retumba”. Nadie sabe qué sucedió, hay que repetirlo. Han pasado treinta años y de León Zuleta queda el legado —¿habrá que decir que marcha hoy, cuando esta revista sale a la luz?—, pero decir que queda el legado es triste, es decir que el cuerpo apuñalado después de tantos años sigue hablando, pero habla por la sangre, por el error. ¿Es amor lo que sangra?

Daniel Rivera Marín

Editor General Multimedia de EL COLOMBIANO.

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