Hasta hace unas décadas la gente que vivía en el campo, la que trabajaba en una finca aislada, alejada del pueblo más cercano, no conocía la soledad. Y tampoco el aburrimiento. No tenían teléfono ni radio ni televisión. En la mayoría de los casos, el único medio de transporte era la mula. Solo había trabajo, desde antes del amanecer y hasta un poco después de que el sol desapareciera. En ocasiones, eran tan solo un par de jornaleros que cuidaban el cultivo o el ganado, más la mujer de alguno de ellos, encargada de atenderlos, y los hijos de ambos, que caminaban largos kilómetros de ida y regreso cada día hasta la escuela. Por lo general, nunca faltaban los perros grandes, fierros y criollos, que de día permanecían echados bajo la sombra espantando las moscas con la cola, en la noche servían para anunciar la llegada de cuatreros y eran alimentados con las sobras (no existían Ringo y Mirrigo). Quizás también maullaran por la casa un par de gatos, que estaban allí con la clara intención de cazar ratones o animales de madriguera. Todos tenían una función.
Desde hace unos cincuenta años las cosas comenzaron a cambiar. La gente del campo se mudó a las ciudades y los animales dejaron de ser considerados seres de segunda, tal como se les trató estos últimos dos mil años, desde el surgimiento de las religiones monoteístas que repitieron el discurso de que el hombre es el único animal con alma. Los otros, por tanto, eran seres de segunda. En el afán por adorar a un único dios, fueron desacralizados y despreciados los dioses de Egipto, una civilización donde “el treinta por ciento del cielo era animal”, según afirma el filósofo alemán Richard David Precht, entre ellos Anubis, el dios funerario representado con cuerpo de hombre y cabeza de cánido, y Bastet, Mafdet y Sekhmet, las deidades con cabeza de gato.
Siglos después apareció Descartes e hizo del hombre el “señor y propietario de la naturaleza”. Más todavía: afirmó que, al carecer de alma, el hombre no podía tener con los animales ninguna consideración moral. Se cuenta de este mismo filósofo que azotaba a un perro mientras hacía sonar un violín, perro al que luego le bastaba escuchar ese instrumento para aullar de dolor. Hasta que llegó Darwin y negó científicamente todo lo anterior: no somos hechos a imagen de Dios, sino producto de la evolución de otros animales, de los que no somos sus amos.
Desde hace 50 años se viene echando por tierra, cada vez con más frecuencia, “la creencia de que el ser humano es superior al resto de los animales y por ello puede utilizarlos en beneficio propio”. A esto, el psicólogo Richard D. Ryde lo llamó, en 1970, especismo. En 1975, el respetado filósofo Peter Singer publicó Liberación animal, una especie de manifiesto del movimiento de liberación animal. Según él, “las evidencias acumuladas por la neurociencia muestran que la conciencia no es un fenómeno específico de los humanos, ni siquiera de los primates, sino que proviene de mucho más atrás en la evolución”.
La discusión de si el animal tiene o no alma ha pasado a un tercer plano. Ahora se discute sobre la autoconciencia animal, como ya se ha confirmado en algunas especies. Lo importante es si los animales sufren o no. ¿De veras alguien todavía cree que no sienten dolor? Singer afirma: “Vemos las mismas reacciones de dolor en los animales que en las personas, basadas en los mismos fenómenos nerviosos. Una aspirina o un paracetamol alivian el dolor en humanos y animales por igual. La propuesta de que no son conscientes de su sufrimiento resulta inverosímil”.
En algunas especies este dolor no es solo físico, como lo muestra aquella película de Richard Gere sobre el perro que lo espera durante largos años sin saber que su dueño ha muerto, un caso que no es único. Es cierto que Hachiko, como este can se llamaba, sigue yendo por costumbre cada tarde a la estación, pero la tristeza en su cara refleja el dolor de no volver a ver a su dueño. El dolor y el sufrimiento son malos en sí mismos, independientemente de la especie del que los padece. Ryder habla también del painism, el cual “promueve el respeto por todo ser con capacidad de sentir dolor y el merecimiento de derechos para estos”. Las ideas de los filósofos atrás mencionados, junto a la de otros como Frans de Waal, han generado conciencia por este respeto y estos derechos.
Sin todas estas nuevas miradas, es posible que ni el perro ni el gato hubieran dejado de ser animales de finca o de patio para evolucionar a lo que hoy son: animales de compañía. Esto, que se viene dando de tiempo atrás, sin duda tomó mayor fuerza con la pandemia. En especial con el perro, que además de acompañar la soledad, permitía a sus dueños salir a caminar a la calle y frecuentar los parques.
La soledad, que desconocían nuestros abuelos y sus mayores en el campo, se convirtió con el crecimiento de las urbes en la nueva normalidad. No se trata de vivir solo, que es una elección, sino de padecer la soledad. Según una encuesta de Meta-Gallup adelantada en 142 países, un cuarto de la población se siente sola, principalmente los jóvenes entre 18 y 24 años, y no los adultos mayores, como solía creerse.
Una de las razones de la soledad entre jóvenes es el uso de las redes sociales. Olivia Laing, en su bellísimo ensayo Las ciudades solitarias, afirma que estas plataformas “pueden crear una fachada de conexión que profundizan la soledad”. De ahí entonces que la búsqueda de compañía es una de las principales razones por las que se adquiere una mascota, más perros que gatos. No en vano, a la par de la de ellos, el perro ha sido el único testigo ocular de la evolución del hombre estos últimos treinta millones de años.
El perro es un animal agradecido y generoso, virtudes que manifiesta cuando su dueño regresa a casa, así se haya ausentado diez minutos o varias horas. Nadie en el hogar muestra tanta alegría al reencontrarse con quien vive como este animal que, en ocasiones, se excede. Ese gesto, el de lamer la cara de su dueño, o intentar hacerlo, le viene de los lobos, sus antepasados, de cuando los cachorros lamen el hocico de su madre tan pronto ella entra a la cueva porque les sabe a la carne de la caza. Y es también un gesto de amor filial que establecen con la madre antes de amamantarse. El perro, para quien el hombre es su manada, conserva con su dueño este mismo gesto amoroso.
Sin embargo, la virtud más conocida y aplaudida de los canes es la lealtad, otro rasgo que conserva de los lobos. Los inicios del perro se dieron cuando algunos lobos comenzaron a seguir al homo sapiens para aprovechar los restos de comida que estos cazaban, traicionando a su propia especie, con lo que poco a poco, en unos quince millones de años, evolucionaron al canis familiaris, es decir, a los canes que hoy conocemos. Fue así como se autodomesticaron. Desde entonces también conservan de sus antepasados la solidaridad y la compasión –el lobo es el único animal salvaje que ayuda y protege a los ancianos de la manada–. Algo propio del carácter perruno, en cambio, es que no guarda rencor.
El perro, el gato y cualquier otra mascota es considerada hoy parte de la familia con la que convive al punto de que hay un nuevo concepto de familia, lo que confirma la crisis de la llamada “familia tradicional”: la imposición sucumbe ante lo cotidiano. No solo el hombre así lo ha entendido. También la justicia, como lo muestra una sentencia reciente del Tribunal Supremo de Bogotá que reconoce que los animales no son objetos muebles y, como tales, embargables.
Dicho fallo reconoce la existencia de las familias multiespecie o interespecie y afirma que, sobre los animales de compañía, como seres sintientes que son, existen deberes de protección especial. Esto, a raíz de una demanda interpuesta por un varón mayor en contra de su expareja luego de separarse tras 21 años de relación conyugal, alegando que la mascota hace parte de la familia, que la une con él un vínculo muy fuerte en lo afectivo y lo emocional y, por tanto, se le debían permitir visitas reguladas.
La relación que se tenía con los animales, en general, no es compatible con la representación que tiene hoy el hombre de la moral, la liberalidad y la sensibilidad. No puede entenderse esta relación entre hombre y animal menos que como un trato de igualdad, no como la afirmación de un hecho real, sino como una idea moral. Esta igualdad exige, como en el trato que debemos tener también entre humanos, una misma consideración ante el dolor y el sufrimiento. Cierro con esta frase de Henry Beston: “Los animales no son nuestros hermanos, no son nuestros subordinados, son otros seres atrapados con nosotros en la red de la vida y del tiempo, compañeros presos del esplendor y de la tierra”.
Hasta hace unas décadas la gente que vivía en el campo, la que trabajaba en una finca aislada, alejada del pueblo más cercano, no conocía la soledad. Y tampoco el aburrimiento. No tenían teléfono ni radio ni televisión. En la mayoría de los casos, el único medio de transporte era la mula. Solo había trabajo, desde antes del amanecer y hasta un poco después de que el sol desapareciera. En ocasiones, eran tan solo un par de jornaleros que cuidaban el cultivo o el ganado, más la mujer de alguno de ellos, encargada de atenderlos, y los hijos de ambos, que caminaban largos kilómetros de ida y regreso cada día hasta la escuela. Por lo general, nunca faltaban los perros grandes, fierros y criollos, que de día permanecían echados bajo la sombra espantando las moscas con la cola, en la noche servían para anunciar la llegada de cuatreros y eran alimentados con las sobras (no existían Ringo y Mirrigo). Quizás también maullaran por la casa un par de gatos, que estaban allí con la clara intención de cazar ratones o animales de madriguera. Todos tenían una función.
Desde hace unos cincuenta años las cosas comenzaron a cambiar. La gente del campo se mudó a las ciudades y los animales dejaron de ser considerados seres de segunda, tal como se les trató estos últimos dos mil años, desde el surgimiento de las religiones monoteístas que repitieron el discurso de que el hombre es el único animal con alma. Los otros, por tanto, eran seres de segunda. En el afán por adorar a un único dios, fueron desacralizados y despreciados los dioses de Egipto, una civilización donde “el treinta por ciento del cielo era animal”, según afirma el filósofo alemán Richard David Precht, entre ellos Anubis, el dios funerario representado con cuerpo de hombre y cabeza de cánido, y Bastet, Mafdet y Sekhmet, las deidades con cabeza de gato.
Siglos después apareció Descartes e hizo del hombre el “señor y propietario de la naturaleza”. Más todavía: afirmó que, al carecer de alma, el hombre no podía tener con los animales ninguna consideración moral. Se cuenta de este mismo filósofo que azotaba a un perro mientras hacía sonar un violín, perro al que luego le bastaba escuchar ese instrumento para aullar de dolor. Hasta que llegó Darwin y negó científicamente todo lo anterior: no somos hechos a imagen de Dios, sino producto de la evolución de otros animales, de los que no somos sus amos.
Desde hace 50 años se viene echando por tierra, cada vez con más frecuencia, “la creencia de que el ser humano es superior al resto de los animales y por ello puede utilizarlos en beneficio propio”. A esto, el psicólogo Richard D. Ryde lo llamó, en 1970, especismo. En 1975, el respetado filósofo Peter Singer publicó Liberación animal, una especie de manifiesto del movimiento de liberación animal. Según él, “las evidencias acumuladas por la neurociencia muestran que la conciencia no es un fenómeno específico de los humanos, ni siquiera de los primates, sino que proviene de mucho más atrás en la evolución”.
La discusión de si el animal tiene o no alma ha pasado a un tercer plano. Ahora se discute sobre la autoconciencia animal, como ya se ha confirmado en algunas especies. Lo importante es si los animales sufren o no. ¿De veras alguien todavía cree que no sienten dolor? Singer afirma: “Vemos las mismas reacciones de dolor en los animales que en las personas, basadas en los mismos fenómenos nerviosos. Una aspirina o un paracetamol alivian el dolor en humanos y animales por igual. La propuesta de que no son conscientes de su sufrimiento resulta inverosímil”.
En algunas especies este dolor no es solo físico, como lo muestra aquella película de Richard Gere sobre el perro que lo espera durante largos años sin saber que su dueño ha muerto, un caso que no es único. Es cierto que Hachiko, como este can se llamaba, sigue yendo por costumbre cada tarde a la estación, pero la tristeza en su cara refleja el dolor de no volver a ver a su dueño. El dolor y el sufrimiento son malos en sí mismos, independientemente de la especie del que los padece. Ryder habla también del painism, el cual “promueve el respeto por todo ser con capacidad de sentir dolor y el merecimiento de derechos para estos”. Las ideas de los filósofos atrás mencionados, junto a la de otros como Frans de Waal, han generado conciencia por este respeto y estos derechos.
Sin todas estas nuevas miradas, es posible que ni el perro ni el gato hubieran dejado de ser animales de finca o de patio para evolucionar a lo que hoy son: animales de compañía. Esto, que se viene dando de tiempo atrás, sin duda tomó mayor fuerza con la pandemia. En especial con el perro, que además de acompañar la soledad, permitía a sus dueños salir a caminar a la calle y frecuentar los parques.
La soledad, que desconocían nuestros abuelos y sus mayores en el campo, se convirtió con el crecimiento de las urbes en la nueva normalidad. No se trata de vivir solo, que es una elección, sino de padecer la soledad. Según una encuesta de Meta-Gallup adelantada en 142 países, un cuarto de la población se siente sola, principalmente los jóvenes entre 18 y 24 años, y no los adultos mayores, como solía creerse.
Una de las razones de la soledad entre jóvenes es el uso de las redes sociales. Olivia Laing, en su bellísimo ensayo Las ciudades solitarias, afirma que estas plataformas “pueden crear una fachada de conexión que profundizan la soledad”. De ahí entonces que la búsqueda de compañía es una de las principales razones por las que se adquiere una mascota, más perros que gatos. No en vano, a la par de la de ellos, el perro ha sido el único testigo ocular de la evolución del hombre estos últimos treinta millones de años.
El perro es un animal agradecido y generoso, virtudes que manifiesta cuando su dueño regresa a casa, así se haya ausentado diez minutos o varias horas. Nadie en el hogar muestra tanta alegría al reencontrarse con quien vive como este animal que, en ocasiones, se excede. Ese gesto, el de lamer la cara de su dueño, o intentar hacerlo, le viene de los lobos, sus antepasados, de cuando los cachorros lamen el hocico de su madre tan pronto ella entra a la cueva porque les sabe a la carne de la caza. Y es también un gesto de amor filial que establecen con la madre antes de amamantarse. El perro, para quien el hombre es su manada, conserva con su dueño este mismo gesto amoroso.
Sin embargo, la virtud más conocida y aplaudida de los canes es la lealtad, otro rasgo que conserva de los lobos. Los inicios del perro se dieron cuando algunos lobos comenzaron a seguir al homo sapiens para aprovechar los restos de comida que estos cazaban, traicionando a su propia especie, con lo que poco a poco, en unos quince millones de años, evolucionaron al canis familiaris, es decir, a los canes que hoy conocemos. Fue así como se autodomesticaron. Desde entonces también conservan de sus antepasados la solidaridad y la compasión –el lobo es el único animal salvaje que ayuda y protege a los ancianos de la manada–. Algo propio del carácter perruno, en cambio, es que no guarda rencor.
El perro, el gato y cualquier otra mascota es considerada hoy parte de la familia con la que convive al punto de que hay un nuevo concepto de familia, lo que confirma la crisis de la llamada “familia tradicional”: la imposición sucumbe ante lo cotidiano. No solo el hombre así lo ha entendido. También la justicia, como lo muestra una sentencia reciente del Tribunal Supremo de Bogotá que reconoce que los animales no son objetos muebles y, como tales, embargables.
Dicho fallo reconoce la existencia de las familias multiespecie o interespecie y afirma que, sobre los animales de compañía, como seres sintientes que son, existen deberes de protección especial. Esto, a raíz de una demanda interpuesta por un varón mayor en contra de su expareja luego de separarse tras 21 años de relación conyugal, alegando que la mascota hace parte de la familia, que la une con él un vínculo muy fuerte en lo afectivo y lo emocional y, por tanto, se le debían permitir visitas reguladas.
La relación que se tenía con los animales, en general, no es compatible con la representación que tiene hoy el hombre de la moral, la liberalidad y la sensibilidad. No puede entenderse esta relación entre hombre y animal menos que como un trato de igualdad, no como la afirmación de un hecho real, sino como una idea moral. Esta igualdad exige, como en el trato que debemos tener también entre humanos, una misma consideración ante el dolor y el sufrimiento. Cierro con esta frase de Henry Beston: “Los animales no son nuestros hermanos, no son nuestros subordinados, son otros seres atrapados con nosotros en la red de la vida y del tiempo, compañeros presos del esplendor y de la tierra”.
*Escritor colombiano. Su última novela es La mirada de Humilda (Seix Barral, 2022)