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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • ¿Qué es para mí ser hincha de Nacional?

¿Qué es para mí ser hincha de Nacional?

¿Se puede racionalizar una pasión? Alejandro Gaviria escribió la historia de su relación con Atlético Nacional, que se afianzó gracias al autógrafo de una leyenda.

Por Alejandro Gaviria | Publicado

Las emociones de la estrella número dieciocho se han venido apaciguando, diluyendo de manera lenta. Pasa lo que pasa con todo: uno se acostumbra. La felicidad se va convirtiendo en nostalgia, transformándose en recuerdos que la memoria edita convenientemente. La felicidad no existe; solo existen los momentos felices, me gusta decir. Muchos de ellos, en mi caso, han tenido que ver con el fútbol y con Atlético Nacional. Ya contaré algunos de ellos, pero quiero antes narrar, para empezar, la historia dentro de esta historia. Celebré ruidosamente en redes sociales las victorias recientes de Nacional en la Copa y en la Liga. Por muchas razones: los problemas deportivos del primer semestre de 2024, la absurda pretensión de corrección política en las celebraciones (que parecía más una conspiración que cualquier otra cosa), la triangulación cuestionable del VAR (que me hizo recordar mis clases de topografía en la universidad), etc. Por muchas razones, decía, los títulos tuvieron esta vez cierto sentido épico, de lucha heroica contra adversidades insalvables. Tocaba, pues, celebrar sin reparos ni reservas.

Semanas después de la celebración, recibí un mensaje de Daniel Rivera, editor de Generación, en el que, después del consabido “feliz año”, me pedía escribir un artículo sobre “qué es ser hincha a propósito del campeonato del Nacional”. Dije que sí al instante, de forma instintiva, sin detenerme a pensar en un hecho paradójico: racionalizar las emociones es casi imposible; es una trampa. Uno es hincha por una especie de adhesión primordial, un amor de origen difuso que se alarga en el tiempo, en las buenas y en las malas. Tribalismo puro.

Un amor, además, hecho de nostalgias. En la primera mitad de los años setenta, vivíamos cerca del estadio Atanasio Girardot, en el barrio Florida Nueva. Solía oír los partidos de Nacional por radio, domingos en la tarde y miércoles en la noche. Recuerdo bien los momentos de mayor felicidad: el locutor cantaba extasiado un gol y apenas un instante después, como si fuera una especie de eco portentoso, oía los gritos de la celebración que venían del estadio, un rumor hondo y alborozado que amplificaba mis emociones, la felicidad del gol.

Eran las épocas pre-Zubeldía, la época de Navarro y Tito Gómez, entre otros, una época inocente, anterior a la locura del narcotráfico. Ambos jugadores vivían cerca del estadio. Solían caminar por los alrededores de nuestra casa, tranquilos, sin aspavientos. Me topé con ellos varias veces. Raúl Navarro me firmó un autógrafo uno de esos días felices de la infancia. Iba ese día caminando por el barrio con mi mamá y nos topamos con Navarro. Decidí entonces dejar de lado mi timidez y aprovechar la coincidencia. Le entregué sin mediar palabra la libreta de teléfonos y direcciones de mi mamá. Navarro firmó en una hoja cualquiera con un trazo seguro, perfecto. Ese mismo día arranqué la hoja y la pegué con goma en otra libreta que atesoré por muchos años. Ya esa libreta no existe. Se la devoró el tiempo, ese homicida. La vida es un eterno salir de cosas. Navarro murió hace unos meses, en 2024. El paso del tiempo tiene mucho de irreal, pero “ser hincha” es una emoción duradera, inmune a las mutaciones de la vida, una especie de afecto invencible. Pienso ahora, mientras ordeno mis nostalgias futboleras, que algo cambió después de Zubeldía y el título de 1976, conseguido, como el más reciente de 2024, sin mucha preparación, sin grandes planes, en apenas cuatro meses, sin lo que ahora llaman “un proceso” (una forma de paciencia artificial que busca justificar el fracaso). Después de 1976, ya con la tercera estrella en el escudo y con más estrellas que el Medellín (el rival de plaza, decían), todo cambió.

Ser hincha de Nacional se convirtió no solo en la adhesión a un estandarte y el apego a una historia, sino también en una expectativa de triunfo, en una idea (la idea que define a los equipos grandes) según la cual las glorias pasadas deben renovarse todo el tiempo, convertirse en triunfos del presente. A mí me tocó esa transición, la transición de Nacional a ser un equipo grande. Hay hinchas de otros equipos que han aceptado resignadamente la plausible dignidad de la derrota. Los hinchas de Nacional no. Preferimos la insensatez de la victoria eterna, la acumulación insaciable de trofeos y distinciones.

En los años ochenta, vino la era Maturana, con su magia, con ese estilo particular que juntaba el fondo con la forma, la eficacia con la belleza. Vi la final de la Copa Libertadores en Estados Unidos. Había viajado a Boston por unos meses después de haber terminado la universidad y haber sufrido un asalto casi mortal. Eran los años de la locura, del rompimiento del orden social en Medellín. Recibí por correo los recortes de periódico y los cassettes de la transmisión radial de la semifinal, el épico partido contra Danubio de Uruguay. Los escuché una y otra vez antes de la final con eso que los vallenatos llaman “ausencia sentimental”.

Celebré la victoria arrodillándome en el piso. Había ido a ver el partido con unos pocos amigos a un restaurante perdido en un barrio latino. Todavía las comunicaciones eran difíciles. No pude hablar con mis hermanos esa noche, ni oír las noticias, ni extasiarme con esa costumbre extraña (un ejercicio para la imaginación) que consistía en la repetición, uno a uno, de la narración de los goles. Me acosté temprano a saborear el triunfo. Sabía que ese día de mayo era histórico; representaba otra transición: Nacional pasó entonces, en nuestra mente, en la mente de sus hinchas, de ser un equipo grande a ser el más grande. En la historia del fútbol, como en las de los países, somos dados a maximizar los triunfos, a inventar una historia patria con nuestro equipo como héroe y protagonista.

Dejé Medellín en los años noventa por muchas razones, una de ellas la locura de la violencia. No fui a los partidos finales de 1991. Ya vivía en Bogotá, pero seguía pendiente de las vicisitudes futboleras. Después del asesinato de Andrés Escobar en julio de 1994 (el día en que lo mataron juré no volver al estadio; no he vuelto desde entonces al Atanasio), mi pasión verdolaga se aplacó un poco, hibernó por un tiempo en una especie de duelo autoimpuesto y necesario.

Viví durante la segunda mitad de los años noventa en Estados Unidos. Cada noche de domingo veía religiosamente en televisión (el internet estaba apenas iniciando) un programa mexicano que transmitía los goles de las ligas suramericanas. Así pude ver, entre incrédulo y emocionado, el gol de tiro libre de Higuita a River Plate.

Regresé después a Colombia. He vivido en Bogotá un cuarto de siglo: un hincha verde trasplantado en la capital. Nacional ha seguido acumulando títulos con una regularidad casi pasmosa, mal acostumbrándonos a los hinchas, creando un sentimiento de intolerancia a la derrota que, creo, puede ser perjudicial. El estoicismo debería también aplicarse al fútbol, que, como todo en la vida, tiene también una dimensión azarosa.

De los momentos equipo grande. Hay hinchas de otros equipos que han aceptado resignadamente la plausible dignidad de la derrota. Los hinchas de Nacional no. Preferimos la insensatez de la victoria eterna, la acumulación insaciable de trofeos y distinciones. Había viajado a Boston por unos meses después de haber terminado la universidad y haber sufrido un asalto casi mortal. Eran los años de la locura, del rompimiento del orden social en Medellín. Recibí por correo los recortes de periódico y los cassettes de la transmisión radial vividos durante esta última década recuerdo especialmente la semifinal de la Copa Libertadores de 2016, el 3-1 contra Rosario Central, un partido inolvidable. Los tiempos de la santidad y el heroísmo parecen haber quedado atrás; las historias épicas están reservadas ahora para las gestas deportivas.

Vi ese partido en mi casa, en silencio, con el televisor casi sin volumen. Mi esposa se había quedado dormida temprano. Yo viajaba en la madrugada del día siguiente. Sabía que me tenía que despertar apenas unas pocas horas después del partido. Vino primero la decepción inicial, el primer gol de Rosario, un penalti inesperado. Después el empate renovó la ilusión y más tarde el segundo gol la multiplicó. El tercero casi no llega. Siempre me ha gustado imaginar escenarios y asignarles una probabilidad. Acostado en la cama, tiritando de frío y emoción contenida, pensé esa noche, una vez se cumplieron los noventa minutos de juego, que la probabilidad de tener una oportunidad de gol era de 50% y la de concretarla, del 10%. Esto es, la de meter el tercer gol, que aseguraba la clasificación a la final, era, en mi mente, de apenas 5%.

El gol de Orlando Berrío llegó como un milagro, con gresca y con la celebración revanchista que genera ahora intensos debates morales. Yo lo celebré calladamente, entre las cobijas. La pasión de hincha que se había aplacado despertó ese día con una fuerza imprevista. El partido final fue de trámite: una victoria difícil, pero en última instancia previsible. Después del gol de Berrío, la victoria parecía inevitable y así fue.

Una vez ganada la segunda Copa Libertadores, me tomé en serio mi labor paternal. Mi hijo Tomás, que nació en Bogotá, se estaba inclinando peligrosamente hacia el precipicio azul. La presión social es un asunto complicado. Yo había escrito uno de los artículos de mi tesis doctoral al respecto y lo puse en práctica: la presión parental pudo más que la presión de grupo y hoy Tomás es hincha del verde. Un buen hincha en la medida de lo posible, dentro de los límites razonables definidos por la globalización del fútbol y las adhesiones supranacionales de estos tiempos.

Este diciembre, de manera sorpresiva y sin decírselo a nadie, Tomás me regaló la más reciente camiseta de Nacional, la de 2024, la campeona, con las rayas verdes, blancas y negras difusas, confundiéndose entre sí. Recordé que mi papá también fue hincha de Nacional. No muy apasionado, aunque después de ver un partido en televisión solía decir que “quedaba como si lo hubiera jugado de hacer tanta fuerza”. Ser hincha es eso, pienso ahora: celebrar las conexiones intergeneracionales y el apego a una región; disfrutar y sufrir los partidos (siempre me han gustado las horas previas, la anticipación, el “sustico bacano”); y, sobre todo, reconocer que nuestra propia historia y muchos de nuestros momentos felices están asociados a un equipo que es también un símbolo, el símbolo de una esencia, de una lealtad a nuestros orígenes.

Soy del verde y soy feliz contándolo.

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