Manuel era una fiesta.
Su vida fue la celebración de la palabra, en la lectura, la escritura y la conversación: literatura.
Era montañero del suroeste antioqueño. Nació por accidente en Jericó pero su pueblo fue Jardín, aferrado a la montaña a este lado del Chocó, con vista asombrosa a los Farallones del Citará, una cordillera abrupta de piedra, superior a lo imaginable, que acoge al Gallito de las Rocas, pájaro negro y gris con pasamontañas rojo y patas anaranjadas que vino de Perú y entiende la vida en la lejanía. Ese habría sido un buen apodo para Mejía Vallejo, por singularidad, colorido anímico, plumaje, gallardía: Gallito de las Rocas.
Durante la vida conservó y expresó sin reticencias, con placer, rasgos de su pertenencia a esa tierra de páramos envueltos en la invisibilidad de la neblina, apreciables en el acento, el lenguaje, la comida, el vestido, los ademanes, los afectos y hasta en los sueños. Quiero decir que mantuvo y gozó su idiosincrasia: viajar por el tiempo llevando la tierra en las venas, como se lleva el color de los ojos.
En su destino muy antioqueño estaba trabajar para sobrevivir y enriquecerse como empresario del campo o de la naciente Medellín, pero el encantamiento de alguna palabra lo puso patas arriba, como nos sucede a los soñadores que no despertamos. A don Alonso Quijano, el bueno, “un hidalgo de los de lanza en astillero” y demás, sin carne ni hueso, solo palabras, pero tan humano como si lo fuera de hueso y carne y seso y sexo y vida y muerte, se le desbarató la placidez sin tiempo de la biblioteca, en un lugar de La Mancha cuyo nombre decidió olvidar el arábigo Cide Hamete Benengeli, historiador de sus milagros.
A Manuel, como a Alonso Quijano, el bueno, “llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.”
Manuel habló y escribió al amor de los clásicos españoles, que conocía al derecho y al revés y decía en las conversaciones del ron con precisa oportunidad. Las décimas que escribió, publicadas con el título El viento lo dijo, cien décimas, mil versos, me remiten directamente a Calderón. La número 11 es:
Todos me dicen que viva/ de esta o de otra manera,/ todos me dicen que muera/ hacia abajo o hacia arriba./ Todos dicen en qué estriba/ la brega que yo asumí/ desde el día en que nací/para jugarme del todo./ Dejen que viva a mi modo,/ nadie morirá por mí.
Manuel trascendió su destino e incorporó en individualidad y soledad el paisaje de las montañas de Jardín, con los habitantes vivientes y minerales (vivos a su gusto). Ese es su ser, que es literatura. Quiero decir que escribió con autenticidad, en su lenguaje natural, sin artificios ni imitación. Y lo hizo solamente para decirse. La literatura es expresión, el puro decir, la verdad escueta de su ser.
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William Faulkner, a los 28 años, el 10 de septiembre de 1925, le envió desde París a su tía abuela Bama, en Misisipi, una carta donde brilla la clarividencia de la verdadera literatura: “Gracias por tu estupenda carta. Eres una magnífica corresponsal —no, quiero decir una magnífica escritora de cartas—. Un extraño incluso podría por tus cartas adivinar el color de tus ojos”. Faulkner, Nobel 1949, el maestro de García Márquez, escribió El oso, un relato en la línea de la carta a la tía, que llega al fondo de la literatura. Esta literatura que dice la esencia de las cosas ha perdido lectores. A ella pertenece la obra de Manuel. Hoy “pegan” más los libros utilitaristas que pasan la frontera del periodismo e informan sobre hechos fugaces, opinan, presionan, politizan, exhiben, publicitan.
Se leyó en su momento La casa de las dos Palmas, Premio Rómulo Gallegos 1989, dedicada a Álvaro Mutis con estos versos del propio tolimense: “Álvaro Mutis:/ Que nos acoja la muerte/ con todos los sueños intactos.” En esta novela hay un personaje que, me dijo Manuel, es su más parecido autorretrato: Medardo Herreros.
Se leyó la primera novela, La tierra éramos nosotros (qué título), y fue un éxito y un escándalo. La empezó a los 20 años y la publicó a los 22, en 1945, y algunos dijeron que esa no podía ser la prosa de un muchacho, y la atribuyeron a José Manuel Mora Vásquez, marido de su tía acuarelista Jesusita Vallejo.
Fernando González, el de Otraparte, le escribió al muchacho: “Despacio, con deleite, fue la lectura de esta obra juvenil, fuerte, movida, tan nuestra y tan original al mismo tiempo. Une plenitud y tiene precisa sencillez. Fue mucho el éxito, pero no todo el que se merece. Mi opinión es que usted se ha señalado como el delantero de nuestra novela. Se ha revelado como nuestro mejor novelador.”
César Uribe Piedrahíta escribió: “Manuel Mejía Vallejo es el más promisorio novelista colombiano. Como pocos domina el diálogo y la pintura de ambientes.”
Baldomero Sanín Cano dijo: “Sucesor de Carrasquilla en Antioquia, tiene cualidades para ser nuestro novelista.” Aquí va el primer párrafo: “Las montañas de mi pueblo no tienen gracia alguna. Sin embargo me gustan los amaneceres tranquilos de esta aldea. Las calles largas, solas, con la monotonía de los caminos quietos, sin escollos”.
En la nota a la edición de la Colección de Autores Antioqueños de la Gobernación de Antioquia, de 1986, escribió esta frase: “Pero más allá de esta inútil pregunta, creo que escribo por un acto de soledad”.
El 7 de enero de 1964 recibió Manuel este telegrama en mayúsculas fijas, sin tildes ni puntuación: “MANUEL MEJIA VALLEJO MEDELLIN COLOMBIA PLACENOS COMUNICARLE CONCESION PREMIO NADAL 1963 SU NOVELA EL DIA SEÑALADO ROGAMOS URGENTE ENVIO EDICIONES DESTINO CURRICULUM FOTOGRAFIAS MAXIMO MATERIAL INFORMATIVO ENHORABUENA VAZQUEZ ZAMORA SECRETARIO”.
El Premio Nadal de novela es el más antiguo de España. Se concede desde 1946 y el de 1963 fue el primero que no ganó un escritor español. Fue el décimo sexto premio que recibió Manuel, que en ese momento tenía 40 años.
Su celebración lo retrata por dentro y por fuera: se fue a Barcelona y se alió con una pareja española, Ricardo Zamorano, pintor, y su mujer, Isabel Hierro, culta y amable, y con un amor a plazo, colombiana, Gloria Mejía, artista, fina, delgada, moderna, vestida de negro y hermosa, y se dedicaron a comerse, beberse y viajarse el Nadal hasta agotar las doscientas mil pesetas, diez meses después.
Este es el final de la novela: “Y salí pisando la sombra por el camino seco y solo. Me parece que iba llorando.” ¿Un arcaísmo ignorable?
El 24 de junio de 1973, la novela ya urbana Aire de tango ganó el Premio Bienal de Novela Colombiana, otro éxito literario y comercial en esta tierra, la viuda de Gardel desde hacía 38 años. Y se han leído y admirado y premiado, aquí y en otros países, sus cuentos. Y las coplas (Prácticas para el olvido y Soledumbres) y las décimas (El viento lo dijo) son su mejor poesía, bien antioqueñas y colindantes con las españolas antiguas, y buenas vecinas.
Los libros de todos los pasados y todos los presentes y todos los lugares que portan la esencia literaria, dicen el ser de sus palabras sin fecha de vencimiento y llevan su tiempo, su lugar, su vida y su permanencia mientras haya eso que llamamos tiempo, porque no se vinagran en la biblioteca, saben lo que saben, dicen lo que dicen, no se alteran ni se enorgullecen por las interpretaciones, están ahí porque su ser reposa en el estar, cantan en silencio su letra y dejan que el lector componga su melodía, la que quiera o la que pueda.
Manuel sabía todo esto y lo dijo en una redondilla perfecta: Volverán desde mi huerto/ los silbos que aún conserva./ Yo estaré bajo la hierba/ Sosegadamente muerto.
Su huerto es casero y lo sembró para su consumo personal, su soledad, que compartió con la de la familia y la de los amigos. Ese huerto conserva los silbos para que el oído del lector los capte y los sienta a su gusto, en la libertad de la lectura. Y el autor de la copla está desde hace ya 25 años bajo la hierba de su finca en El Retiro, Ziruma en el catío del páramo de Jardín, sosegadamente muerto, en la ceniza que dejamos en el roble que plantamos el 26 de julio de 1998 para que lo represente ante quienes lo amamos, ahora en materia vegetal.
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Una verdad menos trajinada: todos nosotros, lectores y escritores de estas tierras, somos Manuel Mejía Vallejo. Y él fue, supo y dijo esta verdad: es y será Tomás Carrasquilla (1858-1940), el “náufrago del siglo de oro”, antioqueño de Santo Domingo, nuestro abuelo, que llevamos en la savia literaria como “energía, elemento vivificador”.
La literatura Carrasquilla vive en nosotros y vivirá en quienes nos alargarán el tiempo de la ausencia. Y el fantasma de don Tomás reposa En la diestra de Dios Padre y seguirá diciendo: “Me llaman Tomás porque tomo mucho”.
Este es el último párrafo de La marquesa de Yolombó: “Por mucho tiempo, en las noches de luna, su sombra se perfila, franca y precisa, en cualquier pared de esta plaza; aparece después un poco vaga; al fin, de ningún modo, porque las sombras de los muertos también mueren.” Miren los puntos y comas, que para algunos son bobadas.
En el prólogo a la edición española de Léxico familiar, de Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1991), Elena Medel dice: “Me llamo Natalia Ginzburg. Mi padre, Beppino, ama la ciencia y la naturaleza. Lidia, mi madre, disfruta en cambio con ‘el placer de narrar’. Tengo tres hermanos y una hermana. Vivirán lejos y me bastará la ficción para saber qué les ocurre. Cumpliré con los retos: nacer, crecer, reproducirme. Algún día moriré. También escribiré libros. Quizás, incluso, plante el cerezo de aquella primavera triste de Pavese.
Oigo el ruido de los huesos arrojados contra la pared. Es la voz de todos los que me formaron: una abuela que amaba el orden, Natalina, la fiel, Leone Ginzburg, mi marido, en los tiempos en que yo aún me llamaba Natalia Levi, y tantos otros. Me llamo Natalia Ginzburg: soy aquellos que fueron antes de mí”.
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Termino con una historieta amable y mundana. Nada tan mundano como la literatura, a los demonios gracias. Además, le agregará sustrato a la fotografía que acompaña el final del relato, como despedida visible: A mediados de 1998 me enredé con la hija mayor de Manuel y Dora Luz, 28 años menor que yo. Manuel cumplió 75 años el 23 de ese abril, y la parranda triste la hicimos el 25 en Ziruma. Cuando comenzaba la fiesta casi póstuma, con apenas tres aguardientes en el hígado, antes de que Darío Ruiz, Óscar Jaramillo, Orlando Mora, Miguel Escobar y Elkin Restrepo lanzaran los chistes mortales (Fernando González, José Manuel Arango ni Guillermo Melo habrían chisteado sobre el enredo ese día), le pedí a Melo, fotógrafo, cocinero, ojiazul y aguardientero, que tomara la fotografía cuando le hablara a Manuel.
Me le acerqué al viejo, sentado en el trono peludo de cuero café y blanco, con el vaso de ron con cocacola, sin palabras en la triste fiesta de su muerte. Y le dije: “Te voy a decir algo que te puede matar o alegrar. Si no te gusta, tírame el ron a la cara; si te gusta, brindemos”. Me miró sorprendido e íntimo y me indicó que hablara. Le dije: “Yo estoy con María José”. Me miró como lanzado por un resorte y me dijo con ese lenguaje que durante los cuatro años de su enfermedad inventamos para entendernos en las visitas que le hacía frecuentemente: “Me parece muy bueno.” Nos tomamos el trago y Melo tomó la foto.
*Escritor de los libros Retratos, Desarraigo y Aves de Paso.
