37 canciones creadas en 6 décadas de carrera musical, y cantadas en más de dos horas y media, conformaron el repertorio de Sir Paul McCartney para su concierto en Bogotá.
Desde In Spite of all the danger, registrada en 1958 por The Quarrymen, su grupo previo a los Beatles, hasta Now and Then, el himno reconstruido con tecnología digital y lanzado en 2023, el concierto se resistió a ser una colección de nostalgias.
A sus 82 años, McCartney se dio el lujo de demostrarle a los 32.000 seguidores presentes en el estadio que no está para aplicarle bótox a su material, que canta sin descanso en esas alturas de los Andes, que no necesita maquillaje para disimular las canas y las arrugas, y que sube y baja las escaleras del escenario sin bastón ni tropezones: porque está, genuinamente, en buena forma. Su banda suena compacta y disfruta entregarse en cada acorde. Los arreglos le sacan brillo a cada canción, y las composiciones vuelven a sonar aún más vitales que en sus vinilos originales. Sus recuerdos no han enmohecido, se exhiben todo el tiempo en las pantallas, y su música, como él, ha envejecido con gracia. Sin pausas, sin playback, sin autotune. El maestro demostró que la genialidad es inatajable, sin importar la edad. Que el profesionalismo se nota en la presencia escénica impecable, en el acople amoroso con el público y en la entrega total para conectarse con cada una de las almas de la audiencia como si estuviera en la intimidad de un bar de Liverpool.
Prueba de ello fue la evidente capacidad de cambiar de un instrumento a otro. El ukelele para homenajear a su “hermano” Beatle, George Harrison, al tocar Something. El piano para recordar su ensueño materno con Let It Be y para llevar a su audiencia a corear el hipnótico Na Na Na Na de Hey Jude. O el piano eléctrico con el que encendió los fuegos artificiales de Live and Let Die e hizo explotar el escenario entre humo y candelazos como todo un agente Bond. Pero esto sigue...el banjo, su icónico bajo Hoffner, la guitarra eléctrica, y, por supuesto, la guitarra acústica para entonar Blackbird, la declaración poética que se adelantó 50 años al movimiento #BlackLivesMatter.
Esa calidad no es solo de McCartney. Los músicos que lo acompañan no son actores de reparto. Abe Laboriel, el baterista, como un metrónomo humano, marca la base rítmica dejando el pellejo en cada beat. Baila, anima, aplaude. Y los tres integrantes de los vientos, con su sorpresiva ubicación desde una de las tribunas laterales, entre la gente, son el factor sorpresa en Letting go, y desatan la emoción de todo el estadio.
Guiños para Lennon
A los 82, seguramente hay muchas deudas pendientes. Y el repertorio permitió saldar algunas cuantas. Por ejemplo, Here Today (saquen el Kleenex), fue un póstumo abrazo para dejar atrás las peleas con Lennon. Se sentía en su entonación el deseo genuino de perdonar a su compañero de vida y de pasar la página para darle más valor a las lloradas juntos, a los momentos de incertidumbre, y a esa genialidad que construyeron miti-miti, un poco a los trancazos, pero con resultados inmarcesibles.
El momento cúspide llegó con la tecnología. En medio de I´ve Got a Feeling, la imagen de un John Lennon joven y sonriente se une al coro, entona las estrofas y se hace parte de la banda, gracias a la remasterización de las cintas del concierto de la terraza de Apple de 1970, que son usadas aquí en una sincronización perfecta con el grupo en vivo. El resultado hace que la asistencia alucine al recrear la sensación de estar viendo a los Beatles reunidos. Sin una arruga, revividos por el full HD que no se amarillea ni se desvanece y con un sonido prístino, hacen pensar que el tiempo no ha pasado, y si pasó, no importa.
Por eso el concierto no es una colección de antigüedades. En My Valentine, la balada que Mc Cartney escribió para su esposa Nancy Shevell, el mundo multicolor se apaga. Se encienden los videos en blanco y negro de un hombre y una mujer —Johnny Depp y Natalie Portman— que, mirando fijamente al público, recrean con lenguaje de señas la letra de la canción, y de nuevo la intimidad envuelve el escenario. Una “tonta canción de amor”, una silly love song, como el mismo Paul defendería sus tonadas más acarameladas, suena bajo las estrellas de la capital, y se convierte en la banda sonora para pedidas de mano y celebración de aniversarios.
Y aquí los fans también actúan: las tribunas y la gramilla se poblaron de familias disfrazadas de sargentos Pimienta; padres, hijos y nietos con camisetas de los Beatles y de Wings; barras de fanáticos con carteles colmados de declaraciones de amor. Y en Maybe I´m Amazed, los seguidores se pusieron de acuerdo para coordinar el color de las pantallas de sus celulares y formar el tricolor de la bandera de Colombia. Gesto que un Paul sorprendido agradeció como en los días de la más rabiosa Beatlemanía.
La intención en el orden de las canciones hace que el concierto no baje la intensidad. La jocosa Ob-La-Di, Ob-La-Da le da paso a Band on the run, el momento más elaborado de Wings. El video que acompaña a Lady Madonna hace un homenaje al rol de la mujer en el deporte, las artes y la sociedad. Mientras que Being for the Benefit of Mr. Kite! recuerda que hubo un tiempo psicodélico que los Beatles alimentaron desde su estética irreverente. La candela de Helter Skelter, tal vez el primer tema Heavy de la historia, se mezcla con la ternura de Golden Slumbers, la canción de cuna que anuncia que el viaje está por terminar. Y así, canción por canción, Mc Cartney nos notifica que esa música tan bien escrita, tan bien compuesta y tan bien interpretada, no envejece.