La llegada de los españoles a América lo cambió todo, hasta la música. Y es probable que el sonido de esa música anterior a ellos nunca lo lleguemos a conocer.
“Ningún cronista, fuese fraile, historiador o escribano –ni siquiera los músicos de aquella época venidos de España– registró en notación musical las canciones o sonidos producidos por los nativos de la Colombia prehispánica con sus instrumentos y su canto”, dice el texto Instrumentos musicales arqueológicos del Caribe colombiano, escrito por Santiago Cárdenas van Wien, Felipe Cárdenas Arroyo y Camilo Cárdenas van Wien.
Lo que sí sabemos es que la idea que tenían los indígenas de la música era distinta a la nuestra, más amplia quizá, no podemos ni calcularlo. Un lenguaje, una música que habla de y para otro mundo. Tal vez por eso los españoles no la registraron, e impusieron la suya, y con ella su mundo.
“La bayoneta y la carabina fueron apenas dos de las varias estrategias de “convencimiento” de la conquista española para la conversión al catolicismo de la población indígena. Leyes de la época hablan de una exención de impuestos para aquellos indígenas que decidieran estudiar las artes de la musa Euterpe. El sonido de los clavecines, las vihuelas y las chirimías tenían más poder en su uso misional que las conminaciones a sangre y fuego. Así, de manera más utilitaria, las nuevas tierras del Virreinato del Perú –del que se desprendería el Nuevo Reino de Granada– se fueron llenando de música”, escribió Jaime Andrés Monsalve en el libro En surcos de colores, una historia de la música colombiana en 150 discos.
Los mamos iku (arhuacos), por ejemplo, usan la yossa (caracola), para producir un canto especial que no tienen letra. “La voz del mamo es transformada por la acústica de la concha y el sonido resultante es un modo de comunicarse con otra dimensión de la realidad. Es solo inteligible para el mamo que la interpreta y nunca se usa en ocasiones festivas (...) Mediante su uso, trata de corregir lo malo y promover lo bueno; en esencia, es un objeto que le permite hablar con los “Padres” (es decir, mamos ancestrales) para que intervengan en la vida de los indígenas”, dice el texto Instrumentos musicales arqueológicos del Caribe colombiano.
La música trasciende lo estético, tiene una función ritual mágico-religiosa, espiritual, que a veces cumple la función de lenguaje hablado, una comunicación cósmica. Los instrumentos se usan para dialogar mediante el sonido. Esa es una de las tareas que los mamos de la Sierra Nevada le encomendaron a Luis Fernando Franco.
—Lo que me encomendaron, de alguna manera, fue que tocara estos instrumentos y que esa fuera una forma de conversar con occidente, con los hermanos menores, como ellos nos llaman —dice Franco
La otra recomendación que le dieron fue interpretar las ocarinas —instrumentos de viento precolombinos— en algunos museos del mundo para aligerar la tristeza de las piezas que fueron desenterradas en excavaciones arqueológicas o por guaqueros y terminaron encerradas para ser exhibidas.
Eso es lo que ha hecho Franco. Ha tocado estos instrumentos por el mundo –—japón, Italia, Alemania, Estados Unidos—. En 2014 publicó Bulla Endiablada (libro y cd) un trabajo investigativo/creativo que hizo en colaboración con el antropólogo José Agustín Cárdenas a partir de una selección de Ocarinas de la cultura Tairona (900 d.C. a 1600 d.C.) que hacen parte de la colección del Museo de la Universidad de Antioquia. En 2023, presentó Soplo de Vida, una experiencia sonora creada con ocarinas, comisionada por el Banco de la República. Y este año compuso un concierto para la Orquesta Sinfónica Eafit con motivo de los cien años de publicación de La Vorágine, la novela del escritor José Eustasio Rivera. Allí fusionó las tradiciones ancestrales con la música sinfónica occidental, pero en lugar de adaptar los instrumentos tradicionales al sistema temperado occidental trabajó con las afinaciones naturales, los lenguajes propios de los instrumentos.
Ese es su enfoque, hacer música contemporánea con instrumentos ancestrales. Propiciar el encuentro de los mundos.
—Es una de las obras más grandes y significativas que he hecho en mi vida. Estuve 10 meses dedicado a esto día y noche, sin parar. Fue muy exigente encontrar un diálogo entre estos instrumentos y la Orquesta Sinfónica Eafit. Trabajé mucho por agrupación de sonidos, pensando desde algo que traigo de las técnicas compositivas contemporáneas que se llama el serialismo, que es trabajar con series de sonidos más que con la idea de una escala mayor o menor. Empecé con el Yapurutú, que tiene una serie de sonidos, entonces empecé a construir series de sonidos con los otros instrumentos —dice Franco.
—¿Qué quería decir con la obra? ¿Cómo la pensó?
—Yo no quise hacer una obra conmemorativa de La Vorágine, sino más bien una obra reflexiva. Retomar esas preguntas que se hacía La Vorágine hace 100 años, cómo las asumimos desde el mundo de hoy. A partir de ahí tuve la idea de hacer una obra de siete movimientos, siete ideas temáticas que me parecen fundamentales y que siguen estando vigentes hoy.
Esos siete movimientos son Fuga-Picure. Amanecer llaner; Rito. Llamados del Yapurutú; Agua. Transfiguración; Vacío. Alicia y Arturo; Tala. Devastación; Nonuyas. En memoria y Fuga-Picure. Restauración, y reflexionan sobre la esclavitud, el extractivismo, el agua, la palabra, la relación del hombre con la naturaleza, la destrucción, la selva, lo salvaje, el amor, la violencia, la muerte, la naturaleza y su fuerza, la resiliencia.
La obra, que lleva por título Selva Adentro, incluyó varios instrumentos prehispánicos, ocarinas taironas, flautas malibú, instrumentos amazónicos como yaputurús, pingullos, llama-aves o silbato amazónico y cascabeles de semillas.
Luis está haciendo la tarea encomendada. Da una conversación entre lo prehispánico y lo occidental a través de las músicas. Una conversación pendiente y compleja porque no hay un lenguaje común y eso la música lo ejemplifica muy bien. Porque cuando se habla de música parece que se hablara de lo mismo, pero no, los instrumentos ni siquiera están afinados igual, no hablan lo mismo.
—El primer trabajo complejo para uno, que de alguna manera ha sido formado dentro de las estructuras de la música occidental, es la decolonización. Dejar de pensar la música occidental como el centro de la verdad, de la estética, del discurso y que todo lo demás se tiene que acomodar a eso, que todos los instrumentos se tienen que afinar igualito. Es descentralizar la idea de que hay que llegar a un lenguaje común, sino permitir que haya otros lenguajes que estos instrumentos tienen guardados —dice Franco.
Esos lenguajes guardados en esos instrumentos hablan de otras relaciones del hombre con la naturaleza. De otras formas de entender y estar en el mundo. La música como punto de encuentro puede ser el principio de un mundo intermedio.
—Estos instrumentos están vivos. En parte lo que es maravilloso es que estuvieron 500 años o más debajo de la tierra, salieron y yo los puedo tocar todavía, están vivos sonoramente, su naturaleza misma está intacta. ¿Cuántos instrumentos hoy por hoy puede uno decir que están vivos después de 500 o 1000 años? Estos instrumentos, como cualquier vestigio que hay de estas sociedades, nos ponen a pensar, nos dan mucha información y nos hacen preguntas. Las ocarinas son más que objetos sonoros, tienen una información en su iconografía, en sus formas, y sonidos que nos pueden expandir el mundo de hoy. No son instrumentos del pasado, son la posibilidad de construir otros lenguajes sonoros para el mundo de hoy —dice Franco.