El thiodan es un veneno muy efectivo para matar las garrapatas que se enquistan en el cuero de las vacas y de los caballos; en la etiqueta advierten de su peligrosidad, porque la ingesta puede ser fatal. Y en esa casa de Belén de Umbría donde vivía mi abuela había por lo menos unas seis vacas lecheras que movían sus carnes al son de las garrapatas, así que cuando mi primo Camilo en su adolescencia amenazó con suicidarse, un tío le puso un frasco de thiodan en la mesa y le dijo: “Te veo. Te matás ya, te lo tomás todo”. Al suicida no se le reta, dicen los psicólogos, pero me gusta ese lado salvaje de la vida, el testeo de la voluntad.
En un capítulo de la primera temporada de Los Soprano, Tony llega feliz a donde su psiquiatra para contarle que hasta la cama de un hospital llevó a una prostituta; quería alegrarle el cáncer a un gran amigo. Él, sentado con la pierna cruzada, se ríe complacido y confiesa que luego se unió a la pareja y brindaron. Su respiración es pesada, como si tuviera una roca de cocaína atravesada en el tabique. La mujer, que parece adoptar el método del psicoanálisis lacaniano de escuchar y hablar poco, hace un comentario breve y se queda en silencio, a la espera de que Tony continúe, y continúa, porque se queda mirando el diploma de grado de la mujer que se tituló como médica y le pregunta qué opina de la salud de su amigo, qué opina de su cáncer.
A todos nos encanta hacer ese tipo de preguntas que buscan un consuelo. Tony quería escuchar un alivio, así como el hombre con una pena de amor espera que alguien le dé tranquilidad, que le diga que esa persona por quien sufre tarde o temprano volverá. Pero ella sigue preguntando —y con más ganas después de que su paciente viera en una pintura un árbol podrido que no estaba podrido—. Tony se desespera y muestra los dientes de su esperanza con tanto rencor: su amigo ha tenido tres sesiones de quimioterapia y no se le ha caído ni un solo pelo. Y viene una respuesta que resume el oficio del analista —no del terapeuta insoportable hecho para estas épocas en las que se dan soluciones y se aconseja, ese oficio de soberbios—: “Usted está cerca de enfrentar sus verdaderos sentimientos”. A Tony lo derrumba la pérdida: perdió a unos patitos que nadaban en su piscina, tiene enfrente la posible pérdida de un amigo y también asiste al derrumbe de la mafia tal y como la heredó.
Me extiendo en este tema no sé por qué, tengo que preguntarle al psicoanalista que veo a veces. Tony vuelve días después a donde la psiquiatra para decirle que su amigo está cada vez más hundido en el cáncer —ella solo lo mira como una vaca que pasta, con los ojos profundos concentrados en su fondo sin alma— y que raramente el otro día un judío a quien amenazó, y que parece no temerle a la muerte, lo comparó a él con Frankenstein. Fue raro encontrar semejante temeridad, parece decir Tony, aunque él tampoco le teme a la muerte —encontró a un igual y eso espanta—, lo confronta tener a su amigo en la cama, siente que pierde un mundo (el silencio, el otro lado mudo, así también se pierde un mundo), y en un giro de diálogo enlazó al judío con su amigo enfermo, reducido en una cama de hospital, y la psiquiatra lo aniquiló con una reflexión corta: “¿Por qué se nos ha dado el don cuestionable de saber que vamos a morir?”.
Quizá mi primo Camilo fue confrontado aquella vez de su adolescencia con el don cuestionable de la finitud. No se tomó el thiodan, pero luego descendió decidido por el desastre: tiene casi 40 años y en los últimos meses ha estado a punto de morir por malos asuntos. Un día lo vi ensangrentado en una publicación de TikTok, lo acusaban de ladrón. Le he preguntado por la muerte y me ha dicho que él “frentea” lo que sea, lo dijo con ese acento de mafioso trucho que no genera respeto sino lástima. Qué lástima la vida así.
Hay otro don, el don maldito de querer morir. Cuando tenía 10 años puse un cuchillo en mi muñeca, recuerdo bien la casa del barrio Santa Fe, recuerdo la puerta batiente de madera, recuerdo el cuchillo de mango negro, recuerdo el filo contra mi piel morena, recuerdo que pensé en mamá. Hace poco sentí el mismo impulso, es una idea instalada, el don inverso. Recordé a papá, que es un testigo de Jehová que pensó en suicidarse porque el trabajo no lo dejaba salir a la calle a predicar las buenas nuevas del evangelio; pienso en esa idea: un hombre que tiene la vocación de mandar almas para el cielo y que, al no poder ejecutarla, se ejecuta, prefiere morir.
Le digo al psicoanalista mi pensamiento y no me dice que me detenga, que tenga cuidado, solo me pregunta por qué. Le hablo de mis dualidades, de la vida atormentada y me responde: “Pero lo interesante de la vida es el dolor de la dualidad. ¿Cuán interesante es decir que apoyo a Israel o apoyo a Palestina? ¿No es mejor ver todo el panorama, tratar de entenderlo, y no definirse? Definirse a veces es para vidas pequeñas”. Creo que el psicoanalista no ve en mí a un suicida, o lo ve, pero sabe que tomaré la mejor decisión sea cual sea. Por eso prefiero el psicoanálisis sobre la terapia conductual, porque no me dice qué hacer, solo me ayuda a comprender, el problema es que no comprendo nada y solo veo el negro profundo de este abandono.
Verán que no me refiero entonces al suicidio del hombre o de la mujer incomprendida, solitaria, abandonada del mundo. El suicidio tiene la falsa virtud de fundar mitos. El club de los suicidas de Armenia, un grupo de personas que jugaban a enviarse cartas que los obligaban a jalar el gatillo (pull the trigger). Los muertos o suicidas con 27 años que plantan una bandera de no llegar a la vejez y dejan entonces una obra inconclusa; los suicidas de Masada, que rodeados por los romanos hace dos mil años fundaron —sin saber— la idea del sionismo: primero muertos antes que despojados de una tierra —la tierra prometida—. Romeo y Julieta y el amor imposible que no se consuma, o que se consuma en la muerte: la muerte los une, la muerte los separa.
He hablado con los sobrevivientes de padres suicidados: sueñan repetidamente con la última imagen, con la sangre o con la soga en el cuello, y esos muertos hablan desde su sueño eterno. El suicida busca el fin de todas las cosas, parar una hemorragia. El problema es que cuando estamos en el “borde del fin” vemos el paraíso, pero también su contrario, como escribió el dramaturgo judío Natán Alterman. Es decir: toda solución es un infierno.
Me animo a llamar a una línea donde atienden a quienes sufren depresión, o a los que simplemente están tristes, o a quienes quieren ser escuchados. Es un martes gris y he acumulado pensamientos. La estación San Antonio del metro está insoportablemente llena cuando son las 7 de la mañana. He venido para encontrar algo, y encuentro el teléfono, llamo: cuando me responden me quedo callado y cuelgo. Prefiero consultar. Una psicóloga del trabajo me dice que el que dice que se va a suicidar en realidad quiere que lo escuchen. A mí me pasa que no quiero hablar, no soporto la voz de casi nadie.
Le pregunto a una mujer que trabaja en líneas de atención de emergencias con la Alcaldía de Medellín, dice que ha recibido el llamado de mujeres que quieren suicidarse después de vivir traumas como el maltrato de su pareja, pero ella ha detectado que todos quieren ser escuchados, soltar el nudo, hablar.
No sé adónde va este texto. Escribo para mí. En The Americans, una gran serie que nadie vio, hay un personaje que se llama Stan Beeman, un agente del FBI que caza espías de la KGB en los años ochenta y no se da cuenta de que al frente de su casa vive una pareja rusa que ha montado una fachada americana de envidia. A Beeman se le sale la vida de las manos en algún momento y se convierte en su propio enemigo, se convierte en un traidor de su país, pero nunca dice nada y empieza a desarrollar un tic en la cara, ese tic es la columna del personaje, es el ancla que lo mantiene vivo, es un letrero, las palabras que le faltan. Es un suicida sin valor.
Es mejor ser suicida sin valor, como mi primo Camilo, como Stan Beeman, como mi padre. Recuerdo las palabras de mi pequeño hijo que habla sin saber: “La vida es dura, papi, pero tan bonita”.
En Breviario del olvido, un libro de Lewis Hyde, hay un aforismo que recordé hace poco a las 2 de la mañana, cuando tenía los ojos puestos en la oscuridad: “Insomnio: el trastorno del exceso de memoria”. Pensé en ese momento también en Canela, la canción de César Mora: “Quiero morirme de manera singular”.
*Editor general de El Colombiano. Su último libro es Volver para qué. Hace parte de la antología Cronica. Sanne fortellinger fra Latin-Amerika, publicada en Noruega y editada por Leila Guerriero.