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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Obra Guillermo Correa.
    Obra Guillermo Correa.

Minucias mundanas travestis

¿Cómo se conforma una familia trans? ¿Cómo comparten sus vidas una abuela, una hija y una nieta que dan clases, estudian y trabajan para el Estado? Una familia transita sus minucias cotidianas mientras una estudiante de la misma condición se enfrenta, como es más usual, al rechazo.

Analú Laferal | Publicado

Soy docente en una universidad pública. En mi clase de los miércoles en la mañana asisten un aproximado de veinte estudiantes, cerca de cinco de elles son personas trans. Para empezar las clases, siempre meditamos un rato e imaginamos situaciones útiles para el desarrollo de los contenidos académicos. Exploramos nuestras historias de vida buscando las marcas, dolores y alegrías que ha implicado creernos mujeres, hombres, no binaries, humanes, animalas y demás. Después de hacerlo, abrimos los ojos y buscamos las miradas del resto del grupo, nos vemos con detalle, contemplando nuestras presencias en el salón.

Hoy —en medio de ese espacio— extrañé la mirada de una de las chicas trans que asiste al curso, la más joven. Era la primera vez que su mirada no estaba con nosotras. Sentí una angustia inmediata, pero empecé la cátedra con esta sensación en el cuerpo. A mitad de clase, revisé mi celular para ver la hora y vi que me había enviado un mensaje hacía poco.

Salimos al receso y atendí su comunicación. Alterada, hablaba del gran dolor que no le había permitido llegar a clase. Me contó cómo sus familiares le habían machacado la lección incesante de que ser trans no estaba permitido en ese hogar. Habían descubierto las hormonas que tomaba secretamente desde meses atrás. Un gesto con el que empezaba a moldearse sus senos, sus caderas y la nueva suavidad de su rostro. De forma clandestina estaba ejerciendo “el derecho sobre su propio cuerpo”, como diría Lohana Berkins, y sus familiares —por supuesto— no podían permitirlo.

Me escribió —más que para contarme su dolor— para excusarse por la ausencia y solicitarme el material que quedó del encuentro. Para desatrasarse cuando su ánimo se lo permitiera. Le respondí con una voz formal en un audio, encriptando un aliento de fuerza en medio de mis palabras. Le dije que no había inconveniente, que la entendía, e insistí en que si necesitaba algo me avisara. Esta vez me quedé con la sensación de su dolor, que abracé y me acompañó el resto del día. Me quedé imaginando la escena de rabia y desespero con su familia, el daño que le pudieron haber ocasionado.

Ayer, antes de saber que la estudiante no llegaría a clase, escuchaba la transmisión de las intervenciones del primer debate en la Comisión Primera de la Cámara de Representantes sobre el Proyecto de Ley No. 272 de 2022, que pretende prohibir los Esfuerzos de Cambio de Orientación Sexual e Identidad y Expresión de Género (Ecosieg), también llamados como “terapias de conversión”, básicamente es cualquier procedimiento que sea diseñado con el objetivo de imponer la heterosexualidad y el cisgenerismo a toda costa. Me sorprendió el testimonio de un supuesto caso de éxito, que hablaba sobre la necesidad de métodos religiosos para modificar la orientación sexual. Era un gay que había dejado de serlo y estaba agradecido. En defensa de este tipo de “terapias” hizo afirmaciones tan peligrosas como que ser gay era una consecuencia irrefutable de la violencia sexual. Recordé cuando a mis catorce años estuve encerrada en un centro de “reeducación del carácter” durante casi dos años, administrado por personas católicas, para sacarme los demonios que, según ellos, me poseían.

Recordé el dolor de sus terapias de choque, sus gritos y manoteos en nuestra cara todo el día. Los objetos que nos amarraban en el cuello para “entender” el peso de la vida, la explotación laboral infantil —nombrada como terapia ocupacional— a la que nos sometían a las cinco de la mañana, haciéndonos cortar flores en medio de la neblina hasta sangrar, y, por supuesto, sus juicios explícitos sobre las relaciones homosexuales entre internos, que era para ellos una abominación, una debilidad del carácter. Me acordé de la oración de todas las mañanas en la que jurábamos ser “hombres de bien” y de los castigos que dejaron marcas permanentes en mi cuerpo.

Escuché al exgay pidiendo que no se sancionara el proyecto de ley de la misma forma gritona y ofendida de quienes me inundaban la cama con agua helada para darme los buenos días en el centro de reeducación. Los mismos que me cortaron el cabello y me quitaron las joyas. Me sorprendió que hubieran pasado quince años de mi vida y que aún esas personas —después de todo este tiempo— conservaran ese tono de voz, el mismo manoteo y esas creencias, defendidas desde el pánico que les producimos. El miedo en sus ojos por nuestra alegría. La rabia por nuestras existencias.

Mi hija, que es grande y ya está iniciando su maestría, me había escrito muy contenta —tres días antes de que mi estudiante no llegara a clase— contándome que le habían dado su primera cátedra en la Facultad de Medicina. Ella —que también es travesti como yo y mi estudiante— no podía creerlo. Por respuesta le dije “profe” por primera vez a mi hija. Abracé su emoción y la cobijé de lindos deseos para la labor tan hermosa en la que se iniciaba.

Escuche aquí el pódcast Clóse(t) Up:

Revisé mi Instagram —cuatro días antes de que mi estudiante no llegara a clase— y por desgracia vi a una lesbiana enfadada, con el mismo tono del exgay y de mis “terapeutas” del encierro. Una neo hippie de esas que pone sonidos de agua con cuencos tibetanos como música de fondo para fingir paz interior, mientras ladra amenazas de exterminio. Decía que aunque ella era lesbiana no le parecía que nos metiéramos con la niñez, que dejáramos sus esencias tranquilas. Que corrompíamos la institución de la familia, buscando acabar con la sociedad. Pensé de manera rápida que la esencia de la niñez era ya bastante manipulada en este momento, con la asignación de colores, deportes y cortes de cabello desde antes de nacer. Obligando a los hombres a ir a la guerra y a las mujeres a parir.

Recordé una de mis últimas investigaciones —un encargo de la Secretaría de Seguridad— en la que revisamos la violencia intrafamiliar en Medellín y evidenciamos cómo la familia y el hogar —el territorio doméstico, el gran soporte de la sociedad colombiana— eran los ámbitos donde más violencia se cometía contra las mujeres, las infancias y las mayoras. Coincidí con la lesbiana en que ambas queríamos acabar con esa forma de organización familiar. Incluso me pareció sensato que nos culpara por querer cambiarla. De hecho, me parece heroico cualquier esfuerzo por evitar la violencia y proponer formas más respetuosas de existir en la familia. Heroico, en medio de este país que sigue legitimando la violencia como método de relacionamiento social.

Mi nieta —que también es trans como mi estudiante, mi hija y yo— también trajo buenas nuevas recientemente. Nos contó —cinco días antes de que mi estudiante no llegara a clase— que por fin había firmado contrato con el Estado. Estaba terminando su primera semana como funcionaria pública. Ya tenía el carnet con su nombre. A pesar de haber ido a tramitarlo y encontrarse con un aparato institucional asustado frente a su exigencia, sensata y clara, de que quería su verdadero nombre de mujer en él, de donde la devolvieron sin atender su petición y la dejaron en duda un par de días.

Hace poco estábamos las tres juntas en casa —algunos días antes de que mi estudiante no llegara a clase—. Yo ordenaba los libros de mi biblioteca por tamaño y autores, mientras conversábamos y comentábamos una versión acústica de Karol G, su tiny desk de YouTube. Mi nieta decía que la gorra era un guiño a su nueva pareja, por el color verde, y a mí me agradaba que todas las músicas que le acompañaban fueran mujeres. Me hizo sonreír saber que esta mujer —que ahora es escuchada con tanta atención en el mundo— hubiera estudiado en la misma universidad donde ahora trabajo. La misma universidad en la que mi estudiante no llegó a clase.

Tuve un momento de contemplación. Tenía un libro en mis manos, Mi cuerpo es la verdad, publicado el año pasado, que cuenta las experiencias de mujeres y personas LGBTIQ+ en el conflicto armado, como parte del informe final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición de Colombia. Estaba sentada en la alfombra y, mientras le buscaba lugar a este libro en la biblioteca, miraba a estas dos mujeres —mi hija y mi nieta— detenidamente. Una estaba en el suelo revisando con asombro los libros en los estantes. Me proponía acuerdos para que le prestara alguno y la otra estaba sentada en el sofá del estudio seleccionando las canciones que sonaban. Me empezó a parecer muy conmovedor sentirles cerca, vivas y sonriendo al ritmo de la música. Vernos florecer juntas, en medio de la violencia tan minuciosa y organizada que se cierne sobre nuestras existencias. En medio de la amenaza permanente de nuestras respiraciones.

Empecé a apretar cada vez más el libro mientras me enfocaba en sus alegrías. Silencio. Reconocí los dos extremos casi inevitables de una vida trans, uno en mis manos, otro en mis ojos. Vi en nuestras sonrisas la permanencia de la alegría de todes les compañeres que han sido silenciades. Nos vi existiendo gracias a todas las que han dedicado sus días y sus vidas para ello. Nos vi como una pequeña parte de un montón de trans y travestis que están sonriendo con sus familiares, amores, amigas y amantes en los callejones y veredas de este territorio. También pensé en les 1.355 compañeres que respondieron al llamado para redactar una Ley Integral Trans colombiana hace unas semanas.

Miré los dos libros que me hicieron llegar unes compañeres trans a casa hace poco —para que fuera una de sus primeras lectoras—. Vi una repisa entera, llena de autorxs trans que cuentan sus hazañas y aventuras para hacerse a sí mismes. Devolví mis ojos hacia mi hija y mi nieta, las dos compañeras que habían llegado a casa para conformarnos como una de tantas familias trans que se juntan para suavizar la vida.

Callé un momento más y desde muy adentro nos deseé una muerte hermosa a todas, todes y todos, una que no fuera violenta. Invoqué contras, protecciones y deseos para que nuestros días siguieran repletos de placeres y alivios —los días de todes les que no nos asumimos en el género asignado al nacer—. Nos deseé una vida que, por lo pronto, sigue pareciéndome utópica. O al menos eso siento hoy, después de terminar la clase a la que mi estudiante no pudo ir a causa del dolor generado por sus familiares. Los mismos que le repitieron muy contundentemente las desgracias que le esperan por hacerse trans en estos tiempos, en estas tierras.

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