Llegaba puntual al taller de escritores de los miércoles. Bajaba desde Ziruma en un bus de Transunidos La Ceja. En otras ocasiones lo traía Dora Luz en aquel Simca rojo en el cual, de manera inconcebible, se acomodaba la familia extensa.
A las seis de la tarde, luego de la sesión del taller, don Manuel se acomodaba en la silla favorita, se servía otro ron y empezaba la tertulia. Poco a poco iban llegando los habituales: Fernando González Restrepo intercalaba una profunda reflexión sobre Henry David Thoreau, con el relato de la historia universal contada por sus amigos mecánicos de Barrio Triste o lamentando la muerte de Pelusa, el ratero de Envigado que le robaba los stop del R-4 “con gran cariño”; llegaba Darío Ruiz con la última novedad literaria de España y el programa completo del próximo viaje a Jardín o a Salamina; Elkin y José Manuel traían la más reciente edición de Acuarimántima, y Marta Elena Bravo la Revista de la Universidad Nacional y el programa impreso del siguiente seminario; Óscar Jaramillo desenrollaba con pulcritud la prueba de autor del nuevo grabado; Miguel Escobar descrestaba con el descubrimiento de una joya bibliográfica que se daba por perdida; Orlando Mora comentaba la película que acababa de ver; Luis Fernando Peláez lanzaba desde su discreción un apunte preciso y limpio como su obra; Juan José Hoyos preparaba el salto del periodismo a la novela. Una a una llegaban Stella, Martha, Alicia, Cristina, Clara... Iban apareciendo Guillermo Melo, Jorge Iván Correa, Eduardo Peláez. De vez en cuando se asomaba Mario Escobar y luego huía de aquello que detestaba: el licor y la farándula. De tarde en tarde venía de Cali Fernando Cruz Kronfly, de Barranquilla don Germán Vargas, de Ibagué Alberto Suárez, de Manizales Carlos Enrique Ruiz y Fabio Rincón, de Bogotá Mario Ribero y Juan Gustavo Cobo Borda...
Cuando Gloria Palomino, María José y Olguita cerraban la Piloto, la tertulia se trasladaba a tantos sitios que ofrecía la ciudad: La Camerata, El Jordán, el Gordo Aníbal, la Casa Gardeliana, el Málaga o Finale en el Poblado. Hasta el mínimo acontecimiento era materia de celebración. Medellín era una fiesta. Nada hacía presagiar la nube negra que se aproximaba.
El sábado, si no había viaje a ningún pueblo, la reunión continuaba en Ziruma, la casa de las puertas siempre abiertas, en la cual, como en aquella otra con dos palmas, el forastero siempre encontraba “un sillón, una cama, un vaso de agua para la fatiga”. Sentado en el sillón de cuero virgen, Manuel presidía aquel derroche de gracia, de inteligencia, de poesía y de canción. Mientras los leños ardían en la chimenea, Dora Luz y Doramadre cantaban los más desgarradores despechos, Miguel Escobar entonaba Viajera que vas... Álvaro Tirado se atrevía con Señor capitán, dejadme salir... En la alta noche, cuando ya muchos se habían retirado, le pedía a Manuel que dijera la Elegía de septiembre de Barba Jacob. Lo recuerdo con los ojos cerrados, el rostro iluminado por las llamas en declive, la mano izquierda apretando el vaso de ron, el puño de la derecha en alto en aquel final dramático “escuchadme esta cosa tremenda: ¡He vivido! / He vivido con alma, con sangre, con nervios, con músculos, / y voy al olvido...”.

Ese era el Manuel de la oralidad, de la infinita conversación. Muchos se han quedado con la imagen del bohemio. Pero en sus silencios, era un forjador infatigable de la escritura. Basta recordar que, luego de Aire de tango, publicó las tres grandes novelas del “ciclo Herreros”: Tarde de Verano, La casa de las dos Palmas y Los Invocados. Tres libros de cuentos que hacen parte del mismo ciclo: Las noches de la vigilia, Otras historias de Balandú y Cuentos contra el muro. Dos novelas experimentales La sombra de tu paso y El Mundo sigue andando, así como la gran novela sobre el mundo prehispánico Los abuelos de cara blanca. Dos libros de coplas y uno de décimas: Prácticas para el olvido, Soledumbres y El viento lo dijo. Y el libro de poemas Memoria del olvido. Fuera de lo anterior, Manuel contaba que había perdido en un taxi los manuscritos de otras novelas y obras de teatro. Con sorna, Darío Ruíz le decía que el ladrón debió haber sido un crítico literario.
Como ocurrió con Carrasquilla, a Manuel lo encasillan en la literatura costumbrista. Nada más alejado de la realidad. El hecho de que las novelas de ambos escritores transcurren en ambientes locales o pintorescos, narran caracteres, no costumbres. En aquellos pueblos donde en apariencia no ocurre nada, donde el tiempo se detuvo, de puertas para adentro se viven los grandes dramas humanos: la imposibilidad para dar afecto, los odios heredados, los amores no correspondidos, la envidia vecinal, la vida sin futuro lastrada por la nostalgia de otros días, el peso de la maldición a una estirpe. Esto ocurre, por ejemplo, en el bucólico paisaje donde se asienta la casa de las dos palmas. Allí “en el transcurso de cuatro generaciones hubo aquí dos suicidios, un asesinato, dos encierros por alcoholismo y locura, cuatro velorios y vidas dislocadas y amargas que debatieron su destino en forma sometida o inútilmente heroica”. Nada parecido a un cuadro de costumbres.
En la obra de Manuel están presentes las grandes dualidades de la existencia: la vida y la muerte; el recuerdo y el olvido; el amor y el desamor; El sueño y la vigilia; la realidad y su reflejo en los espejos, las sombras y las fotografías. En fin, es una obra donde de manera permanente se hace la gran pregunta sobre la razón de vivir, sobre el gran misterio de la memoria y su envés, el olvido. ¿A dónde van los recuerdos cuando ingresan al olvido? ¿Existe un mundo espejo donde conviven los recuerdos de la humanidad? ¿Son los sueños la ventana nocturna por donde nos asomamos, de manera fugaz, al mundo de los recuerdos perdidos? ¿Es el olvido una de las dimensiones de la muerte?
Algo parecido al apelativo de costumbrista ocurre con la producción poética, en especial con las coplas y las décimas. Si bien Manuel se sirve de una expresión de la poesía popular, lejos está de acomodarse a la categoría folclórica. Los versos que conforman la copla — cuatro leños encendidos—, permiten al autor expresar, de manera condensada, la ilusión del amor o el desgarre del desamor. Es el testimonio de un hombre frente al difícil oficio de vivir. Los títulos de los libros presagian su contenido: Prácticas para el olvido, Soledumbres.
Como solías decir Manuel, uno solo muere cuando desaparece la última persona que nos recuerda. Por eso, en estos cien años, te seguimos llevando en el recuerdo y la añoranza. Para que vivas para siempre jamás.
*Fue rector de la Universidad Eafit.
