“La cocaína no es el polvo que más mata. Es el azúcar”. Eso decía la semana pasada una publicación en el Instagram de Mattelsa, una marca de ropa dedicada a dar consejos de todo tipo, una especie de manual de vestimenta y conducta para los más jóvenes. La publicación traía más datos y citas que las que seguramente tendría esta breve nota: mientras el consumo de cocaína deja 500.000 muertes anuales en el mundo por sobredosis o violencia, el consumo de azúcar mata en el largo plazo a 17 millones de personas al año a través de enfermedades crónicas, según un informe de la OMS con título en inglés. Tenía varias imágenes la publicación, el fondo verde desleído y la letra difuminada, como para leer agonizando: “Así lo intentes camuflar con más nombres, todo es la misma mierda”, “Empieza a controlar el azúcar o va a terminar tomando el control de tu vida”. Todo en mayúsculas.
Pensé en la leche con arequipe, en el bocadillo con queso, en la chocolatina Jet y la Coca Cola; en los muertos que debe dejar la cocaína antes de que llegue a su consumidor final; en que en año nuevo ya hay propósitos más de moda que tener buenos hábitos y con razón. Por ejemplo, lancé un año empecé a correr con cierta frecuencia pocas veces me sentí mejor que cuando lo hago. También pensé en alguien que dio ay de querer morirme —no solo yo, el doctor Muerte, que recorre en su pequeño carro los barrios de Medellín ayudando a morir a quienes no han podido hacerlo por su cuenta, vive con la agenda llena— y en que antes tan solo las religiones, pero ahora todos, hasta las marcas de ropa, quieren salvarnos de la muerte.
Se lo conté a un amigo y me respondió que sobre Bryan Johnson. Lo hago. Bryan Johnson, 47 años, magnate, CEO de una empresa de tecnología, está empeñado en no morirse. El hombre con mejor salud del mundo. Dos millones de dólares invertidos al año, 30 médicos monitoreando las 24 horas. Resultados publicados en tiempo real: 91 suplementos diarios, 90 minutos de ejercicio, seis minutos de exposición a luz artificial, diez minutos de caminata, cuatro minutos de masaje en la cabeza, cámara hiperbárica, todo eso antes de las 8 de la mañana. Transfusiones de plasma con el padre y con el hijo. Es un proyecto familiar. Es el hombre con mejor salud del mundo y tiene 1,3 millones de seguidores en Instagram, es la nueva tendencia en Silicon Valley y ya tiene un documental en Netflix. Mejor morirse.
Es cierto que casi nadie quiere morirse pronto, pero vivir para siempre tampoco suele ser un anhelo, al menos por fuera de Silicon Valley. Es la fatalidad de la muerte la razón por la cual nos levantamos de la cama, estudiamos, trabajamos, tenemos sexo, amigos, buscamos el amor, decimos te quiero y llamamos a nuestros padres a preguntarles cómo están. También somos crueles, engañamos, traicionamos y hacemos guerras. Tampoco valdría la pena escuchar consejos si la muerte no llegara pronto, si la incertidumbre de que cada acción podría ser la última. Alcanzarla la vida para descubrir todo en carne propia. Si la fatalidad fuera una condición de la vida, y no de la muerte, no haríamos ninguna de esas cosas. La certeza de que vamos a morir es también la razón por la cual hacemos ejercicio, comemos saludable, meditamos, oramos, vamos al médico y compramos ropa. Es una paradoja: hacemos cosas que nos salvan de la muerte solo porque nos vamos a morir.
Se lo cuento a la novia de mi amigo y me dice que lea Los inmortales, de Borges. Uno siempre se siente como un idiota cuando lo mandan a leer algo que debió haber leído. Lo hago. ¿De qué voy a escribir ahora? Ahí está todo. Un hombre prueba del agua de la inmortalidad y tras entrar a la ciudad de los inmortales lo primero que quiere es morirse. “Esta ciudad es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contaminan el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nada en el mundo podrá ser valioso o feliz.” Los trogloditas eran los inmortales. Invulnerables a la piedad y desinteresados por el mundo físico y su destino. El editor me pide citas. Aquí va otra: “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible es saberse inmortal”. Al final, lo único que le queda al inmortal es pasarse las vidas en busca del río cuyas aguas lo dejen por fin morir.
La mayoría de las razones para evitar la muerte están fundadas en la promesa de un porvenir que se parezca a la felicidad o al amor: los hijos, los nietos, la pareja que llegará. Un ascenso, un viaje, un premio, una obra, una casa en la montaña o al frente del mar. Cada vez hay más tiempo para eso. En 1953 en Colombia había 529 personas con más de 100 años. Hoy hay más de 19.000. En 70 años, la esperanza de vida de un colombiano pasó de los 48 a los 74 años, y de los 52 a los 80 para una mujer. Pero el tiempo, escribió Manuel Vicent en una vieja columna que aparece como novedad cada año nuevo, no es equitativo. “El tiempo sólo son las cosas que te pasan, por eso pasa tan de prisa cuando a uno ya no le pasa nada”. Aunque dure lo mismo, un día de vacaciones en la playa es mucho más corto que un domingo en la casa, y la eternidad, sospecho, se parece más a eso.
Además, morirse sigue siendo fácil: la OMS dice que al año mueren 684.000 personas por caídas en todo el mundo. Estamos al borde de un influencer, un CEO extravagante y vulgar que enseñe una nueva forma de caminar más consciente, que venda los zapatos que nunca se tropiezan o que nos invite a caminar descalzos para luego vendernos las pomadas. En Colombia, en 2023, fue la cuarta causa de muerte no natural: 1.072 colombianos murieron por una caída, 33% más que en 2014. Las otras tres causas “externas” de muerte en el país son los homicidios (14.309), los accidentes terrestres (8.799) y los suicidios (3.301).
Sócrates, que no estaba de acuerdo con el suicidio, creía que lo mejor de la vida venía después de la muerte, y que solo la separación del cuerpo y el alma, posible al morir, permitía llegar a la verdad. “Los verdaderos filósofos no trabajan más que para morir y que la muerte no les parezca nada terrible”.
Quizás, me dijo otro amigo, es que los desinteresados consejos —Johnson, por supuesto, promociona y vende los suplementos que toma— para comer saludable, dormir profundamente y hacer ejercicio no pretenden que vivamos hasta el día del nunca jamás, sino llevarnos a una buena muerte. Pero una buena muerte, pensé, es un ir y volver, y todo eso lo previene. Quizás, respondi, es que sufren tanto comiendo como corren, durmiendo como se duermen y corriendo como comen, que no quieren hacerlo solos.
Cualquiera sabe que vivir es, no pocas veces, sufrir, incluso en la ficción: Drácula, Connor MacLeod, Doctor Manhattan descubren pronto que la longevidad viene con el dolor de las pérdidas acumuladas y de la soledad. En Roma, escribió Borges, conversó con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes.