Lorenzo Castellanos González fuma tabaco mordiéndolo con dos dientes. Lo sitúa en el extremo derecho de su boca y, con ella ocupada, habla con palabras cojas. Se sienta en la entrada del Museo del Mar, en Arboletes, dejando que el viento del océano, ese que huele a sal, fume más deprisa que él. De vez en cuando, se ve salir, por el resto de la boca, una bocanada de humo que se pierde rápidamente en el aire y no alcanza a expeler su olor. Dice que fuma para entretener la vejez. Dice lo mismo de sus largas conversaciones con Ignacio Fernández Julio, el paisano que hace diez años decidió, por idea de Nuestro Señor Jesucristo, iniciar ese Museo. Este, taciturno, entra y sale de la singular galería y termina por descabezar un sueñecito acostado en un largo y grueso tronco de árbol que ha dispuesto como asiento. Total, él debe conocer de memoria las historias de su amigo.
-Miren muchachoj, -nos dice Lorenzo a Esther y a mí, que le escuchamos extasiados, sin interrumpirle, sus historias de mar y de tierra que empata una con otra como sus tabacos, a modo de explicación a su negativa de beberse una cerveza con nosotros- el veinticinco de enero voy a ajustá setentitréj años de está comiendo plátano y dejde hace veintidój no volví a tomarme un trago ni ha mujereá. Fue una promesa que lej hice a Dios Nuestro Señor y a José Gregorio Henándej. ¿Saben quién era José Gregorio?
Le voy a referí
Sentado en un madero, al lado de la entrada del Museo, Lorenzo da la espalda al occidente y nos mira de frente. Está vestido con una camiseta, pantalones a media pierna y una gorra de visera. Su boca, con la que también sorbe una que otra vez su refresco, directamente de la botella, está enmarcada por una barbita blanca. Bombea pensativo su colilla, mira nuestras caras, tal vez para decidir si a nosotros se nos puede hablar. De pronto, se resuelve a hacerlo: -Es máj, lej voy a referí la historia. Lorenzo comienza con puntos suspensivos. Parece escoger muy bien las palabras, el orden de los acontecimientos, el tono del relato. Como buen narrador, sabe que en el comienzo está la mitad de todo. O simplemente esculca en su memoria, revisa que todo esté ahí, intacto.
»Yo estaba viviendo aquí, en Arboletej, con la mujé y cinco hijoj, cuando recibí la noticia de que mi madre estaba muy mala y que tal vej se moriría.
»Así que le dije a mi esposa que debía irme a Ríocedro a está al lado de ella. Que no sabía cuánto tardaría, si un mej o un año... no sabía. Le recomendé: de modo que si pasa un hombre y a ujté le gujta, ¡cójalo y váyase con él, que yo dejde ejte instante también me considero libre! Y Me fui esa misma tarde, caminando por el camino real. Llegué a la casa y encontré a mi madre, que se llamaba María Eugenia y a laj hermanaj reunidaj. Nadie sabía qué tenía, sólo que cada vej le costaba máj dificultad andá y debía permanecer acojtada.
»No me quedé allí, para qué, sino que eché a andá por esos pueblos bujcando el remedio, acompañado sólo por una champeta que decidí apretarme al cinto, como por llevá algún arma. Fui a Lorica y a Cereté. Caminando llegué también a San Bernardo del Viento. Allí me encontré con un tipo, que se hacía pasá por médico, pero con sólo hablá con él me di de cuenta que era un farsante y no sabía curá. Uno ahí mismo se da de cuenta...
Vengo del Viento
»Ya volvía a casa, despacio, derrotado, cuando me encontré a una señora, vieja conocida, que se detuvo a hablarme:
-Ajá, Lorenzo... ¿Y de dónde vienej?
-Vengo del Viento -le contejté-. Estoy bujcando un médico que cure la enfermedad de mi madre. Se va a morí.
-¡Anda! Bueno, yo he escuchado algunaj cosaj que te pueden serví, si no te molesta, claro ejtá.
-Hable tranquila -le dije-,que suj palabraj no me ofenden. Si me han de serví, bienvenidaj sean. Y si no, puej yo no tengo nada en el momento.
-Mira, Lorenzo, que dicen que en Montería hay un joven por el que uno se comunica con José Gregorio Henándej, ¿sabej quién ej José Gregorio? El médico venezolano. Y sé de casoj en loj que ha hecho milagroj. Vete para allá, que nada pierdej.
»Y eso hice. Al día siguiente, muy de mañana, despuéj de amanecé en la casa, salí para Montería, sin decirle a nadie lo que haría en la ciudad.
Yo dudé
»Recuerdo que iba solo por un camino largo, antej de llegá a la carretera principal donde tomaría el camión de ejcalera, cuando, de repente... se me apareció un hombre muy elegante, con saco y pantalón negroj y un sombrero de fieltro, también negro. ¡Era él! Era la imagen de José Gregorio... Pero yo dudé. Me estregué los ojoj con laj manoj para vé mejor y claro, cuando volví a mirar... ¡Nada! Yo dudé...
»En fin, llegué, puej, a Montería, di con la dirección que la señora me había anotado en un papel, pregunté por el nombre del tipo del que ya sí no me acuerdo, salió un joven como de unoj veintiocho añoj y me dijo que entrara. Le pregunté cuándo vendría José Gregorio y él me contejtó:
-Tiene que ejperarlo. No sabemoj cuándo venga. Esas señoras que están en el patio llevan cinco díaj ejperándolo y no lo han vijto. Hay que esperá”.
»Ese día iban a mostrá por televisión la segunda pelea de Cassius Clay Muhammad Alí. Unos tipos que también esperaban me dijeron: “¡Hey, amigo, vamoj a ver el box en un televisor que hay a doj cuadraj de aquí! Seguro noj da tiempo”. Me negué. Insistieron tanto que tuve que decirlej: Miren, señorej: yo no vine hajta aquí a ver boxeo, a ver peleaj... ¡no insistan que cuando digo no, sólo Dios me arranca!
»Y seguí ejperando. No me movía de allí. No sé cuánto ejperé. Díaj, tal vej. De pronto, de una pieza, una voz... una voz elegante, dijo mi nombre: “¡Lorenzo!” Yo, como enloquecío, miraba a todoj ladoj para vé de donde salía la bendita voj, que no era del joven ni de ningún hombre que allí estuviera. Ademaj, no había ningún hombre. Le dije: yo vengo por... “Sí yo sé a qué vienej tú, Lorenzo. Tu madre, María Eugenia, ejtá muy mala. ¿Pero por qué acudej a mí cuando el alma ya ejtá dejando el cuerpo? Ej tarde ya”. Le pregunté qué tenía y él me dijo el nombre de la enfermedad, que ya olvidé. “Tu madre ha sido lavadora, planchadora, piladora, bailadora, dobladora de tabaco, asadora de pan y de casadilla... en fin... y no se ha cuidado, Lorenzo, no se ha cuidado. Pero voy a hacer algo contigo. Te la voy a dejar disfrutá veinte díaj máj”. Y le dijo al tipo ese como de veintiocho años: “señor Fulano de Tal, apúntele ejte remedio y ejta inyección. Ah, Lorenzo, y el hombre que vijte a la salida de San Bernardo, ¡ese ej un charlatán! Y loj que te convidaron a vé la pelea, no son buenoj consejeroj. Debej sabé que no tengo consultorio en ninguna parte y tampoco cobro por laj consultaj”. Yo, en secreto, prometí a Dios y al mijmo José Gregorio que si me curaban a mi vieja no volvería a bebé una gota de nada que tuviera alcohol ni volvería a mujereá en lo que quedaba de mi vida. Que si tenía cualquier pedacito de mujer, con ella me quedaría para siempre.
Volví a casa resignado con el resultado de mi viaje. Di a mi madre el remedio. No me atreví a poner la inyección, pero mi hermana lo hizo porque ella sí es enfermera. Y ¿saben ustedej cuánto tiempo estuvo mi mamá aliviada con nosotros? ¡Ponganle!: ¡diez años! Cómo no voy a viví yo agradecido con José Gregorio. Tengo una laminita con su imagen pegada en una tabla de mi cabaña y a veces la alumbro.
-Ajá -pasó bromeando el anfitrión, camino de la banca sombreada a pocos pasos de nosotros -quien los vea ahí tan divertidos van a decir que Ignacio Fernández Julio, el del Museo del Mar, contrató un cómico que entretiene al personal.
-No, señor, nada de cómico. Yo simplemente les estaba refiriendo mi historia. Ahora, en cambio, lej voy a contar sobre la vej que se varó un pej inmenso cerca de aquí. ¿Te acuerdaj, Ignacio, la vej que se varó ese animal en esoj arrecifej? Venía atacado por otro pej, una fiera a la que llamamos Aguja Faralá. Cuando lo vimos, ya estaba muerto. Los peces pequeños y las pirañas acudieron en cardumen a comerse el animal por debajo; los goleros, a comérselo por encima. Creo que todavía conservan uno de sus huesos en una casa por aquí cerca. Lo usan como banquito para sentarse...
Colofón
Monstruos marinos
El de mar tiene que ayudar al de mar. Es un viejo adagio que tienen los marineros.
Lorenzo Castellanos fue de mar durante muchos años. No paraba en tierra. Conoció y visitó todo el Caribe colombiano. Una vez debió hacerle señales con un trapo a la tripulación de un bote patrullero para que se alejara de un animal inmenso que surcaba las aguas por la popa.
Asegura que anteriormente había más monstruos marinos que hoy. Y que no era tan raro que un tiburón visitara esas playas.
«Recuerdo que Bolívar limitaba por aquí con Antioquia -a Córdoba y Sucre los sacaron despuéj- y tomábamos ñeque y fumábamos tabaco. Ambaj cosaj eran prohibidas por la policía de aquí de Antioquia. De modo que noj íbamoj para La Ijlita, una finquita en la que empezaba Bolívar y los policías no podían pasar. Loj desafiábamoj mojtrándolej lo prohibido: “¡Sí, ejto es ñeque y es tabaco y qué!” Y jugábamoj cartaj.