Mi madre cumplirá noventa años en septiembre y cada vez que la visito entro a saco en su prodigiosa memoria. Hace unos días quise que me contara —otra vez— la historia de mi tatarabuela paterna, una mujer trabajadora que cultivó fama de bailadora exquisita por todos los pueblos negros del norte del departamento de Bolívar. La épica popular festiva dice que murió en la plenitud de su vida a causa de las brisas frías de la madrugada cuando surcaba en una canoa —en compañía de su hijo— las aguas del Canal del Dique y la ciénaga del Jobo. Hacía la travesía de regreso a Hatoviejo, su pueblo natal, después de haberse derretido junto a las espermas danzando horas al ritmo de tambores y gaitas en un baile en Santa Lucía en el departamento del Atlántico. Mi madre me contó un par de detalles más de Estebana Pérez —la tatarabuela fandanguera—, pero por alguna razón llevó la conversación hacia su bisabuelo, mi tatarabuelo materno.
—Se llamaba Francisco Cassiani. Era un hombre negro, bien negrito —me dijo.
Acudí entonces a la memoria común que ubica la presencia del apellido Cassiani desde comienzos del siglo XVIII en un pueblo de negros cimarrones del Caribe colombiano, y le pregunté si mi tatarabuelo era palenquero. Si había nacido en San Basilio de Palenque.
—Nunca supe dónde nació, ni cómo llegó a Hatoviejo —dijo—, sé que se casó con mi bisabuela, Carmen Cerda, una mujer blanca, alta y elegante, y que todos en el pueblo se preguntaban por qué ella se había casado con él. También recuerdo que hablaba un poco raro...
Interrumpí su relato para preguntarle a qué se refería cuando decía que hablaba raro.
—Sí, yo sentía que hablaba con acento diferente, y a veces pronunciaba algunas letras donde no iban, por ejemplo, la letra “r” —me dijo.
Pensé enseguida en Cantos populares de mi tierra, del poeta Candelario Obeso, y automáticamente saqué el teléfono móvil del bolsillo, busqué en internet el poema “Serenata” — uno de mis preferidos de ese poemario —, le extendí el celular, e invitándola a leerlo, le pregunté si hablaba así:
Ricen que hai guerra/ Con lo cachacos,/ Y a mí me chocan/ Los zamba-palo.../ Cuando lo goros /Sí fuí sordao/ Pocque efendía/ Mi humirde rancho.../ Si acguno quiere/ Trepácse en arto,/ Buque ejcalera/ Por otro lao;.../ Ya pasó er tiempo/ Re loj eclavos;/ Somo hoi tan libre/ Como lo branco...
Mientras iba leyendo asentía con la cabeza. Cuando terminó me pasó el teléfono y, con el rostro encandilado por la sorpresa de encontrar aquellos recuerdos de la oralidad de su infancia en el lenguaje escrito, me dijo, “¡sí, sí, así hablaba!”.
Para mí el descubrimiento de que mi tatarabuelo hablara como los bogas negros que inmortalizó Obeso en sus poemas no era un detalle menor. Justo para esos días me habían pedido este texto sobre literatura afrocolombiana y estaba rumiando en la cabeza qué tipo de enfoque y qué tono darle al escrito. Ahora ya tenía un comienzo. O más bien una forma retórica para comenzar el texto, porque desde que se tuvo cierta conciencia de la existencia de la literatura afrocolombiana —una idea a veces escurridiza y compleja— los estudiosos han asumido a Candelario Obeso como su precursor y toda aproximación a ella comienza citándolo a él. Pero antes de que aparecieran los apellidos a las formas de hacer literatura, la crítica literaria de la nación no tenía a este mulato nacido en Mompox en 1849 como vanguardista de nada, si acaso como libador aventajado de alguna cantina bogotana de finales del siglo XIX.
Fue Laurence Prescott —un investigador afroamericano que llegó a Colombia gracias a una beca Fullbright y a la relación de amistad y camaradería intelectual que estableció con el escritor Manuel Zapata Olivella desde los años setenta del siglo XX— quien sacó a Obeso de su condición de curiosidad del parnaso colombiano. Con la publicación del libro Candelario Obeso y la iniciación de la poesía negra en Colombia a comienzos de los años 80 del siglo XX, Prescott mostró la riqueza poética de Cantos populares de mi tierra, su importancia en el contexto temporal en la que fue concebida y la capacidad de Obeso para representar en su humana dimensión a unos personajes que por lo regular servían como ejemplo para señalar todo lo que no debía ser en la nación que se inventaba. Obeso se adelantó a todos y superó, incluso, a los que vinieron después. Aferrados a la síncopa y a la onomatopeya de sonidos africanos, la llamada poesía negrista —pese a sus buenas intenciones— no trascendió cierto exotismo negro fundamentado en el frenesí del ritmo. En cambio, por Candelario Obeso supimos del boga profundo, de la complejidad de su ser, de su melancolía y aspiraciones, de los linderos de su idea de felicidad y de desarrollo, más allá del tam, tam y el bembé.
Los bogas de Obeso andaban por el agua, pero avanzaban en sus embarcaciones aferrando, con firmeza, las largas perdigas en la tierra del lecho de los ríos. Voces como las de Manuel Zapata Olivella, Rogerio Velásquez, Arnoldo Palacios, Helcias Martán Góngora, Hazel Robinson Abrahams y Teresa Martínez de Varela lo supieron. Las voces de ahora —“sin odios ni temores”, como escribió Jorge Artel en uno de sus poemas— también lo saben. Y en su conciencia de las formas diversas de la creación se fugan de aquello que Stuart Hall llamó “fiebre de jungla”: esa manera del reconocimiento que se apoya en la construcción de esencias y categorías “biológicamente constituidas”, como si los sujetos negros no estuvieran inscritos en contextos históricos, culturales y políticos. Han sido esos mismos prejuicios esencialistas los que no han permitido asumir que esto que llamamos nación no existiría de la manera en que la conocemos, sin la presencia histórica de la población afrodescendiente. Pero no desde esa forma del reconocimiento que busca con una especie de escalpelo analítico diseccionar los elementos precisos que pertenecen a la población negra para hablar de aportes —como si la vida de los negros solo fuera un apéndice que le pone algo de color a la nación en su naturaleza sobria y formalmente constituida—, sino desde la certeza de su presencia en las estructuras iniciales y profundas de los hechos históricos que la cimentaron.
Hoy podemos decir —repito— sin odios ni temores, que dos novelas fundacionales y canónicas como María y La marquesa de Yolombó —sin desconocer la marginalidad y la complejidad en su tratamiento— están llenas de gente negra en sus páginas, que son lo que son precisamente por esa presencia vital, y que su carácter fundacional y canónico para la nación se lo debería dar la aceptación y valoración de esa presencia y no su negación. Está María, con su drama fundador de un arquetipo, pero en el centro también está la esclavizada Nay para hacernos consciente de un mundo negro inocultable; está Doña Bárbara Caballero y Alzate, encarnando la soñada antioqueñidad y sus pretensiones señoriales con cada vuelta de mantilla, pero también está un universo negro que los interpela desde su constante e incómoda presencia.
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Desbrozar la maleza de prejuicios para abrir espacios. Surcar ríos. Para contar la historia de la tatarabuela que murió con la misma gracia con la que bailaba fandangos, y celebrar la memoria prodigiosa de una madre que una tarde abril descubrió risueña que su bisabuelo hablaba como los bogas del río grande de la Magdalena ◘
* Historiador y escritor. Autor de El incómodo color de la memoria y Un diablo al que llaman tren.