Hace veintiocho años el suplemento literario de El Colombiano me invitó a una tertulia en la sede del periódico para hablar de mi libro Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal, que acababa de ser publicado en Cartagena. Los organizadores de la tertulia –Juan José García Posada, director del suplemento, y José Guillermo Ánjel– habían sido profesores míos en la Bolivariana y acogieron y celebraron con orgullo el logro de uno de sus pupilos.
Años atrás, yo había terminado mis estudios de comunicación social sin tener muy claro el rumbo que tomaría después de graduarme. Quería ser escritor, pero no veía la manera de lograrlo. A mis amigos de entonces les decía, medio en broma, que quería trabajar en El Universal de Cartagena, “para empezar donde empezó García Márquez”.
Después de algunos rodeos, en efecto, fui a parar a El Universal, donde al poco tiempo me convertí en editor del suplemento literario. En Cartagena aproveché para hacer literatura y para apropiarme de la música del habla del Caribe: para tutear, para incorporar a mi lenguaje palabras mágicas –como “vaina”– y hermosos anacronismos. En eso estaba cuando García Márquez publicó su novela Del amor y otros demonios (1994), en la que mencionaba su paso por el diario cartagenero, a finales de la década de 1940. Así me llegó la oportunidad escribir un libro sobre los inicios del nobel colombiano. Durante un año, investigué en archivos, entrevisté testigos y pude hablar en varias ocasiones con el protagonista de mi libro.
La publicación de Un ramo de nomeolvides empezó a cimentar mi prestigio como gabólogo. En 1997, durante un taller de narración periodística en Barranquilla, el mismo García Márquez les dijo a los periodistas participantes: “Este hombre tiene una versión mejor que la mía, conoce de mi vida más que yo”, y tuve el raro honor de firmar mi libro mientras en el otro extremo de la mesa él firmaba los suyos.
Un ramo de nomeolvides me abrió las puertas de la academia norteamericana. Recibí una beca de la Universidad de Rutgers para hacer estudios de doctorado y así le dije adiós al periodismo. Seguí escribiendo columnas de opinión, pero dejé atrás para siempre las salas de redacción. Ahora era un académico que, además, tenía condiciones más propicias para hacer literatura.
Escribí novelas, escribí artículos académicos –algunos de ellos sobre las obras de García Márquez– y acepté gustoso las invitaciones que me hicieron a lo largo de los años para hablar de ese escritor que, al autografiarme uno de sus libros, se proclamó “mi patriarca”.
Cuando se anunció que los archivos personales de García Márquez fueron vendidos al Harry Ransom Center de la Universidad de Texas reprimí el impulso de ir a verlos. Empezaba a cansarme de la etiqueta de gabólogo. Por las redes sociales tuve noticias de quienes fueron al archivo y leyeron el original de En agosto nos vemos, pero otros intereses me ocupaban y no quería dejarme arrastrar por esa especie de fiebre del oro.
Cuando escribí Un ramo de nomeolvides no era consciente de que pasaría el resto de la vida escribiendo sobre mi biografiado. He querido resistirme a ese destino, pero al final he terminado por ceder. Hace ocho años, fui a la sección de manuscritos de la Universidad de Princeton a hacer arqueología con la correspondencia entre Carlos Fuentes y García Márquez –que acababa de ser puesta a disposición de los investigadores. Así escribí y publiqué en México un artículo que arrojó nuevas luces sobre el proceso de escritura de Cien años de soledad.
Hace dos años, en mayo de 2022, estaba terminando de escribir Caribbean Troubadour, mi libro en inglés sobre García Márquez, y se me ocurrió que era hora de visitar el archivo en Austin, Texas, ahora que la novelería se había disipado. Al llegar, recordé la novela que la familia de García Márquez había decidido que permaneciera inédita, y decidí darle una mirada. Aquello fue amor a primera vista.
Ese día leí En agosto nos vemos de una sentada. Cotejé versiones de los capítulos, vi las correcciones a mano de su autor, leí el reporte del lector de la agencia –que quizá influyó para que la familia decidiera no publicarla– y salí de allí decidido a hacer algo para que esa novela se conociera.
Me senté en un parquecito de la misma universidad y escribí el borrador de un artículo, “La soledad de las palabras: En defensa de la novela póstuma de García Márquez”, que se publicó el 16 de julio de 2022 en Confabulario, el suplemento cultural de El Universal de México.
Ahora que la historia de Ana Magdalena Bach está en todo el mundo, pienso en la soledad de aquel día, durante la lectura en el archivo, tomando unos apuntes apurados porque no podía tomar fotografías del manuscrito. Pienso también en la obligación que sentí de hacer algo, en la manera como el plan de rescatar la novela se fue formando en mi cabeza, en la sensación de urgencia con que escribí esa defensa.
Pensé que lo mejor era publicar el artículo en México, donde han sido receptivos con lo que escribo, porque allí habría más posibilidades de que los hijos de García Márquez lo leyeran. Supe que tenía que ser claro y enfático en mis argumentos.
Tras la publicación de ese artículo, tuve una extensa entrevista con Norberto Vallejo, para el programa El club de lectura, de Caracol radio. Allí volví a hablar de los méritos de la novela, de sus temas, de sus puntos de encuentro con otras obras de García Márquez e insistí en que En agosto nos vemos le daría un cierre más digno al conjunto de su obra.
He pensado que la dureza de mis reproches, por el abandono en que estaba la novela, no debió hacerles gracia a los hijos de García Márquez. Por esos días me enteré de que habían pedido el original para reconsiderar su publicación, pero no estaba seguro de que mis argumentos consiguieran persuadirlos.
El anuncio, en abril del año pasado, de que la novela sería publicada me tomó por sorpresa. Me alegró sentir que había podido influir para que se rescatara una obra que merecía mejor suerte que la de estar confinada en un archivo.
La publicación de En agosto nos vemos me ha dado una visibilidad inesperada. Por estos días he concedido entrevistas, he hablado una y otra vez sobre mi papel en el rescate y he sentido una mínima parte de lo que debió sentir García Márquez durante casi cinco décadas de fama que lo expusieron a los reflectores y el asedio de la prensa.
Mientras intento responder sin repetirme, me he preguntado por qué vine a ser partícipe de este fenómeno editorial que ni el mismo García Márquez conoció: la aparición de una novela suya de manera simultánea en montones de idiomas fue una experiencia que él jamás vivió.
Cuando escribí mi defensa de la obra no tenía el afán de la primicia. A lo largo de ocho años, muchos otros leyeron la novela en el archivo y pudieron haber hecho lo que hice. Pero quizá hacían falta algunos ingredientes.
Al amor o el interés por la obra de García Márquez había que sumarle la experiencia de un autor de novelas para entender, entre versiones y borradores, que En agosto nos vemos era una novela terminada. Navegando entre versiones y tachaduras y enmiendas a mano, comprendí que solo hacía falta pulir algunos detalles, y que esa tarea la podía hacer un buen editor, conocedor del estilo de García Márquez.
He cometido suficientes novelas para saber que todo libro se termina dos veces: cuando uno siente que ha dicho lo que quería decir y cuando uno termina de corregir y lo entrega para su publicación. Lo que sentí al leerla fue que García Márquez había dicho lo que quería decir y que ese mensaje merecía ser conocido.
Pero hacía falta una condición más: el atrevimiento del periodista que piensa que con sus palabras puede alterar el curso de los hechos. Por eso me apuré a recurrir a la prensa y a la radio para cambiar el destino de una novela que había sido condenada al silencio y a la que, en mi opinión, le faltaba amor.
Soy consciente de que la publicación de En agosto nos vemos será objeto de múltiples cuestionamientos. Pienso también que muchos lectores agradecerán que se publique y apreciarán la soltura del lenguaje, la belleza de los temas y la riqueza de imágenes de esta novela llena de dimensiones por explorar.
Por mi parte he sentido, desde aquella experiencia solitaria de lectura en el Harry Ransom Center, que su rescate ha sido una tarea que me impuso mi patriarca.
*Profesor de Literatura Latinoamericana de la Universidad Estatal de Nueva York. Autor, entre otras, de las novelas El origen del mundo y Santa María del Diablo.