x
language COL arrow_drop_down
Generación — Edición El Cambio
Cerrar
Generación

Revista Generación

Edición
EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

  • Obra Canción del día / Los Auténticos del Ritmo; archivo vivo, programa de radio y recopilación de audio, Lorena Zuluaga y Daniel Giraldo, 2020.
    Obra Canción del día / Los Auténticos del Ritmo; archivo vivo, programa de radio y recopilación de audio, Lorena Zuluaga y Daniel Giraldo, 2020.

La revancha del montañero

Darío Gómez vistió la música popular de frac; estilizada y sexy, hoy conquista a todos los estratos.

Publicado

Óscar Tamayo*

Mientras reniego por no haberme quedado en Bogotá para asistir al concierto de Patti Smith en el Teatro Colón escucho trinar, en algún pliegue de mi cerebro, una canción de Las aves cantoras y pienso en ese texto que me convidaron a escribir sobre música popular colombiana. Leyendo sobre el último disco de Foy Vance se me mezclan las tonadas de Los Jeroces. Viendo a Jane Birkin en una peli de Godard me preguntaba qué habría pensado el director francés de la música del Dueto Buritica, ciertamente no habría sido banda sonora de la Nouvelle vague... ¿o sí? Y mientras mezclo dos canciones en mi dj set en medio de una de las más importantes fiestas fetichistas del año en Bogotá, me interrogo sobre qué pasaría si para conectarme de una manera irónica con el ambiente “dark” me diera por poner La muerte es un recurso de Los Relicarios, de lo más depresivo que tienen en su repertorio, probablemente no me sacarían a patadas sino a los latigazos.

Tenía yo el antecedente que hace poco, cerrando con un dj set en el evento Lost and Found del Anti-Tattoo, de lo más “cool” de la ciudad, en un arriesgado e intrépido acto de demencia temporal me dio por colocar El Morro (El Picacho) de Darío Gómez y Los Viejitos Verdes y ¿qué paso? Nada. El hecho es que por estos días me persigue la música guasca, mientras pienso qué diantres puedo decir que parezca medianamente inteligente, sincero y hasta original de este longevo género de geografía variable y de contornos muy difusos. Hoy la llamamos música popular, algo que en realidad y siendo rigurosos no quiere decir nada.

Mi primera aproximación seria con el tema fue cuando me invitaron a presentar hace unos cuantos años una versión del Festival de Músicas Campesinas del Centro Cultural Moravia. Investigué, abrí los oídos, confronté mis propios prejuicios sónicos, me puse mi camisa de taxista guapachoso de los años 70 y zapatico cocacolo e hice la tarea. Aquella vez tuve el gusto de entrevistar a Alberto Burgos quien, entre otras etiquetas, es “guascarrilogolo” y “parranderofilo” de alto vuelo. Burgos define la música carrilera como “canción mexicana al estilo antioqueño”.

Aquella chamba me enseñó varias cosas, pero principalmente me permitió detenerme a pensar un poco en un universo musical al que mi entorno cultural me parecía que miraba, yo incluido, por encima del hombro, no sin cierto desprecio, arribismo, condescendencia o, en el mejor de casos, como la música de los “otros”.

Algunos miembros del equipo de rodaje para aquella actividad en Moravia, a quienes no conocía, hacían parte a la vez de una banda de sonidos rockeros indie medio experimentales, ellos pensaron que con mi acento re-paisa y mi camisa de taxista setentero, era baquiano en guascas para amarrar la música campesina, pero en realidad estaba igual de perdido que ellos. Ni carriel ni machete ni ruana. Su sorpresa fue mayúscula cuando uno de ellos por casualidad descubrió en una fiesta mía a la que asistió tiempo después que en realidad yo me movía mejor en el revuelto de la hibridación y la mutación de las músicas afrocaribeñas. Pareciera que aún hoy en nuestra lógica de exclusión, si sos lo uno no podés ser lo otro.

Entremos en materia.

Empecemos por el nombre. Lo que hoy llamamos “música popular” en Colombia ha tenido otras tantas denominaciones. Principalmente, música carrilera, música guasca, música de despecho y música cantinera.

Los ritmos que encontramos aquí no son menos diversos: corridos, rancheras, pasillos, valses, zambas, tangos, boleros, bambucos y más. O sea que, así como colombiano, colombiano, solo el bambuco y el pasillo están presentes, y estos últimos en las versiones más modernas del género ya son cadáveres. No se ven ni en las curvas. Lo que quedó en el coctel fue la vertiente más mexicana.

¡Especulemos! Aventuremos una hipótesis, pero no se lo sostengo a nadie. Las músicas andinas colombianas populares fueron permeadas entre los años 30 y 50 por las sonoridades populares latinoamericanas, México a la cabeza con su imponente industria cultural a través del cine. La música patria se adaptó al gusto, a la tendencia, y ya no volvería a ser la misma. La primera música carrilera a lo mejor fue como una bomba que reacomodó las estructuras de la manera de hacer música, del gusto popular y de paso del negocio.

Música estructuralmente elemental, de ritmos y letras fáciles y pegajosas... ¡la combinación ganadora! O sea que la guascarrilera de antaño fue el reguetón de los años 40’s, una bomba sónica... ¡Dale más gasolina! Pero repito, no se lo sostengo a nadie. El gran problema es definir qué entendemos por “popular” en toda esta historia. Pensemos que por ejemplo “guasca” era una manera para referirse a la música campesina o montañera, y lo campesino desde la mirada arrogante de lo urbano, en pleno periodo de éxodo rural, no era algo atractivo o valioso en sí. Además, rápidamente esta música dejó de ser campesina para convertirse en una música urbana. En algún momento, el patito feo se nos volvió el cisne de los huevos de oro. Sobre este proceso hay excelentes textos de investigación universitaria y de divulgación, se me viene a la mente por ejemplo “Vitrolas, rocolas y radioteatros. Hábitos de escucha de la música popular en Medellín, 1930-1950” de Carolina Santamaría Delgado.

Los nombres que esta manera de hacer música ha tomado a lo largo de su evolución nos dicen mucho sobre ella. La curva de etiquetas va más o menos así, de los años 50 a los años 80 el término era el de música guasca o carrilera y, la verdad, aunque era buen negocio, tenía poco pedigrí frente a sus primas las músicas tropicales o típicas andinas. Entre los años 80 y 90 se reinventa el género, se sofistican un poco los arreglos y nace lo que se llamaría la música de despecho, que representó la santísima trinidad de Darío Gómez, Luis Alberto Posada y El Charrito Negro. ¡Amén! Revolución y profesionalización en el género.

En este periodo los artistas trataron de tener más autonomía frente a la hegemonía de los sellos disqueros y curiosamente dos de ellos crearon sus propios sellos, Discos Dago y Discos Júpiter. Darío Gómez marcó un hito en esta historia. Así como dicen que Rubén Blades y Willie Colón le metieron la salsa a la clase media, Gómez volvió popular el despecho, y con su imagen elegante probablemente sí le subió un poco el “estrato” creando una carrilera de frac. No hay que olvidar también el auge de los llamados corridos prohibidos, otro pintoresco subgénero que alcanzó cumbres memorables.

Los años 2000 traen la consolidación, o mejor, la revancha, o mejor, el contragolpe de este estilo musical. Lo que vino a llamarse la “nueva ola” de la música popular. Cantantes jóvenes, profesionalización del sector, producción de alto nivel, ultra competitividad en el mercado, preocupación por tener una imagen juvenil, sexy y más cercana a la cultura “pop”, mercadeo, innovación en el vestuario, las letras y el lenguaje.

El género conquistó de nuevo un público joven que es en realidad, en términos del negocio de la música, el que efectivamente determina las tendencias y consume más música. El cálculo funcionó, la industria, la verdadera industria de la música, le puso el ojo y, hoy por hoy, revisando los listados de monitoreo de medios en Latinoamérica, como por ejemplo el de National-Report, queda uno perplejo al descubrir que en el Top 10 Latinoamérica de la semana del 14 al 20 de julio de 2023 entre trap, música de banda mexicana y urbano latino hay 4 canciones de música popular colombiana: Jhonny Rivera, Jhon Alex Castaño, Arelys Henao y Luis Alfonso. Los datos hablan por sí solos.

Esto si es impresionante, y quienes se supone que estamos familiarizados con el sector de la música a veces no dimensionamos el peso que la música popular tiene actualmente. Por lo general, estamos ocupados mirando para otros lados y hacia otras sonoridades y se nos olvida el aquí y el ahora. Desengañémonos, la música popular es, junto con la música urbana, el gran negocio de la música en Colombia. Un gran y buen negocio para los sellos, los empresarios, los artistas y para todo el ecosistema. Géneros clásicos como la salsa, el rap, el rock, la tropical, la balada, la música de autor, todas ellos juntos probablemente no igualan el nivel de la primera, de hecho, en el mismo monitoreo de medios Top 10 Latinoamérica que revisé no hay ninguno de estos últimos presente. Amarga realidad... “este es el negocio, socio”. Haciendo un poco de genealogía es difícil saber que quedó de la música guasca en la música popular colombiana contemporánea aparte de la inevitable asociación con la tradición musical mexicana y una sensibilidad ligada a la cultura popular colombiana, pero esto último, dicho así de simple, sinceramente no quiere decir nada en sí, nos queda de tarea. Ni siquiera este género que tradicionalmente estuvo asociado con Antioquia y el Viejo Caldas lo es hoy en día, pues hace rato paso a volverse verdaderamente una música nacional e internacional. En ocasiones percibo esto como la revancha de la música “interiorana” frente al auge que durante años tuvo la música costeña como estilo distintivo de la música colombiana en el exterior a través de vallenato, la salsa colombiana, la cumbia, el chucu-chucu, etc.

No creo que muchas de las personas que se deleitan escuchando a Jessie Uribe o a Paola Jara se sientan herederos de toda una tradición que comenzó hace ya casi un siglo y que se instaló en la trastienda de la gran narrativa de las músicas colombianas hasta que fue imposible tapar el sol con un dedo. Hasta los años ochenta ningún gran productor o sello se tomó muy en serio el género. Era como una especie de relación esquizofrénica, entre prestigio y beneficio. El género factura, pero no daba mucho renombre. Al respecto, hay anécdotas memorables. Pienso, por ejemplo, en un artista como Pedro Nel Isazal, con miles de canciones inscritas en Sayco y poco reconocimiento a su labor y legado. Marginal pero rentable, la imagen de una Colombia que no queríamos ser, al menos mirado desde la narrativa de la clase media colombiana.

Ahora saquemos a colación la otra cara de la moneda. Que no todo es color de rosa. Aunque es innegable que el estilo se rejuveneció, la gran paradoja es que muchos de los valores que promueve no lo han hecho. Bebeta, excesos, bebeta, celos, bebeta, rencor, bebeta, sexismo, bebeta, traición, y si seguimos llegamos casi al coma etílico o a la crisis nerviosa. Igual que en la también mal llamada música urbana la estética visual asociada a ella promueve un universo muy aspiracional. Además, el contexto es en general machista, no solo en sus contenidos, sino también en la distribución de sus ídolos, pues la composición de sus cantantes es desproporcionadamente masculina y ni hablar ya de los músicos. La excepción confirma la regla y la música no hace sino reflejar los valores de la sociedad o el contexto donde se crea.

Ajustar estos pocos párrafos fue el viaje de los sentimientos encontrados. Muchas canciones se van insidiosamente instalando en nuestro subconsciente, muchas de la “nueva ola” llevan ya casi veinte años retumbando. Maldita traición del cantante Alzate es un buen ejemplo, con casi 300 millones de vistas en Youtube. Y aunque no las conozcamos realmente, las melodías nos son familiares. En reuniones alicoradas donde los participantes no tenemos musicalmente mucho en común hay momentos de verdadera comunión festiva, de genuina empatía alrededor de algunas de estas canciones.

Este es el verdadero y casi mágico poder de la música. Sin embargo, en lo personal, mirando desde mi trinchera, la música popular no deja de ser un gusto culposo, representa los valores de un país al que nos resistimos a parecernos. Algo “mañe”, algo cutre, como si no quisiéramos vernos en el espejo, porque sabemos que no nos va a gustar lo que allí vamos a encontrar. Beber el trago amargo de que musicalmente no somos lo que creemos, soñamos o quisiéramos. Pero en el fondo nuestro gusto es promiscuo, sin escalafón, arbitrario e irracional, sabido es que afortunadamente por el mundo: Mezcla’o con Toscanini, va Escarfaso y Napoleón / Don Bosco y La Mignón, Carnera y San Martín.

Playlist música popular

Esta playlist es una selección realizada por Óscar Tamayo (melómano, gestor cultural y artista plástico) de la música popular colombiana, pasando por todos sus estilos, desde los clásicos históricos hasta las canciones más recientes de la llamada “neocarrilera”.

*Melómano, gestor cultural, artista plástico, “conexionista”, dj, cantinero, conferencista y kinkster.

x

Revista Generación

© 2024. Revista Generación. Todos los Derechos Reservados.
Diseñado por EL COLOMBIANO