El paisaje urbano de Medellín es contundente. Su realidad material y estética lo evidencian. Es una gran superficie en la que se ancla la memoria y en la que, a su vez, el patrimonio construido –declarado y no declarado– es su principal víctima, debido a la falta de políticas públicas continuas y coherentes con su protección, por la no aplicación de las pocas existentes o por su ausencia en los casos que debería contemplarse una adecuada normativa.
Las consecuencias de estas carencias se reflejan en una dinámica constructiva que arrasa con el patrimonio –con la memoria urbana–, ya sea derivada de los proyectos públicos o de la urbanización privada. Casas y más casas, edificios de pequeña y mediana escala, con singulares valores espaciales, con calidad habitacional y generosidad de áreas, de gran factura material y deliciosas formas arquitectónicas, cargadas de historia y representativas de diferentes procesos urbanos, son demolidos sin contemplaciones, producto de los intereses rentísticos del suelo y la voracidad inmobiliaria, bajo el amparo de las políticas de ordenamiento territorial y de las lógicas económicas y de desarrollo.
Una monótona y a veces agresiva aglomeración de torres ha ido configurando un paisaje de una insultante pobreza arquitectónica, carente en su mayor parte de gracia y con nulos atributos urbanísticos; así, se han ido expandiendo como alfileres clavados en el valle edificios de gran altura, desde el centro de la ciudad a muchos de los barrios que se habían consolidado como entornos amables y lugares de vecindario –como Laureles o San Joaquín– e, incluso, ya alcanzan barrios populares y las laderas más altas.
Se aprovechan de las virtudes urbanísticas, arquitectónicas, paisajísticas o ambientales de dichos lugares para utilizarlas y degradarlas con la densificación, la multiplicación de usos y el desborde de la movilidad. Las políticas urbanas no han protegido al patrimonio; han privilegiado el mercado inmobiliario.
El patrimonio nunca ha sido prioridad para las distintas administraciones locales, así algunas más que otras plantearan iniciativas que no tuvieron una expresión real sobre el espacio urbano. Desde el primer inventario del “Patrimonio representativo de Medellín”, realizado en 1977, han pasado más de 45 años en los que se suman piezas a los listados de bienes patrimoniales, sin que se conviertan en determinantes en la configuración del paisaje histórico urbano.
La inclusión en los listados no garantiza ni su permanencia ni mucho menos su intervención, además ya se ha visto cómo de manera rápida se excluyen de los mismos bienes de interés para ser demolidos y que no entorpezcan ciertos proyectos urbanos, como el paradigmático ejemplo de la exclusión exprés del Pasaje Sucre para construir la biblioteca EPM; o más recientemente varias casas y casonas de la calle Ayacucho, cuando las obras del tranvía.
Se privilegian algunos elementos sobresalientes y singulares, desde la estación central del Ferrocarril de Antioquia, pasando por los antiguos palacios de gobierno municipal y departamental, hasta la casa Barrientos en el Centro o El Jordán en Robledo, que han sido restaurados y convertidos en piezas icónicas, simbólicas y representativas para beneficio de la imagen urbana y del turismo, pero muchas de ellas aisladas o descontextualizadas. No se han podido tejer relaciones entre ellas, ya sea creando corredores urbanos, espacios públicos que las enlacen o conjuntos patrimoniales, ni siquiera un “centro histórico” o un barrio histórico representativo.
El lugar de todos los tiempos
El centro de la ciudad ha sufrido incendios y demoliciones, le han desaparecido calles y le han abierto otras tantas, además de avenidas y viaductos; lo han cercenado y desarticulado; lo han vaciado de sus contenidos institucionales; lo han hecho y rehecho, pero no se le ha considerado valioso y representativo, pese a ser el lugar de todos los tiempos.
Incluso cuando los urbanistas del Plan Piloto, Wiener y Sert, clamaron respeto por su valor histórico, su arquitectura singular y la escala que tenía entre finales de la década de 1940 y principios de la siguiente, a los responsables del desarrollo posterior les importó nada lo que dijeron aquellos expertos en el diagnóstico, y en vez de complementar el centro, lo vaciaron y crearon el gueto político de La Alpujarra. Luego poco se quiso hablar de un verdadero centro histórico, y en el primer “Estudio del centro de la ciudad, 1968” se acuñó la idea de “centro urbano”, que luego derivó en “centro tradicional”, y así de manera eufemística se fue eludiendo lo que verdaderamente significa un centro histórico.
Van 55 años de políticas de abandono. Se multiplicaron las zonas de deterioro que se diagnosticaron en aquel primer estudio, lo mismo que las ventas callejeras y la informalidad, y se vació cada vez más de sus principales contenidos simbólicos hasta terminar convertido en el mayor centro comercial a cielo abierto de la ciudad, eso sí, con magníficas e históricas iglesias, como La Candelaria, La Veracruz, la catedral de ladrillo en Villanueva o San Ignacio, que hablan del gran poder simbólico que siguen teniendo; además de algunos edificios abandonados, posteriormente restaurados y sacralizados, como el Paraninfo, el Palacio de la Cultura o el antiguo Palacio Municipal, hoy sede del Museo de Antioquia.
Sin embargo, nada ha detenido el abandono del centro, ni los constantes cambios de adoquines o de materiales de pisos ni poner o quitar pirámides ni contratar especialistas extranjeras para pintar fachadas y cambiar señaléticas; en fin, en vano han sido todas las acciones de maquillaje sin intervenciones profundas sobre sus patologías sociales y urbanas. Por eso terminamos en cierres con vallas y controles policiales bautizados de abrazos; caricaturas de lo que debe ser una verdadera e integral intervención urbanística.
Es necesario reiterar lo que ya se sabe y muchas veces se ha dicho: Medellín ha fracasado estruendosamente en darle relevancia a su patrimonio urbano y arquitectónico. No le ha interesado al cúmulo de generaciones que lo ha construido y destruido al mismo tiempo y la clase política le ha dado tan poco valor al patrimonio que no ha configurado una institucionalidad fuerte que vele, proteja, gestione, promueva y lo potencie, hasta hacerlo protagonista y eje de una visión urbanística o de un modelo de ciudad que parte de él mismo.
Nada de eso ha ocurrido. Cuando se promovió el PEMP (Plan Especial de Manejo del Patrimonio), luego subsumido por normativa en el articulado del Plan de Ordenamiento Territorial (POT) como el Subsistema de Patrimonio Cultural Inmueble, con la idea de superar el “síndrome del edificio individual” y plantear una visión de “arquitectura de conjunto y sectores urbanos”, se solicitó que a la par se creara un organismo capaz de impulsarlo (con fuerza sancionatoria) y que tuviera un real efecto en el urbanismo de la ciudad.
Hoy, por el contrario, el patrimonio se disuelve entre las acciones de identificación y valoración de una subsecretaría de Planeación, los esfuerzos de promoverlo en una o dos secretarías y las gestiones de una oficina con nombre rimbombante, la Agencia para la Gestión del Paisaje, el Patrimonio y las Alianzas Público Privadas (APP), más dedicada a promover alianzas, pintar fachadas que disimulan las problemáticas urbanas o al aprovechamiento económico del espacio público. En lo que esta agencia sí ha hecho notables esfuerzos es para entregarlo al turismo internacional, privatizando calles de barrios tradicionales como lugares de ocio que terminaron por expulsar a sus residentes. Una agencia que pone todo, incluso el patrimonio, al servicio de esta economía de servicios.
Por eso, del cuidado y protección del patrimonio y de los Bienes de Interés Cultural podemos hablar más bien poco, con la excepción de la gestión para la aplicación del mecanismo de transferencia de derechos de construcción a dos propiedades en el barrio Prado, algo que no se había hecho pese a estar contemplada en el POT.
Una gota en un océano de problemas
Mientras esperan turno para este mismo apoyo una cincuentena de casas de Prado, y las dos apoyadas se convierten en cafés gourmet, galerías o para sumar una vivienda más a la airbización de la ciudad, el resto del barrio, el único conjunto patrimonial de la ciudad, naufraga en un mar de problemas; las casas se convierten en inquilinatos, se utilizan para actividades incompatibles con sus características –como parqueaderos– o son drásticamente intervenidas, el espacio urbano pierde las calidades paisajísticas y ambientales y las patologías sociales del centro se toman sus calles. Mientras tanto, se hace alaraca en medios y de manera grandilocuente ponen ese ejercicio modesto como pionero en América Latina y aun a escala mundial.
Así, la exageración política convertida en marketing sigue propalando sus éxitos minúsculos y el abandono pulula en el centro, que es donde mayor concentración de patrimonio hay en estado de olvido; se extiende por el único barrio patrimonial (Prado) y se toma otros, como Laureles, al que Fernando Vallejo llamó “el mejor barrio de Medellín”, en cuya mejor cuadra está Casablanca, aquella casa literaria y real que el autor rescata de su abandono, deterioro y de venderla como lote a los mismos que tumbaron las casas aledañas; y como dice Vallejo: “Y casa tumbada, edificio levantado. Laureles, antiguo barrio de casas, hoy es una jungla de edificios”. Un conjunto urbano singular, de gran valor, pero sin protección, a merced de quienes hicieron de la ciudad un gran negocio inmobiliario.
El patrimonio no solo es pasado sino futuro
Nada ni nadie protege al patrimonio, ni siquiera el que cuenta con declaratoria tiene garantizada su permanencia, ni los que supuestamente deben ser protegidos y estaban a punto de ser intervenidos. Un ejemplo dramático es el antiguo “desarenadero” en la calle Ayacucho. Una obra diseñada y ejecutada con la dirección del arquitecto Antonio J. Duque, entre 1894 y 1896, para decantar el agua que se consumía en la ciudad. Luego de su uso por unas pocas décadas, el sistema quedó obsoleto por la construcción del nuevo acueducto de hierro y permaneció oculto como sótano de una casa, pero fue redescubierto con las obras de construcción del tranvía hace casi diez años. Luego de estudios minuciosos entregados en 2017, fue declarado Bien de Interés Cultural. La importancia dada en su momento no solo permitió su valoración y declaratoria, sino que implicó su protección inicial y la definición de un proyecto urbano, denominado Pabellón del Agua.
La iniciativa resignificaba este sector urbano, a punto de cambiar el nombre de Mon y Velarde de la estación del tranvía, como se le nombró inicialmente. Pese a su importancia evidente, de haber sido invertido con excavaciones, obras de primeros auxilios y protección y de contar con diseños, a hoy no se ha construido nada. Mientras que la desidia y el desinterés institucional campean, la obra provisional que la protegía colapsó y dejó expuestas a la intemperie las antiguas estructuras de ladrillo. No importa su valor documental, material o histórico; incluso su potencial como museo, aunque sea para esas rutas de turistas despistados o absortos en las creativas narrativas históricas de sus guías.
El patrimonio no solo es pasado sino futuro, pero la miopía, la falta de continuidad de las políticas, su desarticulación urbanística y la falta de concreción con otro modelo de ciudad, que le dé valor a su historia, lo hacen innecesario, frágil y vulnerable. Solo unas pocas piezas declaradas y poco protegidas tienen para los dirigentes algún sentido.
El resto del listado no importa y está en el abandono. Y muchos menos importan esos otros patrimonios contextuales y barriales, como los barrios San Joaquín y Laureles, el entorno del parque de Robledo, el antiguo barrio El Salvador y sus casonas, el corredor de la calle Pichincha desde el centro a las faldas del cerro, entre muchos otros sectores urbanos con arquitecturas modestas pero representativas, tan necesarios para los habitantes, pero tan poco importantes para este modelo de ciudad que nos han definido nuestros dirigentes.
*Coordinador Doctorado en Estudios Urbanos y Territoriales y director Escuela del Hábitat-CEHAP de la Universidad Nacional de Colombia Sede Medellín.