Es curioso que cada vez que se anuncia el ganador del premio Nobel de Literatura la galería se exalta. Hay alharaca en el gallinero, desde 1901, cuando se lo concedieron a un poeta ya refundido, Sally Prodhomme, y dejaron sin medalla a León Tolstói, por cierto inmortal. De los premios de física, química o economía creo que nadie discute; tal vez se hará en los sótanos de un laboratorio o en un dormitorio del internado de Cambridge, a puerta cerrada y entre nubes de pipa y ecuaciones, porque esas conversas serán imposibles de entender para el vulgo. Tampoco se insinúan nombres de patólogos o de astrofísicos que anduvieran cerca de obtener el galardón, lo que sí ocurre, en cambio, con los de escritores que suenan para ir a Estocolmo. Año tras año aparecen los favoritos, pero la academia sueca termina eligiendo a otro que no salía en los periódicos, un señor de Tanzania o una narradora de Polonia que pocos confiesan haber leído, todos menos los intelectuales criollos que declaran, ante un nombre, Bjørnstjerne Bjørnson: ¡Era predecible!
Para leerlo, hay que esperar a que los pulpos editoriales encuentren a los editores independientes, tan desconocidos como los autores que publican, y negocien de modo leonino los derechos. Mientras tanto Murakami, Don De Lillo o Cartarescu se quedan otra vez con el frac comprado y defraudando a sus apostadores. Con resquemor, a éstos no les queda más que rajar de Alfred Nobel, restándole importancia a una institución que se lo entregó a Winston Churchill por sus discursos, o que premió a gente que nunca escribió literatura, como Bertrand Rusell o Henry Bergson, ambos filósofos, tal vez porque le copiaron a Borges cuando dijo que la filosofía es una rama de la literatura fantástica.
¿Y por qué a Theodor Mommsen que era historiador? Pues porque la historia es la única pariente de alcurnia que tiene la ficción.
La copa se rebosó con la elección de Bob Dylan ¿De cuando acá un cantautor podía merecer semejante distinción? Tardó una semana en pasarles al teléfono a los suecos y luego fue a recoger su premio como si se tratara de otro Grammy más o un MTV Awards. ¡Imperdonable! ¡Un tonadillero!, dijeron los perdedores de la quiniela.
Pero los diez jurados tienen razón al sacar su as bajo la manga. Si son gente de letras, incluso de letras de canciones, no hacen más que estar a tono con los finales sorpresivos de la literatura. Nada digo del premio de la paz, que se lo han dado a un rufián como Kissinger y hasta nominaron dos veces a Putin, pero la literatura tiene su licencia poética y acude a desenlaces inesperados, como los de Shakespeare, donde al final muere hasta el utilero.
Todo cabe si se recuerda que el fundador apenas indicó en su testamento que se lo podía ganar “quien haya producido en el campo de la literatura la obra más destacada en la dirección ideal”. ¿Y cuál es la dirección ideal? En sus comienzos era la de los autores victorianos, pero hoy puede ser más descabellada que la frente de un sabio. En el 2018, cuando los jurados aparecieron involucrados en escándalos sexuales, el premio no se entregó, pero bien se le pudo haber dado a un escritor enredado en esa clase de líos, como lo estuvieron Nabokov, Wilde y hasta el propio Flaubert.
Si la lotería de Estocolmo aspira a recobrar su distinguida clientela lo mejor es que lo entregue una persona honorable como Greta Thunberg. Bastaría echar los nombres de los escritores en balotas y que ella extrajera la ganadora, en presencia del rey Gustavo, que siempre da la mano al triunfador. Mientras tanto, un autor polaco, Slawomir Mrozek, desconfiando de los procederes, se postuló el mismo para tal honor, y para ello envió una solicitud, sin intermediarios, al mismísimo Alfred Nobel. La carta dice:
Distinguido señor Nobel:
Solicito humildemente que me sea concedido el premio que lleva su nombre. Mis motivos son los siguientes:
Trabajo como contable en una oficina estatal y, en el ejercicio de mis funciones, he escrito unos cuantos libros, a saber: el Libro de entradas y salidas, el Libro de balances y el Libro mayor. Además, en colaboración con el almacenero, he escrito una novela fantástica titulada Inventario.
Creo que le gustarían porque son libros escritos con imaginación y tienen mucha gracia (son auténticas sátiras). Si deseara leerlos, podría prestárselos, aunque por poco tiempo, porque están muy solicitados. Quien tiene más interés es el inspector de Hacienda, ya puedo oír su voz en el despacho de al lado.
Hablando del inspector, preveo que tendré ciertos gastos porque me temo que los libros no van a ser de su agrado. Precisamente le escribo a usted esta carta para que el premio me permita sufragarlos. Por favor, mande el giro a mi domicilio. Dejaré una autorización a nombre de mi mujer, por si yo no estuviera ya en casa el día que venga el cartero. En tal caso, el dinero servirá para pagar al abogado o... Espere un momento, señor Nobel, acaba de entrar el inspector.
Ya se ha marchado. ¿Sabe qué le digo, señor Nobel? Mándeme mejor dos premios. No tiene usted idea de cómo se han disparado los precios.
*Escritor y docente del Área de Creación de la Universidad Eafit.