Desde que estrenaron la serie de seis capítulos sobre la narcotraficante Griselda Blanco no ha dejado de estar en el primer lugar de las más vistas de Netflix. El reporte de medios indica que en la semana de su lanzamiento la vieron en más de 20 millones de dispositivos y estuvo en el primer lugar en 89 países, entre ellos sitios tan distantes como Serbia, Mauritania o Arabia Saudita.
Se repite la historia de otras series sobre la vida de los narcotraficantes más sanguinarios que evidentemente tienen un magnetismo especial para atrapar la atención de los colombianos y de los latinos. Por no decir, también, de eso que llaman la humanidad toda.
Siempre me llamó la atención el caso de la serie Escobar, el patrón del mal que en su momento fue liderada y producida por los hijos de dos víctimas del capo de capos: Juana Uribe, hija de Maruja Pachón, secuestrada por Pablo Escobar, y Camilo Cano, hijo del asesinado director de El Espectador Guillermo Cano. El propósito era de alguna manera reivindicar la memoria de las víctimas y hacerles un homenaje “a los buenos”. Al menos esa era la promesa, pero lo que ocurrió en la sociedad fue todo lo contrario: ese año, el disfraz de Pablo Escobar fue el más usado en Halloween, el significado de la palabra “capo” dio un giro radical y comenzó a usarse como un gran atributo entre los jóvenes y, sin duda, cualquiera que sintonice hoy la serie no le será fácil fascinarse o desprenderse de esos personajes osados, y en algunos casos divertidos, que hacían ver bastante desteñida la violencia que practicaban.
Un porcentaje del turismo que llega a Medellín, hay que admitirlo, tiene que ver también con el hecho de haber sido la casa de Pablo Escobar. O por lo menos, es un ingrediente que en las agencias de viajes debe servirles a la hora de elaborar el tour en la ciudad.
La magia de la televisión los convertía más en héroes que en villanos. El debate se da entre quienes sostienen que la sociedad debe contar esas historias porque son parte de nuestra realidad. Y quienes cuestionan la banalización que se puede llegar a hacer del mal por la tiranía del lenguaje televisivo. En su momento Ómar Rincón, analista de comunicación y cultura, señalaba que “Escobar salió reivindicado como el héroe de Colombia, y los periodistas, políticos y gobernantes se vieron como unos aburridos desangelados que se dedicaban a perseguir al ‘pobre Pablo’”.
Tal vez por eso, a la hora de presentar la serie de Griselda Blanco, su director Andrés Baiz lo primero que advirtió a la opinión pública fue: “Para cualquiera que piense que estamos glamurizando o romantizando la historia, mi respuesta es que vea el final de la serie”. Y hace énfasis en ello: “Orson Welles decía que tener o no un final feliz depende de dónde termines la historia. Hay que ver dónde finalizamos la historia de Griselda. Para Griselda termina de la peor forma que podría terminar”.
Y sí puede ser que en esta oportunidad, luego de ver la serie completa, uno pueda concluir que no hay atisbo de apología alguna en favor de los “malos”. Ninguno de los personajes es creado para que el espectador detrás de la pantalla se enamore o si quiera le despierte algún cariño. Ni siquiera la policía que la persigue. La historia termina con una Griselda acorralada, perdida en las drogas, dejando atrás y de afán a sus sus cuatro hijos para pagar una condena de 30 años de cárcel.
Sin embargo, el quiebre de esta historia está no tanto en la serie misma sino en que ese manejo que pudieron haber bien logrado, y al que evidentemente estuvieron atentos para no darle glamour a la malvada, lo borraron con la estrategia de mercadeo que desplegaron para vender la serie. La bella y exitosa Sofía Vergara recorrió el mundo (bueno, nuestro mundo que es Bogotá, Madrid y Nueva York), dio entrevistas por doquier, las que nunca había dado antes, para hacerle la más extraordinaria propaganda al personaje de Griselda Blanco.
Con solo hacer el ejercicio de comparar la fotografía de Sofía Vergara, no como Griselda sino en su versión más real, y al lado se ubica la de la verdadera Griselda Blanco, cuando la reseñó la justicia en Miami Dade, el contraste es bastante elocuente. Grita.
Difícilmente se podrían encontrar dos personajes más opuestos. Sofía, la despampanante, la de la alegría contagiosa, la que se metió en el corazón de Hollywood con rotundo éxito: sin duda, una versión imbatible de la conquista del sueño americano. Griselda, todo lo contrario al glamour, su cara expresa muchas cosas menos alegría y encanto: sin parecer malvada, se lee en ella toda la tragedia acumulada.
Hasta la edad es elocuente. En las fotos que acompañan este texto Sofía Vergara tiene 53 años y Griselda Blanco tenía 42.
Y es inevitable entonces preguntarse ¿qué impacto puede tener en la psiquis de una sociedad el que Sofía Vergara ponga la imagen que ha construido de ella al servicio de la imagen de una de las peores criminales de las que tenga registro la historia? ¿Qué fenómeno social se produce cuando la “buena”, la bella, la exitosa, decide convertirse en la narradora de la historia de la “mala”?
Por supuesto que la respuesta inmediata es que el cine tiene que contar estas historias y que para Sofía, como para cualquier actriz de carácter, es un reto profesional representar a personajes complejos como Griselda: a todos los grandes artistas los seduce interpretar a los antihéroes, y si es mala y fea como en este caso, mucho mejor para poner a prueba su capacidad dramática.
Sin embargo, hay una sutileza sobre la cual vale la pena reflexionar. No es para nada trivial que sea Sofía la que haya decidido encarnar un personaje como Griselda. La reina del glamour se rinde a los pies de la viuda de la mafia, se desdibuja Sofía para cederle su pedestal a la mujer a la que le adjudican más de 250 asesinatos (entre ellos, el de al menos uno de sus esposos).
Sofía no logró sacarse toda su belleza ni su encanto para interpretar a Griselda, por mucho que haya intentado hacerlo, como lo explicó su productor Newman, con tres horas de maquillaje antes de cada grabación. “Ella tenía que eliminar a Gloria Pritchett (el exitoso personaje de Sofía Vergara en la serie Modern Family). Hicimos un montón de pruebas, nos sentábamos en mi despacho con el equipo de maquillaje. Si Sofía decía que no sentía su cara o que se parecía a la bruja de El mago de Oz, cambiábamos todo, y así hasta que llegamos a un buen lugar”.
No es descabellado pensar que se activa, entre los espectadores, un mecanismo muy sutil de aceptación de Griselda vía la figura de Sofía. Griselda no solo pasa a la historia en el glamoroso empaque de Sofía (así esté rebajado al 50% o menos), sino que también le hace el favor de sacar su memoria del anonimato en Colombia a convertirla en casi leyenda mundial. Así sea del crimen, pero leyenda al fin y al cabo. ¿A cambio de qué? ¿De prestigio profesional o de dinero? ¿O para contar esas historias que se tienen que contar, como diría alguien más?
Sin duda hay mucho de la condición humana involucrado en cómo procesa cada individuo y cada sociedad lo que ve en la representación que se hace de esta o de cualquier otra historia.
Así como personas adultas razonables se disfrazaron de Pablo Escobar después de ver el Patrón del Mal; en una encuesta hecha por Reuters los estadounidenses dijeron que preferían de presidente a Francis Underwood, el protagonista de la maquiavélica House of Cards, antes que a Barack Obama (57% frente al 46% del para ese momento jefe de Estado).
En su célebre libro Eichmann en Jerusalén, subtitulado Informe sobre la banalidad del mal, Hannah Arendt hace un retrato de uno de los principales organizadores del Holocausto. Arendt habla de la “banalidad del mal” para describir cómo un sistema de poder político puede trivializar el exterminio de seres humanos cuando se lleva a cabo como un simple procedimiento burocrático, en el cual el funcionario solo cumple órdenes sin calcular las consecuencias éticas y morales de sus actos.
Por supuesto la serie Griselda está lejos de ser eso. Pero sin duda, así como en ese entonces ese sistema político produjo un delirante y oprobioso desenlace, en el caso de las series de bandoleros por mucho que se intente evitarlo se termina de alguna forma también banalizando el mal.
Desde que estrenaron la serie de seis capítulos sobre la narcotraficante Griselda Blanco no ha dejado de estar en el primer lugar de las más vistas de Netflix. El reporte de medios indica que en la semana de su lanzamiento la vieron en más de 20 millones de dispositivos y estuvo en el primer lugar en 89 países, entre ellos sitios tan distantes como Serbia, Mauritania o Arabia Saudita.
Se repite la historia de otras series sobre la vida de los narcotraficantes más sanguinarios que evidentemente tienen un magnetismo especial para atrapar la atención de los colombianos y de los latinos. Por no decir, también, de eso que llaman la humanidad toda.
Siempre me llamó la atención el caso de la serie Escobar, el patrón del mal que en su momento fue liderada y producida por los hijos de dos víctimas del capo de capos: Juana Uribe, hija de Maruja Pachón, secuestrada por Pablo Escobar, y Camilo Cano, hijo del asesinado director de El Espectador Guillermo Cano. El propósito era de alguna manera reivindicar la memoria de las víctimas y hacerles un homenaje “a los buenos”. Al menos esa era la promesa, pero lo que ocurrió en la sociedad fue todo lo contrario: ese año, el disfraz de Pablo Escobar fue el más usado en Halloween, el significado de la palabra “capo” dio un giro radical y comenzó a usarse como un gran atributo entre los jóvenes y, sin duda, cualquiera que sintonice hoy la serie no le será fácil fascinarse o desprenderse de esos personajes osados, y en algunos casos divertidos, que hacían ver bastante desteñida la violencia que practicaban.
Un porcentaje del turismo que llega a Medellín, hay que admitirlo, tiene que ver también con el hecho de haber sido la casa de Pablo Escobar. O por lo menos, es un ingrediente que en las agencias de viajes debe servirles a la hora de elaborar el tour en la ciudad.
La magia de la televisión los convertía más en héroes que en villanos. El debate se da entre quienes sostienen que la sociedad debe contar esas historias porque son parte de nuestra realidad. Y quienes cuestionan la banalización que se puede llegar a hacer del mal por la tiranía del lenguaje televisivo. En su momento Ómar Rincón, analista de comunicación y cultura, señalaba que “Escobar salió reivindicado como el héroe de Colombia, y los periodistas, políticos y gobernantes se vieron como unos aburridos desangelados que se dedicaban a perseguir al ‘pobre Pablo’”.
Tal vez por eso, a la hora de presentar la serie de Griselda Blanco, su director Andrés Baiz lo primero que advirtió a la opinión pública fue: “Para cualquiera que piense que estamos glamurizando o romantizando la historia, mi respuesta es que vea el final de la serie”. Y hace énfasis en ello: “Orson Welles decía que tener o no un final feliz depende de dónde termines la historia. Hay que ver dónde finalizamos la historia de Griselda. Para Griselda termina de la peor forma que podría terminar”.
Y sí puede ser que en esta oportunidad, luego de ver la serie completa, uno pueda concluir que no hay atisbo de apología alguna en favor de los “malos”. Ninguno de los personajes es creado para que el espectador detrás de la pantalla se enamore o si quiera le despierte algún cariño. Ni siquiera la policía que la persigue. La historia termina con una Griselda acorralada, perdida en las drogas, dejando atrás y de afán a sus sus cuatro hijos para pagar una condena de 30 años de cárcel.
Sin embargo, el quiebre de esta historia está no tanto en la serie misma sino en que ese manejo que pudieron haber bien logrado, y al que evidentemente estuvieron atentos para no darle glamour a la malvada, lo borraron con la estrategia de mercadeo que desplegaron para vender la serie. La bella y exitosa Sofía Vergara recorrió el mundo (bueno, nuestro mundo que es Bogotá, Madrid y Nueva York), dio entrevistas por doquier, las que nunca había dado antes, para hacerle la más extraordinaria propaganda al personaje de Griselda Blanco.
Con solo hacer el ejercicio de comparar la fotografía de Sofía Vergara, no como Griselda sino en su versión más real, y al lado se ubica la de la verdadera Griselda Blanco, cuando la reseñó la justicia en Miami Dade, el contraste es bastante elocuente. Grita.
Difícilmente se podrían encontrar dos personajes más opuestos. Sofía, la despampanante, la de la alegría contagiosa, la que se metió en el corazón de Hollywood con rotundo éxito: sin duda, una versión imbatible de la conquista del sueño americano. Griselda, todo lo contrario al glamour, su cara expresa muchas cosas menos alegría y encanto: sin parecer malvada, se lee en ella toda la tragedia acumulada.
Hasta la edad es elocuente. En las fotos que acompañan este texto Sofía Vergara tiene 53 años y Griselda Blanco tenía 42.
Y es inevitable entonces preguntarse ¿qué impacto puede tener en la psiquis de una sociedad el que Sofía Vergara ponga la imagen que ha construido de ella al servicio de la imagen de una de las peores criminales de las que tenga registro la historia? ¿Qué fenómeno social se produce cuando la “buena”, la bella, la exitosa, decide convertirse en la narradora de la historia de la “mala”?
Por supuesto que la respuesta inmediata es que el cine tiene que contar estas historias y que para Sofía, como para cualquier actriz de carácter, es un reto profesional representar a personajes complejos como Griselda: a todos los grandes artistas los seduce interpretar a los antihéroes, y si es mala y fea como en este caso, mucho mejor para poner a prueba su capacidad dramática.
Sin embargo, hay una sutileza sobre la cual vale la pena reflexionar. No es para nada trivial que sea Sofía la que haya decidido encarnar un personaje como Griselda. La reina del glamour se rinde a los pies de la viuda de la mafia, se desdibuja Sofía para cederle su pedestal a la mujer a la que le adjudican más de 250 asesinatos (entre ellos, el de al menos uno de sus esposos).
Sofía no logró sacarse toda su belleza ni su encanto para interpretar a Griselda, por mucho que haya intentado hacerlo, como lo explicó su productor Newman, con tres horas de maquillaje antes de cada grabación. “Ella tenía que eliminar a Gloria Pritchett (el exitoso personaje de Sofía Vergara en la serie Modern Family). Hicimos un montón de pruebas, nos sentábamos en mi despacho con el equipo de maquillaje. Si Sofía decía que no sentía su cara o que se parecía a la bruja de El mago de Oz, cambiábamos todo, y así hasta que llegamos a un buen lugar”.
No es descabellado pensar que se activa, entre los espectadores, un mecanismo muy sutil de aceptación de Griselda vía la figura de Sofía. Griselda no solo pasa a la historia en el glamoroso empaque de Sofía (así esté rebajado al 50% o menos), sino que también le hace el favor de sacar su memoria del anonimato en Colombia a convertirla en casi leyenda mundial. Así sea del crimen, pero leyenda al fin y al cabo. ¿A cambio de qué? ¿De prestigio profesional o de dinero? ¿O para contar esas historias que se tienen que contar, como diría alguien más?
Sin duda hay mucho de la condición humana involucrado en cómo procesa cada individuo y cada sociedad lo que ve en la representación que se hace de esta o de cualquier otra historia.
Así como personas adultas razonables se disfrazaron de Pablo Escobar después de ver el Patrón del Mal; en una encuesta hecha por Reuters los estadounidenses dijeron que preferían de presidente a Francis Underwood, el protagonista de la maquiavélica House of Cards, antes que a Barack Obama (57% frente al 46% del para ese momento jefe de Estado).
En su célebre libro Eichmann en Jerusalén, subtitulado Informe sobre la banalidad del mal, Hannah Arendt hace un retrato de uno de los principales organizadores del Holocausto. Arendt habla de la “banalidad del mal” para describir cómo un sistema de poder político puede trivializar el exterminio de seres humanos cuando se lleva a cabo como un simple procedimiento burocrático, en el cual el funcionario solo cumple órdenes sin calcular las consecuencias éticas y morales de sus actos.
Por supuesto la serie Griselda está lejos de ser eso. Pero sin duda, así como en ese entonces ese sistema político produjo un delirante y oprobioso desenlace, en el caso de las series de bandoleros por mucho que se intente evitarlo se termina de alguna forma también banalizando el mal.